Desigualdad en Chile: Dura de matar
Este es un libro que va a dar que hablar, sobre todo, en temporada de elecciones. Después de años de investigación el PNUD presenta el miércoles Desiguales: orígenes, cambios y desafíos de la brecha social en Chile, el análisis más amplio que se ha hecho sobre el tema. El trabajo parte del diagnóstico, no compartido por todos los sectores, de que la brecha que existe en el país es injusta y amenaza su desarrollo y estabilidad, y no se concentra solo en las cifras, sino que indaga en cómo influye en la vida cotidiana de las personas la desigualdad económica y social. Uno de sus principales hallazgos es que los encuestados de menores recursos son más tolerantes a las diferencias de ingreso u oportunidades que a los malos tratos basados en la condición social. Para abrir la discusión adelantamos algunos de sus datos y conclusiones.
Sello de origen
La asimetría en la distribución del capital y la influencia existe en este territorio desde antes de que Chile fuera Chile, plantea este trabajo liderado por el economista Osvaldo Larrañaga junto al sociólogo Raimundo Frei y el ingeniero y sociólogo Matías Cociña, investigadores del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). El libro, en el que también trabajaron la economista Denise Falk, su par Rodrigo Herrera y el sociólogo Vicente Silva, reúne estudios existentes, presenta otros nuevas e incluye encuestas y entrevistas para explorar el fenómeno de la desigualdad desde distintas perspectivas. Además usa un lenguaje preciso, pero no especializado, porque aspira a ser de consulta general y no sólo para técnicos.
Entre sus capítulos incluye una revisión histórica que sostiene que el “pecado original”, por llamarlo de alguna manera, en Chile es la asignación de tierras que se realizó en la colonia a españoles y sus descendientes blancos y dio origen a la clase alta chilena, y a una estructura social que se perpetuó a través de la hacienda, la cual dividió a la sociedad en patrones, empleados, inquilinos y peones con diferencias de recursos y poder muy significativas. Desde entonces la brecha de ingresos ha oscilado en distintos momentos, pero a la larga se ha mantenido bastante estable desde mediados del siglo XIX, dice el texto.
Eso significa que hoy Chile es un país desigual, en una región, Latinoamérica, que sólo es superada por África en esta característica. La buena noticia es que la desigualdad de ingresos se ha reducido en las última dos décadas de acuerdo a los principales indicadores que se utilizan para medirla (coeficiente de Gini, el indicador de Palma, la razón de quintiles), fundamentalmente, explica el libro, como consecuencia del alto crecimiento que experimentaron los sueldos más bajos. Pese a eso, en amplios segmentos de la población existe la percepción de que la brecha no se acorta y este tema ha adquirido creciente relevancia en la política y las encuestas.
Hay autores como el economista Claudio Sapelli, que dicen que las brechas salariales continuarán reduciéndose, ya que en las generaciones más jóvenes hay una menor desigualdad de educación. El PNUD es menos optimista y sostiene que se necesitan medidas más profundas ya que no está claro si el sistema productivo puede absorber a todos los profesionales en el mercado, al tiempo que los cambios tecnológicos y la automatización de procesos también son una amenaza para el empleo.
Mundos paralelos
Entre 1990 y 2015 los salarios reales crecieron en promedio un 120 por ciento, y el mayor incremento fue en los más bajos. No obstante, siguen siendo insuficientes para cubrir las necesidades de muchas personas. De acuerdo al libro, en 2015 la mitad de los trabajadores chilenos (empleados 32 horas semanales o más) tenían un sueldo bajo, entendido como aquel que no le permite a alguien mantener a una familia promedio sobre la línea de la pobreza, que en ese año correspondía a 343 mil pesos. Los más afectados son los jóvenes de entre 18 y 25, las mujeres y las personas con educación escolar incompleta. De acuerdo con los investigadores, eso implica que si la cifra de pobreza (11,7 %) no es más alta es porque en la mayoría de los hogares tiende a vivir más de una persona que trabaja.
En ese contexto, no sorprende que cerca del 70 por ciento de los trabajadores de sectores populares diga que considera que gana menos o mucho menos de lo que merece. El 58 por ciento de los de clase media contesta lo mismo y en promedio las personas aseguran que los salarios de las ocupaciones de menores ingresos deberían aumentar en un 60 por ciento y las de los gerentes y políticos bajar en 30 y 75 por ciento, respectivamente.
