Economía y política: a propósito del llamado de atención del ministro Valdés
Marzo 15, 2017

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La próxima elección presidencial, aun en medio de la confusión en que se desenvuelve, debería servir para optar por una propuesta que reconcilie las necesidades de reformar la política y el Estado con un decidido impulso a la economía y el crecimiento. Que se ocupe simultáneamente de la productividad, la innovación y la competitividad por un lado y, por el otro, de modernizar el Estado, las políticas sociales y los servicios encargados de cuidar y desarrollar las capacidades de la gente.

Publicado el 15.03.2017

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José Joaquín Brunner
Foro Líbero

Una hipótesis plausible es que en Chile ha existido históricamente un desajuste entre la economía y la política, que además avanzan a ritmos diferentes.

 

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Hace varias décadas, a mediados del siglo pasado, Aníbal Pinto observaba que el orden político de la República se movía con mayor velocidad que la esfera económica, limitada y débil en cuanto a su contribución al desarrollo del país. Más adelante este desacople generó una brecha dramática entre la polis de la UP, agitada como mar en momentos de tormentas, y el aparato productivo y la distribución de bienes y servicios. La situación alcanzó su punto cúlmine cuando por un lado se disparó la inflación y, por el otro, cundió el desabastecimiento, al mismo tiempo que el Gobierno flotaba a la deriva en la tormenta llevado para allá y acá por las controversias ideológicas.

La dictadura de Pinochet buscó cerrar la brecha subordinando por completo la política —que se veía como el reino de la anarquía, la demagogia y la inflamación de las pasiones y resentimientos— a la economía y los mercados, los que eran percibidos como único motor de una sociedad próspera. Dicho en otras palabras: la política se congeló, concentrándose todo el poder en manos de un gobierno corporativo de militares y tecnócratas decididos a imponer la soberanía de las fuerzas productivas y los mercados.

Con la vuelta de la democracia en 1990, y a partir de ese momento, los sucesivos gobiernos de la Concertación, hasta la llegada de Piñera y su gobierno del management, intentaron crear un nuevo equilibrio entre política y economía. Éste se basaba en un círculo virtuoso de crecimiento económico y expansión social de la democracia, mediado por mercados integrados al comercio mundial y políticas públicas focalizadas en la reducción de la pobreza y la distribución de los beneficios del consumo.

 

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Efectivamente, a lo largo de dos décadas, Chile vivió no en el reino de Jauja, por cierto, ni tampoco en un paraíso capitalista-democrático, pero sí una fase extraordinariamente dinámica de las relaciones entre política y economía, entre tecno-burocracias y mercados, entre una ética de responsabilidad gubernamental y la ética de los animal spirits de John M. Keynes.

En el plano político significó la emergencia de una suerte de socialdemocracia liberal, de tercera vía, dispuesta a usar la caja de herramientas del New Public Management en la cual se mezclan instrumentos de control y comando, de estímulo a la competencia e incentivos, de financiamiento fiscal a la oferta y la demanda, esquemas de colaboración público-privada, fomento de redes, confianza en instituciones públicas independientes del gobierno, privatizaciones y regulaciones, medidas de evaluación y accountability.

Por un instante se creó en el país un cierto “espíritu de capitalismo democrático” donde políticas socialdemocráticas liberales se combinaban con una economía que comenzaba a diversificarse, introducía innovaciones incrementales, aumentaba su productividad y crecía en competitividad internacional. Es decir, una economía de mercado abierta al mundo externo, motivada a exportar e importar, donde Chile se veía como plataforma dinámica de operaciones financieras, logísticas y de comercio internacional, particularmente de cara al Pacífico, al tiempo que su institucionalidad se modernizaba, se liberalizaba ella también y ofrecía un amplio espacio de articulación para la pluralidad de ideas e intereses.

El Gobierno Piñera introdujo un marcado sesgo gerencial dentro de la política y a nivel de la gobernanza del país. Imaginó poder sustituir el frágil equilibrio alcanzado bajo los gobiernos de la Concertación, con un foco en la empresarialización del Estado, mientras descansaba en los mercados para mantener y aumentar el dinamismo de la economía.

Por su lado, ya desde el Gobierno de Bachelet I, la sociedad civil producida por aquel modelo de capitalismo-democrático comenzaba a plantear nuevas demandas nacidas de los emergentes sectores medios y del amplio grupo que al salir de la pobreza quedaba expuesto a potenciales recaídas. Las grandes transformaciones socioeconómicas operadas a partir de 1990 comenzaron así a no verse reflejadas en la política que, al contrario, exhibía un dinamismo más conservador. Los partidos perdían consistencia y representatividad; el Estado aparecía inmovilizado y anacrónico en varios sectores y servicios; los debates ideológicos resultaban a la vez abstractos y anticuados.

A su turno, una ciudadanía más escolarizada e informada, más interconectada y sensible a los abusos de los poderes privados y públicos, con mayores deseos de integrarse a la modernidad del consumo y demás beneficios del desarrollo, se expresaba ahora de una manera más consistente y robustamente en las calles, las encuestas, las redes sociales y los medios de comunicación.

 

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El Gobierno Bachelet II, impulsado por el carisma inicial de la Presidenta y con un amplio apoyo popular en las urnas y de una nueva generación de líderes políticos y técnicos, en vez de asumir que su tarea era renovar aquel balance entre economía y política —o sea, entre reformas democráticas y crecimiento capitalista, mercados y regulaciones, lucro (animal spirits) y legitimidad de las instituciones, entre dinamismo exportador y desarrollo interno de capacidades en todas las esferas—, impuso un arreglo completamente distinto. En efecto, optó por un esquema inmediatista que buscó compensar el sesgo managerial y de relativa despreocupación por la política del Gobierno Piñera con un sesgo contrario: politizante al máximo, atento especialmente a las exigencias de la calle y de relativa despreocupación por el crecimiento económico.

