por CARLOS RUIZ SCHNEIDER 3 julio, 2017
El proyecto de ley sobre Universidades estatales recientemente ingresado al Senado, busca responder a la necesidad de reconocer legalmente a las universidades del Estado en lo que constituye su diferencia con proyectos universitarios emanados de grupos privados, legítimos, pero que no están comprometidos necesariamente con los intereses generales de la sociedad y la cultura nacional, como es el caso de las instituciones del Estado.
Este reconocimiento jurídico es, a nuestro juicio, esencial porque las universidades estatales en Chile representan desde su inicio, en 1843, el interés público en la creación de instituciones que expresan, también de una manera necesaria y no ocasional, valores como los de una instrucción superior pública gratuita y sin exclusiones por razones económicas, el pluralismo y la libertad de conciencia.
Sin embargo, el proyecto actual adolece de cuatro debilidades fundamentales.
El primer tema que limita de raíz el alcance de una ley de fortalecimiento de las instituciones estatales, son los artículos sobre financiamiento por gratuidad del Proyecto de Ley sobre Educación Superior (PLES)presentado anteriormente a la Cámara de Diputados.
Esta tradición latinoamericana, distinta de la estadounidense y la europea, expresa desde Córdoba en el año 1918 una demanda profunda de nuestras sociedades por la inserción de la educación superior en los proyectos nacionales de desarrollo económico y cultural y, al mismo tiempo, por la democratización de nuestras élites intelectuales y políticas, a través de instituciones inclusivas y participativas, comprometidas con un ideal de igualdad social.
En efecto, estas disposiciones del PLES entienden al sistema de educación superior como un sistema de provisión mixta, por lo cual se entiende que el Estado debe financiar por igual, por ejemplo, a las universidades estatales y a las universidades privadas, a través del financiamiento a la demanda de los estudiantes de situación socioeconómica precaria. Es algo similar a las subvenciones del sistema escolar, con la diferencia de que, satisfechos algunos requisitos de acreditación, habría también subvención del estado para los estudiantes de universidades como la Universidad de los Andes y la universidad Adolfo Ibáñez, lo que equivaldría a un financiamiento estatal para colegios particulares pagados como el Grange o el Santiago College. Es claro que un Estado neutro de este tipo, que simplemente financia proveedores y focaliza el gasto público en educación superior, significa la mantención del sistema actual de universidades y la puesta en cuestión de la idea de un papel importante del estado en la educación superior a través de las universidad estatales, por lo menos en un sentido muy importante, cual es el financiamiento universal de los estudiantes que postulen a universidades estatales cumpliendo con los requisitos necesarios, como era la norma hasta los decretos de la dictadura. En efecto, hasta ese momento, la educación superior chilena era ciertamente mixta : había, en virtud de la idea de libertad de enseñanza, un conjunto de instituciones de educación superior no estatal, pero eso no significó nunca que el estado financiara la educación superior privada, como sucede ahora.
Y es claro también que una propuesta de este tipo desvirtúa por completo la demanda del movimiento social por la educación de los años 2006 y 2011 que, con la idea de gratuidad de la educación superior y fin al lucro, apuntaba a la desmercantilización de la educación en este tramo y su reconocimiento como derecho social y no a una ampliación de la política de vouchers.
Esto a pesar del financiamiento en base a impuestos progresivos, lo que se da, a veces, como razón para extender la educación superior gratuita a las instituciones privadas, porque sigue aquí pendiente la respuesta a la pregunta de por qué los impuestos de todos deben financiar instituciones con agendas privadas.
Subyace a estas propuestas una opción que es necesario tener clara. La opción es la de mantener este sistema de financiamiento público a las instituciones estatales y privadas existentes y no partir por desmercantilizar la educación superior estatal, cuyas instituciones tienen por sentido profundo garantizar derechos sociales a través de la gratuidad para todos sus estudiantes. Esto supone, claro, un compromiso urgente de crear nuevas instituciones estatales que pudieran permitir en pocos años cubrir, por lo menos, al 50% de la matrícula, con la que una educación superior pública democrática, pluralista y respetuosa de todas las ideas sería de verdad el pilar de la educación superior chilena. En este caso, el carácter mixto del sistema estaría dado por un principio de libertad de enseñanza que hiciera posible instituciones privadas, cuyos estudiantes tuvieran acceso a créditos y becas. En ningún caso una orientación como esta sería más cara que la opción que se tomó. Por lo que se observa que aquí no está en juego una disputa por recursos, sino una decisión política de no dañar los consensos de la transición.
