Las elecciones serán (también) un test de nuestras ideologías
Noviembre 15, 2017

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Estamos ante una bifurcación esencial entre una social democracia moderna, tipo Tercera Vía, que al momento se halla en crisis de identidad, por un lado; y por otro, un socialiberalismo que al momento busca su propia definición en el mundo, en un rango que corre entre la utopía postestatal de mercados cibernéticos y un socialiberalismo basado en el privatismo civil, y un Estado que garantiza el orden, la seguridad, las jerarquías y se autolimita en las demás esferas de la sociedad.

José Joaquín Brunner, 15.11.2017

Después de la elección del domingo próximo habrá quedado demostrado que una serie de conjeturas, especulaciones y tesis, con amplia circulación dentro de las élites y la clase ilustrada en general, son nada más que mitos urbanos difundidos a lo largo de los últimos años.

 

1

Por lo pronto, la tesis de los malestares y sus encadenamientos hacia atrás y hacia adelante, como la indignación acumulada y la explosión social, respectivamente. Tesis fundamental en torno a la cual giran la visión de mundo y el programa de la Nueva Mayoría (NM). Sobre ella se cimentó un apresurado y esquemático diagnóstico de la sociedad chilena, distorsionándola hasta volverla irreconocible. En el mejor momento de dicha tesis (el de Norbert Lechner, su inspirador) ella apuntó a un desgarramiento entre la incipiente modernidad capitalista que se instalaba en nuestras ciudades e imaginarios colectivos, y la subjetividad de las personas, tironeada por las contradicciones culturales provocadas por esa revolución capitalista: entre comunidad y contratos, solidaridad moral y solidaridad forzada por la división del trabajo, derechos democráticos e individualismo posesivo; en fin, los ideales de una buena vida y su instrumentación mediante intercambios de mercado.

Igual como Weber, Lechner pensaba que estábamos atrapados entre racionalidades opuestas: de valores sustantivos por un lado y, por el otro, de procedimientos y técnicas eficaces.

Esta tesis sociológica, formulada a fines del siglo pasado, rica en posibilidades de ulterior desarrollo, derivó sin embargo rápidamente hacia un diagnóstico político flagelante sobre la modernización experimentada por la sociedad chilena bajo los sucesivos gobiernos de la Concertación. Se transformó así en un catálogo de malestares subjetivamente percibidos, los que eran captados a nivel de la opinión pública encuestada. A su vez, se atribuyó la causa de dichos malestares a las desigualdades y abusos consustanciales al “modelo”, referido no al desarrollo capitalista que estaba transformando a la sociedad, sino a la sucesión de políticas impulsadas por los gobiernos desde Aylwin-Foxley hasta Bachelet-Velasco.

Sorprendentemente, sin embargo, este diagnóstico asumido por el progresismo autoflagelante, como lo llama la prensa, terminó en un gran y profundo malentendido.

En efecto, postuló que los malestares anclaban en la subjetividad de los sujetos, anidando en rabias e indignación potencialmente explosivas, sin percatarse que en realidad, en la esfera subjetiva personal, se iba instalado una cultura de creciente confianza en los propios medios, expectativas de integración en los mercados y el consumo y demandas por movilidad ascendente, servicios sociales y valores individuales.

Más allá de los límites y desgarros de la revolución capitalista modernizadora se estaba desarrollando, en consecuencia, una cultura mesocrática (antes habríamos dicho pequeño-burguesa), con adhesión a los ideales del privatismo civil (familia, título profesional, consumo) y a una suerte de contractualismo republicano que reclama del Estado orden, seguridad, servicios colectivos, virtud burocrática y arreglos institucionales para provisión eficiente de los medios necesarios para la expansión de la esfera civil privada.

 

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De esta seriamente equivocada interpretación de los malestares siguieron varios otros errores en cascada, como entender las demandas por beneficios educacionales de los jóvenes estudiantes en clave de rebeldía antisistémica. Y no como lo que era, esto es, una reivindicación por ampliar y mejorar —reduciendo su costo privado— las oportunidades de participación en la modernidad capitalista, basada en la acumulación de capital humano certificado y el acceso al status tecno-profesional.

En general, se confundió el deseo colectivo de participar en las oportunidades y riesgos de una sociedad más individualizada, de derechos y beneficios, con la demanda por un cambio de “modelo” y el rechazo al privatismo civil. O sea, se hizo una lectura exactamente al revés de lo que estaba ocurriendo.

Por ejemplo, el progresismo flagelante leyó mal el triunfo electoral de la centroderecha en 2010 y su acceso al gobierno. Creyó que se trataba meramente de un fenómeno transitorio. Y no de una expresión de los cambios que experimentaban la sociedad y la cultura.

