BLOG DE MANUEL AGOSIN. ES DECANO DE LA FACULTAD DE ECONOMÍA Y NEGOCIOS U. DE CHILE
Manuel Agosin, Decano de la Facultad de Economía y Negocios U. de Chile
Gratuidad y calidad
ESTÁ CLARO que la gratuidad no garantiza calidad. La educación, particularmente la universitaria, es cara. Las universidades que han avanzado en calidad lo han hecho hasta el momento a través del cobro de aranceles que cubren sus costos reales y la gestión adecuada de los recursos. Al eliminarse el cobro de aranceles, se deja la provisión de recursos en manos del gobierno de turno, que pasa a ser el que fija precios de transferencia por alumno y cupos que puede ofrecer cada carrera.
Ya las universidades acogidas a la gratuidad limitada a estudiantes provenientes de los hogares que están en el 50% más pobre han comenzado a experimentar dificultades financieras. Ahora, con el anuncio de la gratuidad a estudiantes del 60% más pobre, la situación se complejiza. Una razón es que dichos alumnos en la actualidad gozan de una beca por el arancel regulado y deben asumir la diferencia entre el arancel cobrado y el arancel regulado, generalmente a través de préstamos subsidiados. Desde 2018 en adelante el Estado pagará por ellos solo el arancel regulado, que en mi universidad es entre la mitad y dos tercios del arancel cobrado.
Asimismo, en una universidad altamente selectiva como la nuestra, los estudiantes tienden a concentrarse en los deciles más ricos de la población, quienes en una alta proporción tienen los puntajes de entrada más elevados. Es así como los estudiantes provenientes de los deciles de más altos ingresos están muy sobre representados. Por ejemplo, los estudiantes provenientes del 20% más rico de la población representan entre 40 y 50% del estudiantado, dependiendo de la facultad. Entonces, a medida que la gratuidad avanza, mayor es el impacto financiero adverso sobre los planteles.
Si llegáramos a la gratuidad universal, podría darse la paradoja que las universidades en gratuidad no tendrán los recursos que necesitan para ofrecer educación de calidad y se irán quedando con estudiantes que no puedan pagar, mientras que aquellos que sí pueden emigrarán a instituciones privadas sin fines de lucro no acogidas a la gratuidad, que sí tendrán los recursos para atraer a los mejores académicos.
Otro peligro que no se ha tenido en cuenta es el posible impacto de la gratuidad universal sobre la autonomía de las universidades acogidas. Por una parte, está la dependencia financiera del gobierno de turno, lo que podría atarlas de manos para contratar y mantener a buenos académicos. Segundo, gobernantes con agendas específicas podrán tratar de imponérselas a las universidades como condición para entregarles financiamiento.
¿Podemos combinar el objetivo que se persigue con la gratuidad con la preocupación por la calidad? Desde luego, pero con pragmatismo, dejando de lado la ideología. Por ejemplo, restringir la gratuidad a estudiantes del 60% más pobre y, para las familias no tan pobres, ofrecer una combinación de ayudas parciales y créditos contingentes al ingreso, con bajas (o cero) tasas de interés y un máximo de cuotas. Si esto suena a “subsidios a la demanda” combinados con el CAE reformado, es intencional.
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