Gratuidad: La posverdad de la reforma
Carlos Williamson: “La lápida final la pone el mismo proyecto al fijar en la transición topes a los aranceles de los estudiantes sin gratuidad, controlados por la Subsecretaría, que limitará las posibilidades de contrarrestar estos déficits mediante esta opción de financiamiento…”.
Aprobada la idea de legislar una reforma a la educación superior, llegó el momento de revisar su coherencia entre fines y medios. Y la reforma no aprueba el examen; falsifica la realidad para hacer creer que “se rige e inspira en los principios de autonomía, calidad, diversidad e inclusión”; sin embargo, una lectura minuciosa de la propuesta pone de manifiesto que se vulneran de manera reiterada estos objetivos.
Tres ejemplos. Se vulnera la autonomía y se arriesga la diversidad al entregar a un organismo del gobierno de turno -la Subsecretaría, a la que se designa como “rector del sistema”- la decisión final sobre los instrumentos para el acceso de estudiantes a la educación superior. Se vulnera la autonomía y se amenaza la calidad si la aprobación de los criterios y estándares para la acreditación de calidad se entrega a un comité de coordinación externo, dirigido por el subsecretario e integrado en su mayoría por representantes del Presidente de la República, y no, como sugiere la lógica, radicando la decisión en un ente autónomo y experto que finalmente debe acreditar. Se vulnera la autonomía y constituye una arbitrariedad que la Superintendencia se arrogue el derecho a opinar respecto de las responsabilidades en el ejercicio de sus funciones de los integrantes del órgano de administración superior en las corporaciones de derecho privado.
Pero donde el proyecto asesta un duro golpe a los cuatro principios es en el financiamiento institucional para la gratuidad. El Gobierno, con una obstinación incalificable, persiste en la ideología de imponer la gratuidad universal, sin sopesar sus consecuencias. Como en el refrán, un camino al infierno empedrado de buenas intenciones.
De acuerdo con los cálculos que hace la Dirección de Presupuestos en el documento “Financiamiento Actual y Proyecciones” de noviembre de 2016, que suscribe entre otros el actual ministro de Hacienda, incorporar a la gratuidad al sexto decil de estudiantes significaría un gasto fiscal incremental de US$ 500 millones en 2018; US$ 900 millones en 2019 y, al agregar el séptimo decil en 2020, US$ 1.500 millones adicionales. Y al alcanzar, en régimen, la gratuidad universal, US$ 3.170 millones anuales. Pregunta obvia: ¿Es justo y responsable dejar amarrado a los sucesivos gobiernos con una soga que limitará severamente los recursos para salud, pensiones, educación escolar y muchos otros ámbitos con graves carencias sociales? ¿Es que la inclusión comienza y se agota en la educación superior?
Y no es todo. Además, se les exigirá a las universidades no estatales que para financiar la gratuidad pongan también de su bolsillo o bajen sus gastos académicos. Para que se entienda bien, en el caso de la Universidad Católica su arancel regulado promedio que fija el traspaso base por la gratuidad es de $3,3 millones, en circunstancias que su arancel real oscila en torno a $4,4 millones. Una brecha no despreciable, que al menos en el proyecto original se podía cerrar postulando al Fondo de Investigación y Creación Artística (FICA) de hasta $400 mil millones, que en las indicaciones sustitutivas desaparece. Y tampoco se podrá recurrir a un manejo libre de las vacantes. Como se advierte, la gratuidad no será gratis, consumirá recursos públicos y nivelará hacia abajo la calidad.
Pero queda algo pendiente. La lápida final la pone el mismo proyecto al fijar en la transición topes a los aranceles de los estudiantes sin gratuidad, controlados por la Subsecretaría, que limitará las posibilidades de contrarrestar estos déficits mediante esta opción de financiamiento.
Lo paradójico es que, así las cosas, no es inverosímil que algunas universidades evalúen retirarse de la gratuidad. Sin embargo, al salirse tendrán libertad para fijar aranceles, pero no es evidente que gocen de ayudas estudiantiles del fisco y, en consecuencia, se podrían ver forzadas a cerrar la puerta a estudiantes meritorios, pero sin recursos. O sea, deberían elegir entre inclusión con severas restricciones presupuestarias, o libertad, pero educando solo a la élite que puede pagar.
Por donde se le mire, una tormenta perfecta para vulnerar autonomía, calidad, inclusión y diversidad, especialmente en universidades no estatales.
En la discusión en la sala sobre la idea de legislar este proyecto hubo ampulosos llamados a iniciar su tramitación con prontitud, reiterados lugares comunes e incluso bombas de humo cuidadosamente elegidas, como el fin al Crédito con Aval del Estado. Si desde el ingreso de este proyecto a la Cámara, hace nueve meses, hubo “un profundo proceso de reflexión”, en los hechos aún no hay claridad de lo que en el fondo está en juego y no se ve por dónde en un año electoral de alta tensión se pueda legislar con serenidad y sabiduría. El panorama es francamente desalentador.
Carlos Williamson
Investigador Clapes UC
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