Un fallo gravemente erróneo
Carlos Peña: “…la decisión del Tribunal Constitucional deforma la índole de la universidad, una institución cuyo principio de legitimidad no debe derivar de la propiedad…”.
O mejor todavía, erróneo.
Y es que la decisión deforma, de algún modo, a la institución universitaria. Ya es suficientemente grave que la decisión cree oportunidades para transgredir lo que la propia ley prohíbe; pero lo más grave de todo es que ella arriesga deformar, hasta lo irreconocible, lo que la ley entiende, conforme a la mejor tradición, por universidad.
Las universidades, tal como se las conoce en la tradición moderna, son instituciones destinadas a la transmisión cultural mediante un único vehículo: el ejercicio de la racionalidad. Este es un rasgo de las universidades que ha sido subrayado desde antiguo; pero que en los inicios de la modernidad se enfatizó especialmente. En una obra escrita ya al final de su vida, y luego de haber experimentado la amarga experiencia de la censura, Kant escribió “El conflicto de las facultades”, una obra que ayuda a inteligir la índole que las universidades están llamadas a poseer en la sociedad moderna.
En ese texto -como en otros previos, v.gr. “La paz perpetua”- Kant sostuvo que lo propio de la universidad derivaba del hecho de que en ella se ejercitaba el uso público de la razón. Por uso público de la razón Kant entendía el empleo de la racionalidad sin otro límite que ella misma, la razón entregada al transcurso de su libre discurrir. Por supuesto, dijo Kant, las universidades también ejercitan un uso privado de la razón, esto es, se empeñan en perseguir objetivos meramente instrumentales, pero al llevar adelante ese empeño son juzgadas, tanto por los miembros de la universidad como por quienes no pertenecen a ella, por el uso público de la razón.
Ese principio del uso público de la razón como guía del trabajo universitario es el que inevitablemente se ve lesionado, al menos en principio, cuando se permite que participen de su control entidades con fines de lucro.
¿Por qué?
Lo que ocurre es que las instituciones con fines de lucro -v.gr. las empresas- tienen como principio de legitimidad de su obrar el dominio o propiedad. Es la relación de dominio o propiedad la que confiere el poder o la autoridad en una institución de esa índole. En una institución con fines de lucro es el dueño, y sus intereses legítimos que se trata de incrementar, aquel cuya voluntad impera.
Justo lo opuesto de la universidad.
Porque en estas últimas instituciones no es la propiedad aquello que confiere legitimidad o lo que obra como fundamento de la decisión, sino, como ya se dijo, la mera racionalidad entregada a sus propias reglas. En una empresa, en cambio, es justo al revés. Es la propiedad la que funda la legitimidad de la decisión y la razón aparece instrumentalmente ordenada a ella.
Ese rasgo que se acaba de subrayar es el que explica que, desde muy antiguo, casi desde sus orígenes, la universidad haya reclamado formas de gobierno que siquiera en parte constituyan una forma de autonomía. Y es que la autonomía, estar sometido a los designios del propio discernimiento, es lo propio del ejercicio racional al que la universidad permanentemente aspira.
Y es esa autonomía en su sentido más propio lo que el Tribunal Constitucional arriesga deformar.
Después de todo, ¿qué podría explicar que una entidad con fines de lucro quiera participar del control de una universidad salvo poner a la universidad a su servicio directo o indirecto, lesionando así su índole más propia?
Si fuera la filantropía el motivo para acceder al trabajo universitario, las donaciones, como por lo demás lo muestra la experiencia chilena, están a disposición, incluso con renuncia fiscal, a quien quiera hacerlas. Si fuera el propósito de introducir modernas técnicas de management en el manejo de las universidades, ello puede hacerse perfectamente sin necesidad de participar del control. Si se tratara, en fin, de promover ideas o propósitos particulares que favorezcan el florecimiento de la empresa, ello contradiría el uso público de la razón que, acabamos de ver, legitima su existencia.
La pregunta queda, pues, en el aire: ¿para qué otro fin, salvo incrementar directa o indirectamente el lucro, es razonable admitir el control de las universidades por parte de instituciones con fines de lucro?
No hay duda.
Una vez que la decisión del legislador fue que las universidades, atendida su índole, fueran instituciones sin fines de lucro, fue perfectamente legítimo disponer que el control no perteneciera siquiera en parte a instituciones que lo persiguen.
En cambio, permitir la situación opuesta -a saber, que el control esté en manos de instituciones con fines de lucro- es transformar, por los motivos que se acaban de señalar, la índole de la universidad torciendo, más allá de lo que el Tribunal Constitucional legítimamente podía hacer, la voluntad del legislador.
Carlos Peña
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