Universidades y Estado: contrato social incierto
“Una vez más, como ha ocurrido en su prolongada historia, las universidades tendrán que sortear por su cuenta las turbulencias del entorno, convivir con una mala política y truncar o postergar sus propios proyectos…”
Desde sus orígenes medievales, a lo largo de los siglos, las universidades han tenido que protegerse frente a las indebidas intervenciones del poder político. Han defendido su autonomía de gobierno, la libertad académica de sus miembros, la autorregulación de sus asuntos institucionales y el derecho a recibir recursos de la hacienda pública. En medio de las peripecias de su extenso viaje por la historia -diferentes épocas y territorios del mundo-, las universidades sobrevivieron y lograron convertirse en organizaciones esenciales de la modernidad.
Para esto debieron sortear la voluntad de soberanos caprichosos y violentos, escapar de guerras y pestes, adentrarse en culturas diversas, recorrer grandes distancias, soportar ciclos económicos de abundancia y extrema pobreza, convivir con regímenes despóticos e inquisiciones y atravesar una maraña de políticas mal concebidas y aplicadas atrabiliariamente.
Desde que emergió la figura del Estado moderno, con su aparato burocrático, monopolio sobre la coacción, disposición del tesoro público, representación de la nación y capacidad de decidir e implementar políticas, las universidades estuvieron forzadas a definirse frente a él.
¿Cómo podían mantener en las nuevas circunstancias su tradicional independencia del poder? Y a este efecto, ¿qué garantías necesitaban exigir? ¿Cuál esquema de financiamiento con fondos públicos convenía adoptar? ¿Cuántas regulaciones externas de su autorregulación interna podían aceptar? ¿Quiénes debían gobernar a las organizaciones académicas? ¿Y qué servicios debían estas prestar a la autoridad?
Los arreglos creados para instituir un contrato social entre el Estado moderno y la universidad han sido muy diversos. Kant aspiraba a una universidad donde la filosofía pudiera decir públicamente la verdad al poder. Napoleón, en cambio, creó la universidad imperial para educar desde el Estado a la nación, modelo que las élites ilustradas latinoamericanas importaron al momento de la fundación de sus repúblicas. Von Humboldt, Guillermo y su generación de funcionarios prusianos esclarecidos dieron origen a un “Estado cultural” que debía asegurar a las universidades el derecho a aislarse del tráfico humano y el comercio para dedicarse a investigar, crear ciencia y dar una formación humanista integral a las futuras generaciones.
De este modo, la historia fue generando, con inagotable imaginación, siempre renovados arreglos que permitían a las universidades y los estados adaptar su relación a las cambiantes circunstancias del entorno. En las antípodas de Kant, Martin Heidegger, el filósofo alemán del siglo XX, proclamó el servicio de la universidad humboldtiana al Führer, en cuya trayectoria debían fundirse la verdad, la fuerza y el destino del imperio germano. Los regímenes totalitarios y autoritarios, por su parte, intervinieron desde el poder a las universidades, imponiéndoles un estrecho control y completa subordinación.
En contraposición a los contratos forzosos, impuestos a las universidades por poderes que ejercían dominio, pero despreciaban la razón, surgieron modelos que recusaban ese vínculo, bajo la forma de universidades comprometidas, revolucionarias, populares, de resistencia, emancipatorias, anticoloniales y de liberación nacional. En América Latina, la universidad militante, como la llamó Medina Echavarría, dio expresión a ese movimiento.
Solo las democracias han buscado establecer contratos auténticos, con derechos y responsabilidades recíprocas, estatutos de autonomía y accountability , amplia libertad académica junto con el compromiso del servicio público, y con esquemas de financiamiento compartido.
También en Chile hemos conocido una variedad de estas figuras contractuales: desde la universidad de Bello cofundadora del Estado e ilustradora de las élites, pasando por la universidad vigilada que denunció Jorge Millas y por universidades privadas de vocación pública -confesionales y laicas- creadas a la sombra del Estado, hasta el contrato vigente a partir de 1990, que fue estableciéndose entre un Estado regulador y evaluativo y un sistema de provisión mixta con una dilatada diversidad de instituciones autogobernadas.
Desde un tiempo a esta parte, sin embargo, este último contrato, comenzó a ser abandonado en favor de una reforma paradigmática. En efecto, el actual gobierno de la Presidenta Bachelet anunció su reemplazo y de ahí en adelante, por más de tres años, de manera contradictoria y zigzagueante, con marchas y contramarchas, ha intentado plantear un nuevo contrato.
Es extensamente compartido -aunque por razones bien distintas en cada caso- que el diseño propuesto es negativo para la educación superior, dañino para las instituciones y contrario a las expectativas de académicos, estudiantes y la mayoría de la población.
Sin embargo, el gobierno insiste en llevar adelante este proyecto. Por su lado, como se vio en días recientes, el Parlamento (o una cámara de este) no parece interesado en revisarlo a fondo. De modo que una vez más, como en tantos otros momentos de su prolongada historia, las universidades tendrán que sortear por su cuenta las turbulencias del entorno en que se desenvuelven, convivir con una mala política y truncar o postergar sus propios proyectos.
Si fueran fieles a su misión y tradiciones, deberían además decir públicamente la verdad al poder sobre un contrato que, de imponerse, tendrá perjudiciales efectos para nuestra educación superior.
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