Según el estudio, los bajos sueldos son una de las consecuencias más complejas de la desigualdad en Chile, “el sentimiento de exclusión de parte de la población con respecto al desarrollo del país”. Y sigue: “Si el trabajo no aporta reconocimiento, resulta inefectivo como mecanismo de movilidad social, no constituye un espacio de aprendizaje y perfeccionamiento, no permite solventar las necesidades básicas y menos construir proyectos a largo plazo, como el financiamiento de la vivienda propia o la educación de los hijos, la inserción laboral pierde sentido”.
No todos los ingresos son bajos: un rasgo central de Chile es que parte del ingreso del país se concentra arriba, en el 1 por ciento más rico, que en Chile capta el 33 por ciento de lo que genera la economía. Si todavía se acerca más la lupa, plantea el libro, el 0,1 por ciento más rico se lleva el 19,5 por ciento de lo que genera el país y el piso de entrada a ese segmento son 17 millones mensuales después de impuestos, mientras que el ingreso promedio de ese 0,1 por ciento es de 111 millones. Eso no significa, dicen los autores, que esas personas reciban ese monto líquido cada mes, “sino que algunas de ellas en el tope del segmento son propietarias o socias de las mayores empresas del país y obtienen utilidades muy altas, que elevan el promedio”.
De acuerdo con la investigación, parte de esas grandes diferencias entre uno y otro extremo tienen que ver con que en Chile hay dos realidades laborales paralelas: una formada por compañías de alta productividad, con trabajadores con estudios y empleos más estables y otro grupo de empresas poco eficientes, con trabajadores no calificados y que ganan poco, en el que los empleos duran ocho meses en promedio, en el caso de los hombres, y 11 ,en el de las mujeres, lo que impide planificar y proyectar a futuro.
De este modo, la desigualdad en el país es una de las más elevadas de los países OCDE o si se prefiere comparar con el barrio, está en el lugar medio alto en el contexto latinoamericano.
Las propias uñas
No es muy habitual que los estudios académicos en esta área incluyan historias personales y adopten un tono más íntimo, pero el libro lo hace para tratar de responder cómo es vivir en una sociedad desigual desde la experiencia cotidiana. Para ello dividió a la sociedad en clases bajas, medias bajas, medias, medias altas y altas, y se realizaron entrevistas en profundidad con integrantes de cada una en Santiago, Concepción y Valparaíso. También se organizaron ocho grupos de discusión que complementaron los datos de la encuesta PNUD-DES 2016.
En muchos casos, cuando la gente comparó su vida con su infancia y la de sus padres o las generaciones anteriores, el relato predominante fue el del cambio y el progreso. En esa comparación con el pasado aparece que el país ha experimentado avances en infraestructura, acceso a bienes y reducción de la pobreza, entre otros aspectos, que se traducen en que al comparar su posición actual con la de sus hogares en el pasado, el 46 por ciento habla de alguna mejora.
La mayoría de las personas no atribuyen sus avances a las transferencias del Estado, las mejoras globales ni al esfuerzo colectivo, sino que a su capacidad de arreglárselas solos. El mérito propio es el responsable. “La imagen del esfuerzo individual es siempre clave en las narrativas biográficas: es el gran motor de las trayectorias de vida, lo que explica haber dejado atrás la pobreza o incluso la miseria”, dice el libro y continúa después explicando que “en las clases bajas es la imagen de la lucha personal que permite surgir frente a la adversidad del entorno y a la posibilidad de perderse en la calle, en las drogas, en la delincuencia. En las clases medias bajas, sintetiza la lucha por mantener la posición social ante dificultades o tragedias biográficas (despidos, enfermedades, crisis familiares) que amenazan con desbaratar lo construido. En las clases medias, es la capacidad individual de emprender, tomar riegos y mantenerse a flote, asumiendo los costos simbólicos y de recursos que ha significado desplazarse en la escala social”.
La sensación de haber mejorado con respecto al pasado está acompañada por la angustia que muchas veces produce el presente, o aún más el futuro, ya sea por la dificultad para mejorar más, lo suficiente para estar tranquilo, o sostener la posición alcanzada. “Tener una buena educación o un buen salario, trabajar lo justo y necesario, vivir en un barrio seguro, sentirse tratado en forma digna, sentir seguridad por el futuro personal o de los hijos son evaluaciones en que la mayoría no se reconoce”.
