por ROBERTO ACEITUNO 3 julio, 2017
Con fecha 29 de octubre del 2015, el Contador General de la República dejó sin efecto la resolución exenta N°277 del año 2011 del Fondo Nacional de Salud (FONASA), donde se indicaba que la Comisión Nacional de Acreditación de Psicólogos Clínicos (en adelante, CONAPC), al alero del Colegio de Psicólogos, tenía la potestad de acreditar la especialidad de psicología clínica y psicoterapia. La razón para dejar sin efecto tal resolución fue que la Psicología no tenía, hasta el momento y como lo exige la ley de salud, reconocimiento legal de especialidades y subespecialidades. Por tanto, no procedía exigir la atestación de ningún ente acreditador de especialidad, ni menos aún limitar en virtud de ello el ejercicio de la profesión, si ésta legalmente no tenía existencia. Evidentemente, esta particular coyuntura abre diversas aristas de interés público.
Durante más de 20 años, la CONAPC estableció criterios exigibles para otorgar la acreditación profesional de psicólogos egresados de universidades públicas y privadas para el ejercicio de la psicoterapia. Entre ellos se contaba la realización de un cierto numero de horas dedicadas a: a) cursos teórico-prácticos; b) atención clínica comprobable; c) supervisión del ejercicio clínico (con psicólogos/as más experimentados, los cuales debían estar, a su vez, acreditados por la misma comisión); y d) psicoterapia personal o autoconocimiento, en modalidad grupal o individual. Pero, curiosamente, a las mencionadas disposiciones se agregaba además la exigencia de afiliación exclusiva a una sociedad científica específica –la Sociedad Chilena de Psicología Clínica–, así como a la asociación gremial correspondiente –el Colegio de Psicólogos–, donde los pagos por concepto de membresía (y mantención obligatoria de la misma) se sumaban a los nada exiguos costos de la acreditación en cuanto tal.
El tema es de fondo porque expresa, en un ámbito específico (que podría extenderse hacia otras disciplinas y a otros ejercicios profesionales), las consecuencias de un modelo –que de modelo nada tiene– en virtud del cual se construye mercado y se alimentan intereses privados ahí donde la susodicha acreditación debería ser el resultado (y no el punto de partida) de programas de formación legitimados institucionalmente y no por un simple juego de intereses particulares de quienes ven en esta realidad una oportunidad de negocio.
Originalmente, el reconocimiento dado por la CONAPC era estrictamente individual, en función de la trayectoria, los méritos y las condiciones demostradas por el profesional. No obstante, progresivamente el sistema también comenzó a otorgar “acreditación” tanto a programas universitarios (de postítulo o de Magister, entre otros) o de especialización profesional (impartidos por institutos privados de diversas orientaciones clínicas) como a formaciones “tutoriales” ofrecidas por un supervisor o un grupo de ellos. En consecuencia, distintas iniciativas “acreditadas” comenzaron a ofrecer, a quienes podían cancelar sus aranceles (además del pago de las cuotas de afiliado antes mencionadas), el derecho de obtener la acreditación y, así, competir con mejores condiciones en el mercado laboral; mientras que, a su vez, diversos concursos públicos y privados decidieron, desde entonces, exigir la acreditación de la CONAPC como condición para acceder a cargos en organismos o instituciones concernidas por la salud mental, sin reparar en que la certificación de programas de estudios es, según la ley, de exclusiva facultad del Ministerio de Educación y, para ciertos dominios, del Ministerio de Salud.
De este modo, algunas formaciones pudieron exhibir el label CONAPC correspondiente y, por consiguiente, publicitar en su oferta académica el bonus trackde la acreditación asegurada a su egreso. Lo anterior siempre y cuando el psicólogo o la psicóloga acreditado o acreditada no dejase de pertenecer (pago de cuotas mediante) ni a la Sociedad ni al Colegio, pues de lo contrario su acreditación se anulaba. Es decir, una lógica aplicada, en principio, a partir de la consideración de méritos y condiciones profesionales podía ser, luego, suspendida o postergada indefinidamente en virtud de razones por entero diferentes.