Volvimos, pues, a aquel otro modelo donde la política busca subordinar a la economía; donde el dinamismo de la sociedad se espera del Estado, las políticas públicas, las tecnoburocracias gubernamentales, las ideologías y las orientaciones adversarias, la confrontación y el “espíritu de la calle”.

La economía, en tanto, quedaba relegada a un segundo plano, un lugar de cola en la agenda gubernamental. Se empezó a decir que se había acabado “la primacía de Hacienda”, que ahora mandaban los ministros políticos, el programa, las reformas estructurales. Se habló de correr los límites y crear nuevos horizontes de posibilidad. Se propuso una refundación de la economía y la sociedad.

Incluso se levantó una nueva narrativa para justificar tales ilusiones, haciendo aparecer a los gobiernos de la Concertación, incluido el de Bachelet I, como neoliberales, ocupados exclusivamente de favorecer la acumulación del capital y el interés de los grupos económicos, en desmedro del Estado, el interés común, el factor trabajo, los derechos sociales y la progresiva desmercantilización de la sociedad.

Justo en ese momento de ensoñación y encendida retórica, se metió la mano de Fortuna en medio de la comedia humana, poniendo en marcha un ciclo de escándalos que dura hasta hoy. Conflictos de interés, situaciones de corrupción, transacciones ilícitas entre representantes de las esferas del poder político y los negocios, colusiones, tráficos de influencia, financiamiento indebido de campañas. Todo eso se combinó en una sucesión de explosiones mediáticas cuya onda expansiva comprometió finalmente al Gobierno y la oposición, a prácticamente todos los partidos, a los parlamentarios de las diferentes bancadas, a las más altas figuras de la política y la economía.

En tales condiciones llegamos el momento actual.

 

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Con una política que anda por su cuenta y a altas revoluciones, sin avanzar ni retroceder, sin realismo ni renuncia, sin girar hacia uno u otro lado, entrampada en su burbuja discursiva que trata desesperadamente de reivindicar las reformas y hacerlas pasar por grandes transformaciones que pudieran estar a la altura de la retórica inicial, de las ilusiones sembradas y de las expectativas difundidas.

Con una economía frenada, desanimada, de baja productividad e insuficientes inversiones, que crea empleo informal, exporta menos que antas y carece de la sombra siquiera de un espíritu de capitalismo de innovación schumpeteriana. El ministro de Hacienda, Rodrigo Valdés, con su acostumbrada parsimonia, acaba de trazar un cuadro de inusitado realismo a este respecto. Ha dicho:

“También es claro que la incertidumbre, cambios regulatorios sorpresivos y que desprecian el rol de los incentivos, así como los “lomos de toro” que encuentran distintos proyectos afectan la inversión. Tenemos que empeñarnos en conducir apropiadamente los distintos frentes que se abren en estas materias, para no entorpecer el desarrollo de nuevos proyectos y desalentar el apetito por emprender.

Pero es un error suponer que el éxito en esto, por sí solo, nos llevará a un crecimiento significativamente mayor.

Tenemos que trabajar más en consensuar un diagnóstico que nos permita avanzar. Cuando constatamos que el volumen de nuestras exportaciones por persona se expandió 7% promedio anual entre 1984 y 2007, pero que ha permanecido estancado desde 2008, hay ahí una deficiencia fundamental para nuestro crecimiento. Y está relacionada y quizás es incluso más importante que el aletargado aumento de la productividad.

Da la impresión de que se nos olvidó inventar nuevos negocios para exportar. Tenemos que preocuparnos más de la competitividad (y, por lo tanto, de la combinación de política macro), de impulsar más la diversificación —como lo hemos hecho con las exportaciones de servicios—, de buscar cómo apoyar y coordinar mejor al sector privado —como lo hace Corfo— y de seguir batallando para que la integración comercial se profundice”.

Leo al ministro de Hacienda como queriendo transmitir un mensaje que yo interpreto como una reivindicación, tardía pero igualmente crucial para el futuro, de la necesidad de encontrar un nuevo equilibrio entre las fuerzas de la política y las fuerzas de la economía, entre aparato productivo y timón político, entre animal spirits y un Estado regulador moderno; en fin, entre institucionalidad, sociedad civil y competitividad.

La próxima elección presidencial, aun en medio de la confusión en que se desenvuelve, deberá enfrentar esta cuestión básica y esencial para el desarrollo del país. Debería servir para optar por una propuesta que reconcilie las necesidades de reformar la política y el Estado con un decidido impulso a la economía y el crecimiento. Que se ocupe simultáneamente de la productividad, la innovación y la competitividad por un lado y, por el otro, de modernizar el Estado, las políticas sociales y los servicios encargados de cuidar y desarrollar las capacidades de la gente (desde la infancia hasta la tercera edad).

Por lo mismo, debería ser una propuesta reformista en serio, basada en la articulación de intereses e ideas, acotada, realista, que busque dinamizar conjuntamente la economía y la política, junto con mantenerlas en sus esferas propias, de modo que no se confundan en un juego de complicidades ilícitas.

¿Podría la elección que viene ordenarse dentro de estos parámetros exigentes?

Podría ser, pero al momento no parece avanzar en esa dirección. Sería una verdadera fatalidad de la historia que tuviéramos que elegir entre un managerialismo renovado y un continuismo que insista en subordinar la economía a una política de las ilusiones.

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