Hay una segunda debilidad fundamental del proyecto, y es el plantearse como un proyecto que norma a las universidades estatales. Con esto, las instituciones de educación técnica estatal quedan postergadas, siendo que son estas instituciones las más afectadas por el modelo privatizador de la dictadura que exacerba las desigualdades y la segregación y por las que muy poco se ha hecho en la transición.
El tercer lastre es la propuesta de gobernanza a través de un Consejo Superior que es la autoridad suprema de la universidad, en la que hay 9 representantes, 5 de ellos externos a la universidad y cuatro representantes de la institución. Esta propuesta de gobernanza, a lo que más se acerca, es a las juntas directivas de las universidades del período dictatorial o a ciertas universidades estadounidenses, sin ninguna relación con la sociedad o la cultura nacional.
Este Consejo Superior significa barrer de un plumazo con toda una larga lucha por acrecentar la participación de la comunidad universitaria en el autogobierno de nuestras casas de estudios y de las que un ejemplo señero fue el Estatuto de nuestra Universidad, vigente desde el año 2006 y que desaparece con esta propuesta. En una columna del diario El Mercurio del 11 de junio del presente, el sociólogo José Joaquín Brunner celebra este modelo, caracterizándolo como algo más a tono con las nuevas concepciones universitarias y subrayando la mayoría de miembros externos en el Consejo Superior. “El proyecto no incluye pues, dice, la idea de gobierno triestamental. Al contrario, refuerza la gestión ejecutiva del rector bajo una autoridad superior que representa a las partes interesadas externas e internas a la organización”. En consonancia con esta gobernanza renovada, el proyecto favorece, piensa Brunner, una gestión institucional más flexible y da a las universidades estatales “las facultades necesarias para administrar un modelo de negocios y comercialización de conocimiento que les permita generar excedentes, un rasgo distintivo de las organizaciones emprendedoras”.
Creemos que estos comentarios de Brunner, un intelectual profundamente hostil a una educación superior estatal y a una comunidad universitaria participativa, favorable a una universidad empresarial, crítico, además, de las iniciativas del actual gobierno, deben ponernos sobre alerta respecto de los contenidos del proyecto. Un proyecto que no recoge nada de las luchas democratizadoras de los últimos años, especialmente en las universidades del Estado y que tampoco reflexiona sobre las amenazas que implica la globalización para la funcionalización del conocimiento a la producción y sobre la pérdida del contenido crítico de éste.
La cuarta debilidad es la precarización de la condición laboral de funcionarios y académicos, eliminando la norma que limitaba el porcentaje de personal a contrata y los honorarios en las instituciones estatales. Hay un profundo sentido de comunidad en los miembros de la universidad que se pierde con estas modificaciones.
Pero más allá de estas debilidades y vacíos fundamentales, el proyecto de ley desconoce el sentido y el horizonte que marca la historia pasada y presente de las demandas de los académicos, funcionarios y estudiantes de las universidades públicas en Chile. Promueve un modelo de universidad estatal completamente ajeno a la tradición cultural republicana y democrática que, con enormes dificultades y a contrapelo de los gobiernos de la transición, se ha ido reconstruyendo en nuestro país.
Esta tradición latinoamericana, distinta de la estadounidense y la europea, expresa desde Córdoba en el año 1918 una demanda profunda de nuestras sociedades por la inserción de la educación superior en los proyectos nacionales de desarrollo económico y cultural y, al mismo tiempo, por la democratización de nuestras élites intelectuales y políticas, a través de instituciones inclusivas y participativas, comprometidas con un ideal de igualdad social.
Esta tradición nos exige hoy no sólo defender las instituciones del Estado sino también revertir las tendencias que desde el interior las han ido privatizando cada vez más, como consecuencia de una privatización y empresarialización del mismo Estado, para transformarlas en una educación superior al servicio del interés general, como lo quiso el espíritu republicano que las hizo nacer.
Requerimos de ellas una contribución a la formación de ciudadanos y ciudadanas activos, para una democracia inclusiva y participativa, del desarrollo de una reflexión estratégica para el país que guíe la formación profesional : Domeyko hablaba, por ejemplo, de la necesidad del Estado de formar ingenieros “civiles” para las obras públicas, e ingenieros “privados” para la industria, y de una formación técnica y tecnológica que apunte a desarrollar la mejor investigación técnica y tecnológica orientada por nuestras necesidades y no las de la transnacionales. Por último, necesitamos también de instituciones que encaren sin prejuicios ideológicos los problemas reales del país, como las desigualdades sociales y la discriminación ligada al género y la cultura.
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