La NM representa la culminación de dicho error. Insistiendo —contra toda evidencia— en el diagnóstico de que los malestares representaban un anhelo profundo de cambio de rumbo, un rechazo hacia la individuación y la integración de las personas en el privatismo civil, levantó la ilusión del “otro modelo”.

¿En qué consistía? Dicho brevemente, en la promesa de un capitalismo de Estado (benefactor) con menos presión sobre la competencia y el mérito y con énfasis en un igualitarismo radicalizado mediante la oferta de derechos sociales (universales) garantizados. No se percató de que ni el Estado estaba en condiciones —por pesadez, anacronismo, rigidez, descoordinación, debilidad, etc.— de presidir su propia entronización en el centro de la sociedad (centralizar), ni la economía política y las finanzas fiscales estaban preparadas por asumir una explosiva expansión del gasto público.

Equivocado su diagnóstico, equivocada su tesis estratégica, la NM se embarcó además en una gestión político-administrativa altamente deficitaria, errática, ineficaz, desordenada y contradictoria.

Así, la NM se tensiona al máximo, enredándose en sus propias contradicciones y confusiones. Y se encamina ahora hacia una probable derrota electoral y posterior disolución y desaparición.

 

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La NM será reemplazada en el gobierno, seguramente, por las fuerzas políticas de centroderecha. Es decir, aquellas que ofrecen —desde su propia perspectiva, la cual mezcla ideología empresarial, un cierto conservantismo liberal, motivos de orden jerárquico y seguridad, y un privatismo civil basado en valores de familia, mercados y capital humano— un capitalismo con menor orientación, conducción, coordinación, regulación y evaluación estatales.

Dicho en otras palabras, la conjetura de que la población estaría radicalizada, enojada y frustrada por la multiplicación de malestares, y que la acumulación encadenada hacia atrás de este proceso se proyecta hacia adelante como el inminente riesgo de una explosión social, resultará otra vez severamente refutada y desmentida por la votación popular.

A su turno, las agrupaciones de izquierda con mayor contenido alternativo, promotoras de un nuevo paradigma anti-capitalista (aunque en el seno mismo del capitalismo), reunirán seguramente un apoyo minoritario, pero “interesante”, de primera vuelta; de personas ABC1 en su mayoría, con escasos votantes jóvenes y nulo eco en el estrato más pobre del campo y la ciudad. Quizá como en otras partes del mundo, la nueva izquierda alternativa eche raíces entre segmentos educados de clase media, mientras los trabajadores de clases medias vulnerables y populares votan por la derecha.

En fin, la idea, largamente sostenida de que en Chile existe una mayoría natural, estructural, automática, de izquierdas, también se verá desautorizada por carecer de fundamento empírico. El antiguo tercio nacional-popular, de raigambre obrera, base sindical, inspiración intelectual marxista y admiración soviética, hace rato ha desaparecido, sin posibilidad de retorno. Efectivamente, desaparecieron las bases materiales y culturales, nacionales e internacionales, que le dieron origen.

En su reemplazo —desarrollada a medias dentro de la Concertación— surgió una versión socialdemócrata renovada, moderna, estilo Ricardo Lagos, que ahora se halla amenazada también, sólo que esta vez por una extraña mezcla de pragmatismo burocrático y clientelismo estatista, el que no parece estar creciendo, sin embargo. Por distintos caminos, pudiera ser que el PS, el PPD e incluso el PC, y ciertos segmentes de la DC, se encaminen en esa dirección.

Más a la izquierda, si acaso cabe todavía usar esta nomenclatura, surge una nueva corriente de inspiración antisistémica, rasgos utópicos, ideología posmoderna relativamente híbrida y voluntad de convertirse en élite portadora de un proyecto postcapitalista. Por ahora, su inserción todavía muy acotada en la masa de ciudadanos-consumidores limita su proyección electoral.

De modo que, una vez contados los votos del día domingo, es probable que el cuadro resultante de distribución de fuerzas partidarias, cargos parlamentarios y de posiciones para la competencia del balotaje, aparezca —una vez más— a contramano del equivocado diagnóstico de los malestares, y sobre los efectos y proyecciones de éstos.

No habrá nada parecido al hosco silencio causado por la rabia, con su rictus colectivo de resentimiento y amenaza hacia los delicados mecanismos balanceadores de la democracia. Tampoco parece haber lugar para una proyección del tipo que Umberto Eco habría llamado “apocalíptica”; esto es, que anuncia la irrupción volcánica de esas rabias convertidas en una fuerza de indignación, rechazo y destrucción del orden establecido. No estamos a las puertas de un Palacio de Invierno ni nada que se le parezca.

Más bien, prevalecerá seguramente la coalición del orden, que Eco habría descrito como la alianza de los “integrados”, aquellos con sus propuestas buscan abrir un cauce bien gestionado para avanzar por el camino del privatismo civil, la solidaridad orgánica, la conservación de los valores, y las soluciones técnicas a los problemas públicos.