Ese sentimiento se da incluso en segmentos de las clases medias altas. Pese a que desde afuera son vistas como si tuvieran todo resuelto, los profesionales de primera generación que han ascendido socialmente y que pertenecen a ese grupo también viven con la preocupación de perder lo que han logrado: tener sus necesidades materiales resueltas y poder darse gustos, mandar a sus hijos a colegios particulares y atenderse en el sistema privado de salud. Las personas que en la investigación son menos proclives a ese sentimiento son las de la llamada clase alta tradicional. Parecen mucho más confiados de la estabilidad de su posición y por eso su fuente de temor es externo y apunta al curso que tome el país: les preocupa que se pierda el rumbo de la economía, “los valores”, el respeto, porque eso sí puede desestabilizarlos.
En el contexto de la alta valoración que tiene el esfuerzo individual, el libro destaca dos aspectos: uno es la aparición de una fuerte crítica que se hace dirigida a los grupos más altos, que se considera que viven de sus privilegios. Un dato de la encuesta PNUD-DES 2016 es revelador: mientras el 93 por ciento cree que la clase media corresponde a gente de esfuerzo, el 38 por ciento dice lo mismo de las personas de la clase alta. Por otro lado, los autores también plantean que la tesis de que todo progreso tiene una causa individual puede llevar a “algunos a creer que si las personas salen adelante sólo gracias a su esfuerzo, aquellos que no lo han hecho es por flojera o falta de iniciativa”, opinión que si bien no es la dominante, sí aparece en entrevistas y grupos de discusión.
Trátame suavemente
“Te miran con desprecio, o te miran como a un delincuente”, dice un entrevistado para esta investigación. El libro dedica un extenso capítulo al trato diferenciado que la gente percibe que recibe en función de su posición social, uno de los temas menos estudiados de las desigualdades socioeconómicas. Ahí aparece uno de sus hallazgos principales: que los malos tratos en Chile son uno de los rasgos de la desigualdad que les resultan más intolerables a las personas.
Según la encuesta PNUD-DES 2016, el 41 por ciento de la población reporta que en el último año ha vivido situaciones como ser pasado a llevar, ofendido, mirado en menos, discriminado o violentado. “La experiencia de sentirse tratado injustamente no se distribuye al azar”, dice el libro, ya que mientras un tercio del segmento alto reporta alguna experiencia de este tipo, la mitad de las personas de clases bajas dicen haber vivido lo mismo. No hay diferencias significativas, en cambio, en la probabilidad de ser maltratado entre hombres y mujeres (42 vs. 39 por ciento, respectivamente), pero mientras ellas perciben que cuando estos ocurren se deben tanto a su condición de mujer como a su clase social, en el caso de los hombres el género no es una razón que explique el menoscabo o la falta de respeto.
Los principales lugares donde se experimentan estas situaciones son el trabajo y la calle. Aquí, dice el libro, se manifiesta la segregación de la ciudad, que difícilmente puede concebirse como un espacio público común y de acceso igualitario. Las calles y los barrios no son neutros, sino “territorios”, y todos los grupos evalúan constantemente si pertenecen al lugar, lo que determina si pueden andar tranquilos o no. Recorrer la ciudad no es sólo desplazarse físicamente, sino que socialmente.
En cuanto a las razones a las que atribuyen el menoscabo, la más mencionada es la clase social (41 por ciento), seguida de otras relacionadas como el lugar en que se vive (28 por ciento), la forma de vestir (27 por ciento) o la ocupación o trabajo (27 por ciento).
Sin embargo, la falta de respeto y discriminaciones no sólo provienen de otros individuos, también desde las instituciones, y aquí aparecen los servicios de salud, un área donde, de acuerdo a los grupos de discusión y entrevistas que se realizaron para la investigación, se percibe que “el buen trato” sólo está disponible para los que pueden pagar, lo que a su vez es motivo de gran irritación y frustración. Eso apareció muy nítidamente cuando los autores indagaron en el grado de tolerancia que existe frente a distintos tipos de desigualdades. El hecho de que haya personas que acceden a mejor salud que otras fue lo más rechazado, seguido por la misma aseveración con respecto a la educación.
En tercer lugar, pero antes que las diferencias de oportunidades, poder o de dinero, aparecieron las desigualdades en el trato como una gran fuente de malestar y sensación de injusticia. “Se observó claramente que la dignidad en el trato es una de las demandas por igualdad más urgentes”, dicen los autores y concluyen: “Las expectativas de que las relaciones sean más horizontales, de que todos sean considerados iguales en dignidad, hoy chocan con la costumbre clasista y con el machismo”.
