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De entre los variados e intensos malestares que nuestra dirigencia política y sus intelectuales orgánicos y tecnopols detectan tan profusamente en la sociedad chilena y la cultura, el más difundido en este momento es, paradojalmente, el malestar con la propia élite política. Es decir, justo aquel que ella no parece percibir o no le gusta incluir en su discurso sobre los malestares.
En los días que corren, sin embargo —y desde hace ya semanas y meses—, su presencia es perfectamente visible: en los titulares de la prensa, las conversaciones de sobremesa, el juicio de los opinólogos, los resultados de las encuestas, los claustros universitarios y la continua evaluación de la política que transmiten las radios y las redes sociales.
En todos esos espacios, donde se forma la esfera pública, hay un ruidoso quejarse de la clase política; una constante reclamación y crítica; un veredicto negativo; unas manifestaciones de menosprecio y rechazo. “Política” y “políticos” han pasado a ser palabras que vehiculizan emociones de disconformidad, sentimientos desfavorables; términos que sirven para emitir señales ofensivas, derogatorias, de condenación.
Diversos hechos ocurridos durante los últimos meses han aumentado la temperatura del malestar con la política. Por lo pronto, la sensación de estar frente a un Gobierno débil, pero conflictivo, incapaz de articular una gobernanza del país. En seguida, una coalición gobernante que va deshilachándose en medio de sus contradicciones y escasa conducción. Y que hace rato dejó atrás cualquiera ilusión. Luego, una carrera presidencial llena de tropiezos, fragmentada y presidida no por ideas y propuestas, sino por el cálculo de posiciones e intereses. Suma y sigue: la defenestración de Ricardo Lagos y, el domingo pasado, la abrupta vuelta de espaldas de la DC a su propia candidata.
En otro ámbito, los erráticos debates legislativos, cada vez más improvisados y huecos de contenido; los equivocados cálculos fiscales y las expectativas artificialmente insufladas; las obras púbicas mal hechas; las decisiones inopinadas. Y, al final, la continua confusión de los temas propios de la polis con asuntos personales o familiares, propios de la esfera íntima o privada.
Las causas y los efectos de este malestar con la esfera política y su personal en cargos superiores e intermedios necesitan ser revisados cuidadosamente. En muchas ocasiones, presagian tormentas.
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Las causas del fenómeno descrito son variadas y no fáciles de desentrañar, pues se mueven a cierta profundidad, fuera del escenario cotidiano de la política.
Por lo pronto, se manifiesta en los partidos políticos —máxima expresión organizada de la moderna esfera pública democrática— una tendencia a la formación de oligarquías que los alejan de su electorado y de la sociedad civil. Como escribió a comienzos del siglo XX uno de los creadores de la sociología política, “la organización [partidista] es la que da origen al dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores. Quien dice organización, dice oligarquía”.
Lo que ha ocurrido últimamente en Chile es que las oligarquías partidarias, sus caudillos y “máquinas” propias —especialmente al interior de la Nueva Mayoría (NM), donde importa más por tratarse de la coalición gobernante—, han quedado desnudas como aquel emperador con su nuevo traje invisible. El PS, el PPD y ahora también la DC, han mostrado literalmente “la hilacha”, como suele decirse. Y, a la vista del público, aparecen deshilachándose.
Por ser el ejemplo más cercano en el tiempo y un proceso todavía en pleno desarrollo, el de la DC resulta quizá por esto mismo el más dramático. Lo notable es la brecha que el partido revela entre su promesa de salir a renovar el espacio político de centroizquierda y su trágica incapacidad de renovación interna, que hace recordar los versos de T. S. Elliot: “Así acaba el mundo/ No con un estallido/ sino con un gemido”. Brecha también entre la responsabilidad asumida y la irresponsabilidad ejercida. Entre las expectativas creadas y la incompetencia de su desempeño. Entre la gravedad pública del momento y su utilización para un duelo de personalidades. Entre las proclamaciones de identidad, doctrina y principios y la cruda transacción de intereses, jefes y sus tribus.
La oligarquización burocrática de los partidos, y su transformación en aparatos de distribución de incumbencias y acceso a la élite política y a sus varios anillos satelitales, es probablemente la principal razón de la desafección masiva respecto de ellos y de la pérdida de su funcionalidad democrática.