Sin duda, podría parecer evidente la legitimidad e, incluso, la necesidad de propósitos interesados en resguardar estándares al menos suficientes para el ejercicio de prácticas que, referidas al sufrimiento de las personas, resultan especialmente sensibles. Más aún si, por efecto de las transformaciones curriculares de los años 90, las reducciones de la duración del pregrado en psicología (de 6,5 a 5 años) han tenido un especial impacto en el deterioro de la formación clínica. De hecho, incluso más si se considera la creciente cobertura de la matricula en carreras de psicología que, mediante privatización, ha redundado en una desregulación masiva del sistema de enseñanza superior en su conjunto. Sin embargo, estas aparentes buenas intenciones han conducido a mercantilizar el mismo propósito, así como a implantar lógicas discriminatorias respecto de profesionales que, habiendo realizado una formación académica exhaustiva y por el simple hecho de no poder o no querer alimentar las arcas de sociedades, comisiones u organismos auto-proclamados garantes de dicha formación, quedan fuera de una acreditación progresivamente transformada en un producto más del mercadeo y de los intereses privados. En efecto, por mencionar sólo un ejemplo, Programas de Magister en Psicología Clínica, que a su vez han dado continuidad a una formación profesional rigurosa de cinco años o más, no han recibido el menor beneplácito de la Comisión (CONAPC) a partir de criterios auto-engendrados con nula participación de la institucionalidad pública (a diferencia de lo que ocurre, al menos parcialmente, en la certificación de especialidades médicas).
Así, nuevamente, iniciativas privadas, regidas por el mercado y el lucro han tomado el lugar que debía haber sido alojado en instancias de interés común y con garantías de fe pública. Una vez más, la reducción de bienes sociales a bienes de consumo ha vuelto a decidir sobre una actividad de interés nacional, toda vez que la salud mental en Chile requiere de una formación acorde a su relevancia pública y a su pertinencia para la población chilena en su conjunto.
Otro ejemplo paradigmático: estudiantes de la Universidad de Chile, que en muchos casos han realizado dos años adicionales de formación en Programas de Magister, han quedado en inferioridad de condiciones para esta “competencia”, no sólo por la resistencia a ser cómplices de un proceder a todas luces viciado, sino también por la negativa a pagar “campos clínicos” (incluso, públicos) para prácticas profesionales, los cuales han sido literalmente comprados por instituciones privadas que, profitando del sistema neoliberal vigente, albergan programas “acreditados” donde se oferta el alcance de aquel derecho.
El tema es de fondo porque expresa, en un ámbito especifico (que podría extenderse hacia otras disciplinas y a otros ejercicios profesionales), las consecuencias de un modelo –que de modelo nada tiene– en virtud del cual se construye mercado y se alimentan intereses privados ahí donde la susodicha acreditación debería ser el resultado (y no el punto de partida) de programas de formación legitimados institucionalmente y no por un simple juego de intereses particulares de quienes ven en esta realidad una oportunidad de negocio.
Hoy en día la CONAPC se encuentra en crisis. Buena noticia, podría pensarse. Pero como el sistema sigue funcionando incólume en nuestro país, ya se avizoran nuevos intereses para constituir otra comisión, esta vez de “supervisores”, mediante la cual se “acredite” la formación en psicología clínica y en psicoterapia.
Es el momento de poner fin a esta voracidad mercantil y de que la institucionalidad haga su trabajo. La institucionalidad académica, por cierto, pero también aquella del Ministerio de Salud o de otras reparticiones del Estado. Es el momento de denunciar estas malas prácticas que se nutren de un sistema que, promoviendo con exclusividad la iniciativa privada, termina por sacrificar la formación profesional en su conjunto, así como la ética que necesariamente le corresponde. Es, evidentemente, la oportunidad para que la opinión publica conozca sobre la perversión a la que ha llegado el “modelo”, así como el momento para que las Universidades –acreditadas por sus practicas y su complejidad– asuman la tarea de limpiar y de regular este sistema de relevancia sustantiva tanto para las personas –los profesionales y los “pacientes”– como para la salud mental en Chile.
La acreditación o certificación de competencias para el ejercicio profesional debería estar basada, en primer lugar, en las condiciones adquiridas en carreras de pregrado y en programas de posgrado o postítulo debidamente acreditados por instancias legal y legítimamente pertinentes, lo cual ocurre en una proporción muy menor del conjunto del sistema. Incluso para aquellos y aquellas egresados y egresadas que, en la eventualidad, no hayan recibido una formación idónea –por ejemplo, sin practicas profesionales en pregrado, sin memorias u otros requisitos mínimos de titulación– el sistema de educación superior debería proveer, en alianza política con instituciones públicas, de planes de especialización debidamente reconocidos, de calidad y pertinencia para las necesidades de los servicios de salud mental nacionales.
Todavía estamos a tiempo para corregir los vicios de un sistema que, al alero y en complicidad con un “modelo” que amplió sin regulación alguna la cobertura de acceso a la educación superior, se ha aplicado abusiva e irreflexivamente por tantos años y sin los indispensables resguardos de calidad y complejidad exigibles a sus instituciones. Pero, sobre todo, todavía estamos a tiempo para evitar que una nueva iniciativa de “emprendimiento” por parte de psicólogos y psicólogas, autodeclarados supervisores “acreditados” (¿por quien? ¿por quienes?), tome el lugar que le corresponde asumir a las instituciones formadoras. La discusión está abierta… es tiempo de hacerse realmente cargo de ella.
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