Una de las noticias de la semana es el descenso del paro. Estamos ya en menos de cuatro millones. En cualquier otro país europeo, la cifra de un 17% de paro asustaría. Aquí hablamos de “paro estructural”. Si entramos en detalle, entonces las malas noticias van aguando el entusiasmo inicial. Lo sabemos todos. Es verano y hay más trabajo. Precariedad y alta temporalidad. Bajos salarios con el riesgo de no salir de la miseria aun trabajando y de gastarse la mitad del sueldo o más en el alquiler. Y encima los trabajos que se ofrecen están muchas veces por debajo de la preparación de los aspirantes a obtenerlo. Circulan anécdotas que nos hablan de gentes que cuenta que ocultan sus titulaciones, sus posgrados, para así evitar que los excluyan por “exceso de expectativas”.
¿Qué hay de cierto? Los estudios disponibles de especialistas como Queralt Capsada, de la Universidad Pompeu Fabra, o María Ramos, de la Carlos III, apuntan a que entre un 30 y un 40% de los titulados universitarios consiguieron puestos de trabajo para los que no se requería esa preparación de grado superior. Podemos rápidamente concluir que tenemos demasiados titulados universitarios. O bien, que nuestra oferta de puestos de trabajo que requieren un alto nivel formativo es demasiado baja. Los datos comparativos apuntan a que, si bien estamos en la parte alta de los rankings en lo referente al porcentaje de titulados superiores, ese no es el problema. Ningún país debería estar preocupado por que sus jóvenes puedan alcanzar un buen nivel educativo. El tema es que en el otro extremo tenemos cifras también muy altas de gente que solo tiene estudios obligatorios o que ni ha llegado a alcanzarlos. La comparación va siendo cada vez peor cuando vamos ascendiendo en la escala de edades. Arrastramos los grandes déficits formativos del franquismo y la escandalosa falta de recursos y de atención que ha padecido la educación de adultos. Nos falta gente con estudios postobligatorios que puedan acceder a puestos de trabajo de cualificación media, y por otro lado, mucha de la gente de más de 50 años ocupa posiciones laborales que podrían tener un desarrollo más innovador y aumentar el valor añadido de su esfuerzo, pero no siempre disponen de la formación previa que permita que ese salto sea posible.
La cosa viene de lejos. En los años 90, la cifra de titulados superiores y el número de puestos de trabajo que requerían esa formación era notablemente similar, y rondaba los tres millones. Ahora la cosa se ha desequilibrado espectacularmente. Tenemos cerca de once millones de graduados universitarios y solo seis millones de puestos de trabajo con una descripción que requiera tal formación. Evidentemente, como señalan los estudios mencionados, no todas las titulaciones sufren un mismo nivel de subempleo y conviene tener presente que al final una formación superior acaba generando mayores oportunidades laborales y mejores ingresos. Pero lo cierto es que un porcentaje nada desdeñable de universitarios mantienen esa sobretitulación a lo largo de su trayectoria laboral. Lo cual es, sin duda, un problema no solo individual, sino también social.
Cabe destacar que muchas veces los comentarios más superficiales en relación con este tema apuntan a los jóvenes y a sus familias que siguen insistiendo en estudiar carreras universitarias, cuando constatamos que los trabajos disponibles requieren una formación media o más profesional. Pero quizás deberíamos preguntarnos acerca del perfil de los trabajos que ofrece el mercado. Las cifras publicadas esta semana constatan que el crecimiento del empleo se da en sectores de servicios, especialmente hostelería (más de la mitad del empleo creado en los últimos tres meses) y otros sectores de baja productividad. La población activa repunta levemente, pero sigue siendo un reflejo de nuestra preocupante estructura demográfica. El cambio tecnológico en el que estamos inmersos no requiere reducir nuestra denostada “sobreeducación”, sino reducir la “subocupación”, mejorando la estructura de empleos y recuperando los salarios. La crisis amaina, pero el cambio de época seguirá pasando factura. No volveremos a situaciones como las de principio de siglo. Necesitamos inversión pública en educación e investigación. En proyectos de innovación que permitan aprovechar las capacidades existentes, asegurando que, como dice Mariana Marzuccato, las plusvalías de ese esfuerzo inversor reviertan en el sector público y aseguren dinámicas continuadas de cambio.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UB.
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