El espejo roto
El libro del PNUD plantea que la desigualdad política, entendida como las distintas capacidades de influir en las decisiones en ese ámbito, y la socioeconómica se refuerzan mutuamente. Para demostrarlo, los investigadores elaboraron una base de datos con los colegios y universidades en donde estudiaron los ministros, diputados y senadores desde 1990 hasta mediados de 2016. Esta da cuenta de que estos cargos han estado dominados por un segmento pequeño de la población y por ejemplo, el 50 y 60 por ciento de ellos se educaron en colegios particulares pagados (actualmente menos del 8 por ciento de la matrícula nacional).
Además, el libro alude a lo que la Comisión Engel describió como “una cultura de financiamiento irregular, y a veces ilegal, de la política”, y plantea que eso probablemente contribuyó a una sobrerrepresentación de los segmentos con más recursos en la política.
Los autores creen que todo eso explica la percepción que hay entre encuestados y entrevistados de que “los políticos” están desconectados de la realidad, lo que a su vez deslegitima el sistema, ya que, citando al francés del siglo XIX Léon Gambetta, dicen que los espacios de toma de decisión son “como un espejo roto en el cual la nación no puede reconocer su propia imagen”. La existencia de una serie de canales no institucionales en los que se definen proyectos y cursos de acción pública a puerta cerrada sólo refuerza la idea de que éste es un ámbito clausurado. Por lo mismo el PNUD sugiere que para aumentar la participación electoral y su credibilidad, la actividad política debe abrirse a voces representativas de las distintas realidades del país.
La varita mágica pierde poderes
La educación, tal y como existe hoy en Chile, es motivo de un diagnóstico sombrío para el PNUD, al menos en torno a sus capacidades de producir movilidad social a futuro.
En Chile, tal como en otros países latinoamericanos, la posición socioeconómica de los padres es un determinante importante de la de sus hijos. Para probar ese punto, por ejemplo, los investigadores hicieron un ejercicio que seguramente va a llamar la atención: analizaron los apellidos de más de ocho millones de adultos chilenos que egresaron de la enseñanza media entre 1960 y 1990, y los asociaron a sus oficios, títulos, sexo y edad, y buscaron los que tienen más representación porcentual en las profesiones más prestigiosas y mejor pagadas: médicos, abogados e ingenieros. En un escenario de perfecta igualdad de oportunidades, en el que la cuna no determina la trayectoria, el resultado debiera ser aproximadamente similar para todos los apellidos. El cuadro que resultó, en cambio, es radicalmente distinto. En la mitad izquierda predominan los ligados a la antigua aristocracia castellano-vasca y otros que eran comunes en los inmigrantes que se incorporaron a la elite en el siglo XIX. En la mitad derecha, donde no hay ningún profesional de prestigio, casi todos los apellidos son de origen mapuche. “Esto sugiere fuertemente que la actual estructura de oportunidades reproduce desigualdades de muy larga data”.
La principal manera de romper ese patrón es precisamente ampliar el acceso a la educación superior, algo que en las últimas décadas en Chile ha ocurrido de manera espectacular: Entre 1990 y 2015 el número de estudiantes aumentó casi cinco veces y el crecimiento se concentró principalmente, gracias a la ampliación del financiamiento, en los jóvenes de estratos medios y bajos.
Esto es un gran sueño para muchas familias, ya que de acuerdo a lo que plantean los investigadores, no haber podido educarse más es una de las principales situaciones que lamentan las clases populares. El título profesional es visto como el gran instrumento para surgir y quienes no lo tienen ponen sus esperanzas y esfuerzos en que sus hijos, o incluso nietos, lo consigan.
Sin embargo, de acuerdo al PNUD el panorama no es tan feliz por distintas razones. Una de ellas es que la segmentación del sistema escolar en Chile reproduce las desigualdades de los hogares. Como consecuencia, la mayoría de los alumnos de primera generación de los estratos populares estudia en “instituciones de escasa calidad, a lo que se suma que tienen elevadas tasas de deserción”. A eso se suma la pregunta por el destino laboral de ese más de un millón de jóvenes que hoy cursa la educación superior. “El volumen de estudiantes ha crecido a tasas mucho mayores que la economía chilena en los últimos 10 o 15 años, y es probable que la cobertura de educación superior esté próxima a tocar techo en términos de empleos que el país puede proveer a los egresados”.
Es decir, la fórmula en que la mayoría de las familias chilenas tiene puestas sus expectativas podría estar agotándose.
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