Ideales formativos en pugna
“Preparación para el trabajo y cultivo de la propia humanidad: misiones educacionales cuyos propósitos se hallan en tensión y muchas veces se contradicen. ¿Pero no existe acaso una doble misión educacional?…”
En todas las democracias, la educación es un espacio donde chocan, compiten o se sostienen en inestable equilibrio una diversidad de ideas e ideales, valores y visiones de mundo. En Chile se dice que el mayor de estos conflictos es aquel que enfrenta al Estado con los privados, o sea, con la sociedad civil, las familias y las personas.
Sin duda, durante los últimos años de reforma, dicho conflicto adquirió particular intensidad. Pero a diferencia de lo que ocurría antes, cuando colisionaban dos ideologías comprensivas -v.gr., el partido laico y el partido clerical, según la narrativa histórica de Gonzalo Vial-, en la actualidad se trata más bien de una batalla de economía política, en torno a la distribución de costos y beneficios.
En cambio, la querella propiamente educacional es otra; entre la formación de personas cultas, en el sentido de una formación general y un cultivo armónico de las facultades humanas, y la preparación de especialistas para las burocracias públicas y las organizaciones privadas. Hace un siglo, el gran sociólogo alemán Max Weber anticipó que esta oposición sería decisiva para el futuro de las sociedades.
Efectivamente, la formación de personas cultas a través de una educación liberal apunta a la conducción de la propia vida fundada en el conocimiento de las humanidades y el cultivo de la propia humanidad. Significa aprender a vivir una vida examinada. Buscar un desarrollo equilibrado de todas las facultades. El ideal clásico es la formación de hombres (¡así era entonces!) libres en Grecia; el ideal moderno, la Bildung del neohumanismo alemán, combinación de cultura e Ilustración.
En el presente se concibe como formación integral, donde confluyen el conocimiento de las disciplinas fundamentales (sus modos de razonamiento), el desarrollo del carácter y la apreciación estética, y la responsabilidad como ciudadano del mundo. Se trata, por tanto, según señala el propio Weber, de una visión educacional que excluye cualquier elemento considerado “útil” con vistas a la especialidad.
Por el contrario, sostenía él, la preparación del especialista comparte con la burocracia racional una misma preocupación por la norma, la finalidad, el medio y la impersonalidad objetiva. En consecuencia, es un entrenamiento más que un cultivo. Se rige por códigos externos, por el aprendizaje de reglas de acción, know -how , y unos saberes profesionales y técnicos cada vez más minuciosamente formalizados. Es instrucción vocacional, dirigida hacia lo útil, el desempeño y el rendimiento práctico.
En nuestra historia educacional del último siglo, hubo momentos -durante los debates del Centenario, por ejemplo- cuando la discusión entre cultura y especialización técnica adquirió la forma de una soterrada lucha entre licenciados y practicantes, teóricos y hacedores, letrados y trabajadores, cuello y corbata, versus labores manuales. Hoy esa misma diferenciación se reproduce entre títulos universitarios y no-universitarios; entre academia y vocacionalismo, carreras de ciclo largo y ciclos cortos, universidades versus institutos y centros de formación técnica.
La cuestión de fondo tiene que ver, entonces, con el principio formativo más adecuado para las sociedades capitalistas democráticas contemporáneas. ¿Acaso no hay claramente una doble misión educacional -preparación para el trabajo y cultivo de la propia humanidad-, cuyos propósitos se hallan en tensión y muchas veces entran en contradicción?
Una cosa es la capacitación para el trabajo, la empresa, la productividad, la organización burocrática, la producción en masa, los servicios, la atención de clientes y, última ratio , la especialización de la propia persona -su capacidad productivo-laboral, cuerpo y alma- para funcionar como mercancía en el mercado laboral. Esta dimensión recorre todos los niveles de la educación formal; es entrenamiento desde la cuna hasta la tumba. Tal es el precio en formación humana pagado al capitalismo; capital humano orientado hacia lo útil, la operacionalización de sí mismo, el desempeño especializado.
Otra cosa distinta es el cultivo de la propia humanidad por cada uno, mujer u hombre, nacidos como iguales en la moderna esfera de la racionalidad, dignidad y autonomía. Es una Bildung traducida al liberalismo del siglo XXI. En su dimensión individual es emancipación de las redes de subordinación, abuso y explotación, para dar paso a la autoafirmación de sujetos soberanos. En la dimensión social es ciudadanía activa, deliberativa, responsable de la propia autonomía, derechos y obligaciones frente a los demás. Supone, por ende, formación y autocultivo de las capacidades en que se fundan las libertades individuales de los modernos y su autogobierno colectivo en una democracia.
Ambas misiones y procesos educacionales -formales e informales- corren en direcciones distintas; no necesariamente contrarias, pero tampoco espontáneamente convergentes. Unas empujan hacia el máximo rendimiento en un universo performativo, donde cada acción es medida por su utilidad y eficacia, eficiencia de medios, funcionalidad instrumental y la observancia de protocolos y reglas. Las otras se orientan hacia el máximo autoconocimiento y el cultivo de una vida examinada, de constante humanización, expansión de horizontes personales, libre elección de la propia vida y exploración de sentidos en ese espacio cultural que lleva a Hamlet a decir: “Más cosas hay en el cielo y la tierra, Horacio, que las que se sueñan en tu filosofía”.
¿Pueden conciliarse tan disímiles visiones? ¿O estamos condenados a vivir el conflicto de una con la otra?
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