En paralelo, sucede que, además, las mismas oligarquías partidistas se hallan a la baja en el mercado del prestigio y la influencia, y han debido pagar un alto precio reputacional a consecuencia de los escándalos —convertidos en el espectáculo de la ciudad— causados por el cortocircuito entre política y negocios, esfera pública y esfera mercantil, ética de servicio y ética del intercambio.
Es cierto que los escándalos envuelven también a un grupo importante de empresas, sus dueños y gerentes. Pero afectan, ante todo, a la política y su personal designado y elegido, pues el imaginario democrático supone que justamente a ellos les corresponde representar al pueblo, resguardar una esfera no-contaminada por el dinero y regular los demás órdenes de vida de la sociedad, incluyendo los mercados.
Hay, sin duda, varias razones más que causan el malestar con la política y los políticos, en las cuales ahora no podemos profundizar. Tales como: las dificultades objetivas que enfrenta la clase política para conducir una sociedad que se ha vuelto incomparablemente más compleja que la existente hace un cuarto de siglo; la ausencia de ideas y propuestas para el nuevo ciclo político, tras completarse el anterior ciclo de democratización y modernización presidido exitosamente por la Concertación de Partidos por la Democracia; la lentitud y los tropiezos experimentados por la nueva generación dirigente, llamada a tomar el mando en la inevitable circulación de las élites, etc.
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Los efectos del malestar con la política y el personal político son también variados y, los más profundos y duraderos entrañan riesgos evidentes.
El primero es el deterioro que se provoca en la gobernabilidad de la sociedad, fenómeno que se ha vuelto visible en Chile desde hace un par de años. No se trata de una crisis de las instituciones, sino de una pérdida de efectividad y legitimidad de la acción política y de los agentes políticos. Basta mirar las encuestas de opinión para entender que se trata de un proceso constante y que se ha ido expandiendo a más y más instituciones y personas de la esfera pública. El Parlamento, los parlamentarios, los partidos políticos y sus directivos, y crecientemente también el Gobierno y su dirección superior, se aproximan al grado cero en la escala de las reputaciones. Pero también pierden puntos, por diferentes razones, los tribunales de justicia, las FF.AA. y Carabineros. Algo similar ocurre con órganos de la esfera económica, como las empresas, bancos, isapres, AFP, compañías eléctricas y sanitarias. Y con organismos de la sociedad civil y la cultura, como las iglesias, los gremios y sindicatos, y también los medios de comunicación.
Esto trae consigo, de inmediato, un daño colateral. Se erosiona la legitimidad de las autoridades públicas y de los órganos de la política y la administración, lo cual resta efectividad a sus decisiones e implementación, retroalimentando el ciclo de la ingobernabilidad y la espiral negativa de expectativas.
El sistema en su conjunto comienza a padecer una crisis de representatividad y se extiende la disociación sociológica entre élites y masas, políticos y ciudadanos, empresarios y consumidores o usuarios. Los mecanismos de intermediación de la democracia pierden respaldo y poder simbólico; el contrato social comienzas desvanecerse; priman los intereses individuales y la vida pública se privatiza; el Estado retrocede en el imaginario de la gente. Incluso podría difundirse una sensación de vacío de conducción, multiplicarse los miedos e incertidumbre, y surgir una reivindicación de que algo —como un nuevo Leviatán— restaure el orden y apague la ansiedad que recorre a las masas.
Cuántas veces en la historia de los últimos siglos el malestar con la clase política —la sensación de que ésta no conduce ya, y que las élites son sordas y ciegas frente a los sentimientos de una difusa amenaza que recorre a la sociedad— ha terminado al borde del precipicio. Con el clamor por un “hombre”, un “jefe”, un “poder”, un “salvador”, una “autoridad fuerte” o un “liderazgo providencial” que libere a la población de los temores, despeje el riesgo e imponga “orden” frente a la ingobernabilidad democrática.
Probablemente nosotros estemos lejos aún de esa encrucijada, pero más próximos, igual, de lo que deberíamos estar. Y, además, encaminados en esa dirección, aunque nadie lo desee abiertamente ni se perciba a veces con claridad.
Mientras tanto, la clase dirigente se deshilacha y deshace en querellas intestinas, guerras de familias, choque de “máquinas”, astucias de caudillos improvisados y transacciones que no pueden mostrarse a la luz del día. Los partidos de la NM devoran a las figuras que dentro de sus filas procuran cambiar el rumbo y marchan, ciegamente, hacia un horizonte que por ahora no se sabe si esconde un abismo o una posibilidad.
José Joaquín Brunner, #ForoLíbero
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