 

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En favor de su lectura de la situación resultante el 19-N, los “apocalípticos” alegarán que la extendida abstención, así como el voto blanco y nulo, deben interpretarse como una manifestación de rebeldía anómica, reacción agresivo-pasiva, o un gesto de radical malestar subjetivo que los desacopla del actual “modelo” político. Esto es, leerán la reducida participación como una confirmación masiva, quizá mayoritaria, de que los malestares se han impuesto en la subjetividad de las personas, llevándolas a una suerte de huelga de manos caídas frente a las interpelaciones de la democracia y del capitalismo.

Al contrario, los “integrados” dirán que la multitudinaria abstención y los votos en blanco deben entenderse como una señal de cómoda satisfacción, de adhesión tácita y de implícita aprobación de los procesos modernizadores. O sea, precisamente, como una expresión avanzada del privatismo civil que lleva a la población, vieja y joven, a declararse mayoritariamente satisfecha en lo personal, a alabar la educación de sus hijos, manifestarse positivamente contentos con sus condiciones de vida, creer en un futuro mejor, etc.

Como sea que se interprete la extendida abstención, no parece que ella sirva para apoyar una tesis de cambio —menos aún radical— del status quo, puesto que, así como la inercia y el conformismo pasivo favorecen los arreglos existentes (lo dado), por el contrario, el cambio supone un enorme despliegue de energías, salir al frente, enfrentar o sortear obstáculos, oponer resistencia primero y luego superar las tendencias a la reproducción que inevitablemente acompañan al orden establecido.

Mirando más lejos, por tanto, digamos más allá del día siguiente a la elección, e incluso más allá del 17D, lo que viene por delante es cómo se recompone y articula la gobernabilidad post NM. Pues cualquiera sea el resultado, especialmente si —como es probable— se impone la coalición de centroderecha, habrá que crear nuevos arreglos de gobernabilidad. Habrá posiblemente un gobierno Piñera, se supone esta vez más maduro políticamente que el anterior. Un Parlamento más diverso y fragmentado. Un mayor despliegue de distintos caudillismos, en contraste con estructuras partidarias débiles, en especial desde el centro hacia la izquierda.

A su turno la población, en línea con una sociedad capitalista democrática que se halla en crecimiento y en medio de las contradicciones culturales que trae consigo la modernización impulsada por los mercados, el privatismo civil y las expectativas de integración en las oportunidades y beneficios del desarrollo, mantendrá la presión social en torno a sus reivindicaciones “lógicas”, tales como salud, seguridad en sus casas y las calles, previsión social, vivienda, transporte, educación. Todo esto en niveles si no de “buena vida”, según la imagen del idealismo humanista, al menos en el nivel moderno de lo que contemporáneamente el lenguaje de los organismos internacionales ha bautizado como de “decente”.

Alcanzar ese nivel “decente” constituye la coronación práctica de la actual revolución global de las expectativas, sobre la que navegan las naciones capitalistas, en todas las variedades del capitalismo y de sus regímenes políticos (democráticos y no). En Chile, la avanzada democratización del acceso a los servicios públicos producida a partir de 1990 —la mayoría de los cuales son gestionados bajo la forma de un régimen mixto de provisión— elevó los estándares de lo “decente” en todos los ámbitos de la sociedad.

Este es ahora nuestro gran desafío, típico por lo demás de la modernidad capitalista: cómo, mediante qué arreglos de economía política y tipo de Estado y ethos de trabajo, desempeño, rendimiento y mérito, es posible satisfacer esos estándares. La idea de que podría existir una coartada para llegar más rápido a dicha meta, llámese populismo o socialismo siglo 21, ha probado ser falsa y más bien aleja a los países de un desarrollo “decente”.

Las opciones para continuar avanzando son pocas por lo mismo.

En el lenguaje convencional de la política, estamos ante una bifurcación esencial entre una social democracia moderna, tipo Tercera Vía (a fin de cuentas, acaso la Concertación no fue eso?), que al momento se halla en crisis de identidad,  por un lado; y por otro, un socialiberalismo que al momento busca su propia definición en el mundo, en un rango que corre entre la utopía postestatal de mercados cibernéticos y un socialiberalismo basado en el privatismo civil, y un Estado que garantiza el orden, la seguridad, las jerarquías y se autolimita en las demás esferas de la sociedad.

Pero sobre estos temas corresponderá ocuparse una vez que culmine el proceso electoral. Y hayamos hecho el correcto balance de qué conjeturas, especulaciones y tesis deben quedar sepultadas, cuáles sobreviven, pero han sido cuestionadas, y cuáles, entre las emergentes, muestran tener la capacidad de orientar nuestra convivencia y ofrecer gobernabilidad para los tiempos que vienen.

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