La democracia misma ha terminado confundiéndose —en el doble sentido de identificarse y estar engañada— con esa delgada capa de intensísima actividad donde convergen la política como espectáculo, los medios y las redes de opinión encuestada, y aquella nueva intelligentsia opinante que mantiene viva la conversación social y construye los significados que entran y salen de circulación de manera casi instantánea.
José Joaquín Brunner, Foro Líbero
Winston Churchill dijo alguna vez que somos maestros de las palabras que no decimos, pero esclavos de aquellas que dejamos escapar. En un escenario político completamente dominado por los medios de comunicación y la circulación de signos, el riesgo anotado por el primer ministro británico se multiplica hasta el infinito.
Por ejemplo, entre los aspectos más llamativos y recordados del legado que dejó la administración Bachelet se encuentran algunas metáforas y palabras, como “bajar al otro de los patines” y “vamos a poner aquí una retroexcavadora, porque hay que destruir los cimientos anquilosados del modelo neoliberal de la dictadura”.
La nueva administración y sus dirigentes tampoco lo hacen mal en este terreno. Hace pocos días, el ministro de Justicia dejó escapar una frase insigne: que “la mayoría de los jueces son de izquierda” y por ende cabía pensar en “netear” la composición futura de los tribunales.
Por su lado, una ex ministra y vocera del anterior gobierno, en vez de callar prefirió seguir hablando y se hizo esclava de este otro desliz: “Visto lo visto, en 15 días se ha logrado retrotraer y retroceder a Chile, hoy día este es un país distinto, que la ciudadanía que está en la calle probablemente no reconoce”. Dichos tan brutalmente exagerados, y equivocados, como aquel que —cual en un espejo— enunció el entonces Presidente de Chile por primera vez, hace ocho años: “En 20 días yo siento que hemos avanzado más que otros, tal vez, en 20 años”.
Desde la esfera eclesiástica, el arzobispo de Santiago, Cardenal Ricardo Ezzati, perdió igualmente el control de sus palabras y suscitó una intensa polémica con su fatídica propuesta de ir allá del nominalismo “a la realidad de las cosas”, en relación con cambios en la identidad de género de las personas. Un craso biologismo que lleva a estrechar aún más la idea de “naturaleza humana” que suele utilizarse para frenar (inútilmente) la evolución cultural de lo humano.
En el mundo de la política y la deliberación pública, es cierto entonces aquello de que en el principio era la palabra y que ella crea señores y esclavos, sólo que ahora con la mediación de dispositivos tecnológicos de información y comunicación, especialmente la radio, la TV y las redes sociales.
Las palabras que circulan crean asimismo los climas en que nos desenvolvemos, inaugurando el día con sus dichos e interpretaciones, y despidiéndolo con fatigosas repeticiones y balances. Vivimos a merced de los ciclos noticiosos, los puntos de prensa, las declaraciones oficiales y oficiosas, los trascendidos y filtraciones, los desmentidos, las réplicas y dúplicas.
Alrededor del imperio de las palabras se congregan los comentaristas y debatidores, opinólogos y expertos, columnistas y analistas, technopols y publicistas; el nuevo estrato de especialistas 24 x 7 que, en todo momento, ocupan la tribuna pública provista por los medios y las redes para escudriñar el clima de opinión, leer los acontecimientos, revelar las verdades de los sondeos, cuestionar las palabras en boga, fabricar emociones, ofrecer explicaciones y crear el sentido común de cada día. Además de fake news, expresión también de esa evolución de lo humano que no necesariamente se dirige hacia la Ilustración y la emancipación de las conciencias.
La democracia misma ha terminado confundiéndose —en el doble sentido de identificarse y estar engañada— con esta delgada capa de intensísima actividad donde convergen la política como espectáculo, los medios y las redes de opinión encuestada y aquella nueva intelligentsia opinante que mantiene viva la conversación social y construye los significados que entran y salen de circulación de manera casi instantánea.
Vivimos de los acontecimientos creados por esa vibrante atmósfera que envuelve a la sociedad de alta rotación comunicacional. Todo se adapta a los ritmos y ciclos de las noticias. La política corre tras las cámaras; no viceversa. El gobierno responde a los climas, no los crea. Los personeros políticos son dirigidos por la opinión encuestada. Y cuando se equivocan con sus palabras, son castigados y vilipendiados por aquella. Se hacen esclavos de sus caprichos.
Liderar ya no consiste en conducir, sino en aparecer. En tener visibilidad. La principal queja de los actores en este nuevo escenario es hallarse invisibilizados, que sus temas no se discuten o sus posturas sean excluidas de la pantalla. La representación consiste ahora en ser invitado a foros y debates, ocupar unos minutos de TV, tener un espacio en las páginas de los diarios, recibir menciones y ser retuiteado.
Es la política que corre sobre la superficie de las palabras, a la velocidad de los media, luchando por capturar la atención —aunque sea fugaz— de los agentes de comunicación. Donde la información es vehículo del poder y más vale ser personaje que autor, nodo de una red que personalidad destacada, parte de algún espectáculo que promotor de una idea o proyecto.
Incluso, puede ser que convenga equivocarse al hablar —pues se es esclavo del error apenas unas horas o un día— antes que callar y ser maestro de un pensamiento que permanece fuera de la escena. Invisiblizado. Es la hora de mostrarse y ser visto. Un tiempo para hablar, no para callar.
José Joaquín Brunner, #ForoLíbero
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