El fin de una reforma equivocada
Abril 9, 2017

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“La política oficial de gratuidad universal se reemplazó por una gratuidad focalizada vía glosa presupuestaria que generó daños colaterales…” 

José Joaquín Brunner, 9 de abril de 2017

Errores de diagnóstico, concepción político-intelectual y diseño de la reforma de educación superior, junto con su inepta gestión, han conducido a su desmoronamiento. Una muerte anunciada. El propio Gobierno aceptó finalmente que su idea e intenciones originales lo empujaron a un callejón sin salida. Y abandonó, por tanto, su propuesta inicial, aquella de un cambio paradigmático de política y una transformación a fondo de nuestro sistema de enseñanza terciaria.

Ahora se dispone, tardíamente, a ensayar un nuevo y más modesto rumbo. ¿En qué consiste? ¿Y qué deja tras de sí al dar este giro?

Partamos por la última pregunta. Transcurridas tres cuartas partes de su período, la administración Bachelet exhibe un balance negativo en este sector. No hubo una política coherente. El Ministerio de Educación careció de carta de navegación y se dejó zarandear por las presiones y demandas de su entorno.

El eje de la política oficial -la gratuidad universal- fue gradualmente desvaneciéndose por inviable y por los estropicios que causaba. En su reemplazo se instaló una gratuidad focalizada vía glosa presupuestaria, cuya torpe aplicación desencadenó efectos imprevistos y generó daños colaterales.

¿Cuál es el nuevo rumbo anunciado?

En lo básico, una minuta oficial con carácter reservado anuncia que una indicación sustituirá al proyecto inicial, al que da por fracasado, recortándolo en alrededor de un 40% de su articulado. En paralelo, introducirá un nuevo proyecto de ley sobre universidades del Estado.

Esto significa que el Gobierno ha renunciado a legislar para el conjunto de nuestro sistema de provisión mixta, cuya protección, regulación, fomento y mejora es un deber fundamental del Estado. En concreto, deja a un lado al sector institucional de gestión privada que agrupa a la mayoría de las instituciones, la matrícula, las publicaciones académicas y los recursos dedicados a la formación de capacidades humanas altamente calificadas. Sin duda, un serio retroceso.

Así, la suerte del sistema queda entregada a una indicación sustitutiva que seguramente no alcanzará a discutirse (en serio) durante lo que resta de la actual administración. En caso de abordarse, necesitaría ser repensada en su integridad. Pues carece de una visión de futuro; esquiva el tema de la naturaleza, funciones y clasificación de las instituciones; no crea una adecuada gobernanza para un sistema mixto; mantiene controles incompatibles con la autonomía de las organizaciones académicas; deja en el aire aspectos fundamentales del aseguramiento de la calidad y la fiscalización, y no ordena el financiamiento de las instituciones y los estudiantes.

En suma, en vez de corregir y mejorar la propuesta oficial, se le metió tijera, creando nuevas inconsistencias y ensanchando la incertidumbre.

Por lo que toca al proyecto sobre universidades estatales, su propósito carece de sentido. Busca, según la minuta reservada, que las universidades del Estado “se conviertan en un referente de calidad y excelencia del sistema”, como si esto pudiera determinarse por ley. Es una concepción equivocada.

En el campo académico, los prestigios y las reputaciones institucionales dependen de desempeños intelectuales, de la calidad de los enseñantes, del esfuerzo de sus estudiantes, la productividad de los investigadores, el clima cultural de las organizaciones, el eficiente uso de los recursos, la buena gestión y un gobierno eficaz dotado de legitimidad. No fue la ley que convirtió en referentes mundiales a las universidades de Harvard, Oxford o Heidelberg. Tampoco nuestras mejores instituciones universitarias y técnico-profesionales se forjaron de esta manera.

Además, la ley deberá permitir a las universidades estatales contribuir “de forma relevante en el desarrollo social, cultural, artístico, científico, tecnológico y económico del país”, como si este no fuera el mandato común de toda institución de educación superior -estatal o privada- en cumplimiento de su misión pública. Transformar este deber ético en el privilegio de una categoría de organizaciones resulta insensato.

La realidad, como revela la minuta oficial, es que las universidades estatales se distinguen de las demás instituciones públicas de gestión privada, en última instancia, nada más que por su estatuto burocrático-legal de servicio público autónomo, estatuto que el gobierno desea morigerar disminuyendo el control ejercido por la Contraloría General de la República.

En lo demás, el proyecto no introduce cambio significativo alguno. Es bien conservador y anacrónico, sobre todo en comparación con la evolución que desde hace un par de décadas experimentan la definición jurídica, el gobierno, la organización y el desempeño de las universidades del Estado en Europa, Asia y los EE.UU.

Lo único que agrega, además de la retórica de un nuevo trato del Estado con “sus” universidades, es garantizarles, por ley, el acceso a subsidios fiscales adicionales, otorgándoles de esta manera una ventaja independiente de su mérito, desempeño y resultados.

En suma, el gobierno abandona su idea original de una reforma paradigmática. En reemplazo levanta un proyecto de ley general tijereteado que probablemente no llegue a tramitarse. E introduce un proyecto para las universidades estatales que mezcla distinción simbólica con favoritismo fiscal.

Al acercarse el fin del gobierno, cabía esperar de él una iniciativa más innovadora, coherente y alineada con el interés general.

En suma, en vez de corregir y mejorar la propuesta oficial, se le metió tijera, creando nuevas inconsistencias y ensanchando la incertidumbre.

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