Gran retórica, magros resultados
“Mientras despunta una nueva era en la educación, en el Chile de hoy los temas de su promesa, ventajas y beneficios, igual como los viejos moldes empleados por nuestra cultura educacional y las brechas y fallas que exhibe el sistema, están envueltos en una guerra de retóricas, mientras la ruda realidad permanece intacta…”.
Organismos internacionales como la Unesco, la OCDE, el Banco Mundial, la Unión Europea y los bancos regionales de desarrollo, al igual que las principales universidades, empresas y fundaciones a nivel internacional difunden el mensaje global de una revolución educacional y del aprendizaje que estaría a las puertas de la humanidad. Los medios de comunicación, los gobiernos y los partidos a lo largo del espectro ideológico se encargan de transmitirlo urbi et orbi.
La propia modernidad, igual como se identifica con consumo masivo, cultura técnica, organizaciones burocráticas y con la racionalización instrumental de la vida en general, así también se confunde con escuelas y universidades, institutos tecnológicos y academias, grados y títulos, y con la adquisición de conocimientos, destrezas y habilidades. Vivimos en un mundo que se ha tornado íntegramente educacional.
De hecho, nunca como ahora ha habido tal número de estudiantes, profesores, cursos, textos, exámenes, currículos y diplomas. La educación ha devenido en una preocupación central de los Estados nacionales, el comercio internacional y los derechos universales. Ha pasado a ser un tema de la política, los mercados del conocimiento y la cultura del bienestar. No hay aspecto de la experiencia humana que escape a esta irradiación.
Los viejos moldes: universidad torre de marfil, Estado docente, aprendizaje como vocación, profesiones con su aura de servicio público, orden jerárquico de los saberes; todo eso parece cimbrarse en la tormenta y cede el lugar a innovaciones disruptivas y prácticas emergentes. Aparecen nuevos proveedores, las escuelas se miden en función de insumos y productos, hay retornos privados al aprendizaje, la industria global de la educación superior es empujada (entre otros) por el lucro, y el honor de las profesiones se esfuma frente a las tentaciones mercantiles.
Efectivamente, vivimos el crepúsculo de los viejos ídolos de la educación y del aprendizaje. Aquellos que presidían sobre un bien escaso, de alto prestigio, que confería distinción y estatus. Así se formaban antiguamente los herederos del capital cultural y se preparaban la nobleza de Estado y, más tarde, los gerentes de empresas, según explica un conocido sociólogo francés.
Sin embargo, al despuntar la nueva época todavía no se aclaran los contornos de este siglo que pretende simbolizar una civilización del aprendizaje y la educación. En cambio, ¿qué vemos a nuestro alrededor, entre las sombras que separan un tiempo que termina y otro que apenas se anuncia con sus promesas?
Primero que todo, un orden educativo global caracterizado por profundas brechas. Donde coexisten las magníficas formas de una educación de la mayor excelencia, amplitud y sofisticación junto con las formas abyectas de la miseria educacional, el analfabetismo y la exclusión de los desterrados del conocimiento. Estas desigualdades del saber y el hacer son también desigualdades de poder, heredadas en la cuna y luego proyectadas a sociedades enteras.
Enseguida, una educación y unos aprendizajes que -en muchas partes, según muestran las pruebas internacionales- apenas ofrecen acceso a las letras, los números, el razonamiento, el autocontrol y las capacidades imprescindibles para llevar una vida en libertad y autonomía. Nuestra propia sociedad condena a un porcentaje significativo de sus infantes, niños y jóvenes a una tal subeducación. Esto puede frustrar nuestro desarrollo.
¿Y qué decir de los aprendizajes más densamente humanos, relacionados con las preguntas tolstoyanas de para qué y cómo vivir, con la formación del carácter, la comprensión de lo sagrado y lo bello, y con la capacidad de llevar vidas examinadas como aspiraban los antiguos griegos?
Llámese formación moral, apreciación estética, reflexión filosófica o acceso a las humanidades, todo esto que resulta vital en tiempos de crisis de sentido e incertidumbre, tiende a quedar postergado por una educación que solo busca “estar al día”, se precia de ser pragmática e imita supuestos modelos exitosos.
En el Chile actual, los temas de la promesa, las ventajas y los beneficios de la educación, igual como los viejos moldes empleados por nuestra cultura educacional y las brechas y fallas que exhibe nuestro sistema, aparecen envueltos en una guerra campal de retóricas, mientras la ruda realidad permanece inalterada.
En efecto, nos aferramos a los tópicos que nos dividen y confunden. Pienso en lucro, gratuidad universal, enseñar filosofía o ciencia, medir o no resultados, estatal versus privado, equidad o calidad. A todos ellos dedicamos energía, pasión incluso, manifestaciones en la calle, intensas asambleas, pantalla y radio, opiniones expertas y toda clase de argumentos. Pero el impacto práctico es escaso. Al final del día, las brechas y fallas siguen ahí.
Las encendidas disputas sobre la educación como derecho social, el fortalecimiento de la enseñanza pública, la gratuidad sin calidad, la prioridad en los infantes, el foco en la sala de clase o la centralidad del profesor, no cambian la realidad educacional ni la mejoran. A veces, al contrario, la empeoran.
Pues, así como el discurso global eleva la educación a la cuarta potencia y hace pensar que todas nuestras expectativas penden de ella, del mismo modo nuestra reiterada insistencia en que la educación constituye la “madre de todas las batallas” termina transformándola en un campo de enfrentamiento ideológico. Y la aleja cada vez más del día a día de las escuelas y universidades, nuestros cuatro millones de estudiantes, las políticas del Mineduc y de las necesidades de la sociedad chilena.
Si continuamos por este camino terminaremos al final completamente alienados entre discursos llenos de promesas; frustraciones cada vez mayores frente a las brechas y fallas que no somos capaces de superar e incapaces de aprender y educarnos para el siglo en que vivimos.
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