Institucionalidad científica: las pulsiones de los grupos de interés
por JORGE GIBERT GALASSI 10 enero 2017
Si un científico pudiera descubrir la cura contra una enfermedad neurodegenerativa como el Alzheimer o alguno de los más de 140 tipos de cánceres existentes, probablemente no podría sacar provecho comercial a su descubrimiento, ya que no existe el “espíritu de negocios” para un desafío global de grandes dimensiones: simplemente, no existe ninguna posibilidad de competir en el mercado farmacéutico. Con suerte, encontraría algún subsidio para patentar en Estados Unidos y quizás con algún fondo podría salir a buscar inversionistas de riesgo, que es difícil de encontrar en el mundo de negocios chileno.
Ayer lunes empezó la versión 2017 del Congreso del Futuro. Desde hace algún tiempo, el tema de la ciencia chilena está en los medios. Incluso, de una manera reflexiva, más allá del reportaje rápido sobre algún invento ocasional o descubrimiento casual. Es probable que el tema sea visible para la opinión pública desde el año 2007, cuando se realizó la “protesta” de científicos frente a la sede de Conicyt en ese entonces. Recientemente, el tema ha vuelto a estar en los medios, debido a las denuncias de retrasos y no pagos de becas Chile y la disminución de fondos para Conicyt en el presupuesto 2017.
El contexto que explica la proliferación de columnas y “cartas al director” es la necesidad de dar un impulso fuerte a la ciencia y a la tecnología chilenas. Hay grupos de intereses dispuestos a dar este impulso, en mayor o menor grado. En algunos de ellos, es difícil discernir si tal interés (declarado) es real. Ellos han tejido una historia de interacciones cuyo resultado ha desembocado en la formulación de una política pública para la ciencia y la tecnología chilenas. Esa política pública se llama “creación de un Ministerio de Ciencia y Tecnología (MCyT)”, el medio por el cual se impulsará la ciencia y la tecnología en Chile, por Chile y para Chile.
Creo que es importante preguntarse por las causas del interés, en especial, por las creencias y deseos de los actores sociales “enredados” en el asunto, pues no es trivial querer crear un MCyT. ¿Consideraríamos la creación de un MCyT como solución a la problemática de la ciencia chilena si Conicyt funcionara de manera óptima y con aumentos sustantivos de presupuesto año tras año? Una explicación sobre la irrupción en la agenda pública de voces pro MCyT es sin duda el funcionamiento de Conicyt. Pero es probable que sea una explicación simplista e insuficiente.
En mi opinión, existen cuatro grupos de interés que poseen creencias y deseos, que se expresan en ciertas ideas y proyectos asociados a la creación de un MCyT. Como suele en rigor decirse, “todas legítimas y comprensibles”.
Un primer grupo es el de los burócratas. Políticos en lo general y tecnócratas en lo particular. Incluye a expertos y autoridades académicas, especialmente a los rectores. En este grupo prima la razón de Estado, por lo que las preguntas son aproximadamente las siguientes: ¿tiene sentido institucional la creación de un MCyT?; ¿no será más costoso (año tras año) crear un MCyT en vez de aumentar sustantivamente (año tras año) el presupuesto para Conicyt?; ¿qué pierdo/gano con la creación de un nuevo ministerio versus mi situación en una posición de ventaja/desventaja en el actual esquema? Indudablemente, este grupo es el más relevante políticamente, por la razón obvia de que simplemente es lo que hacen: política.
Es un grupo que, también, performativamente es el motor del “enredo de la ciencia” en Chile, es decir, cuyas declaraciones son causa de importantes efectos políticos y cuya acción discursiva genera dinámicas turbulentas al interior del sistema de grupos de interés en torno a la ciencia y la tecnología nacionales. Es un grupo alineado con el chit-chat o palabrería OCDE e incluye considerar la investigación científica como producción de libros y papers de alto impacto en los indicadores existentes que administran los grandes consorcios privados de información y servicios científicos, como ISI-WoK de Thomson Reuters, SPIN de la American Institute of Physics o Scopus de Elsevier, sin ninguna consideración acerca del valor científico o académico del trabajo per se.
Dicho con total claridad, esto significa que el conocimiento implícito o explícito en el trabajo no tiene importancia para este grupo, que solo visualiza y valora el resultado, un paper (o un libro) que genera puntos en algún ranking de algún tipo. Funciona así: el Estado (y los privados) invierten en una universidad con indicadores de desempeño altos, porque se supone que estos son los síntomas o la expresión de la calidad institucional. Los indicadores reducen el tiempo destinado a estudiar “el caso” e inducen a poner las fichas de la confianza y el dinero en aquellas instituciones exitosas en indicadores. El número de trabajos indexados en estas bases de datos científicas corporativas y el impacto de cada trabajo según número de citas y la clasificación de revistas en que estas citas se repiten, tienen cada vez más una importancia reputacional, de marketing corporativo y financiero.
Mientras más papers (y más papers con alto impacto) tengan los investigadores de las universidades, mejores son estos investigadores y las universidades que gozan de sus servicios. Los rectores avalan estas dinámicas porque “dan puntos” en la otra dimensión de la calidad de las instituciones universitarias, que son los rankings universitarios internacionales como el de la Times, QS y ARWU. A pesar de que se intuye que hay importantes sesgos en cada uno de los rankings, al interior del grupo de los burócratas estos son usados sin cuestionamientos importantes y han aumentado su influencia a tal punto, que parte de la publicidad de algunas universidades se basa en el lugar que ellas ocupan en estos rankings.
La gran arenga para defender estos indicadores de gestión se basa en la eficiencia para asignar dinero al mundo científico universitario. Es una lógica internalizada también por el mundo de las universidades que lucran. Sin embargo, cabe la duda respecto a que todo lo anterior no sea sino otra forma de colonialismo o culto a las asociaciones de gobernanza internacional como la OCDE. En cualquier caso, “viste” y legitima a este grupo, de los burócratas. Ahora bien, como el presupuesto científico en los últimos 20 años ha “rendido” tanto, esto es, con poco dinero se producen muchos papers (y de alto impacto), entonces, en tanto burócratas, ellos han realizado su labor de modo excelente.
Los burócratas han sido extraordinarios: con escaso presupuesto, han inducido a que los científicos chilenos sean los más productivos per cápita de América Latina. Por cierto, en este grupo, la contabilidad de las oportunidades perdidas no es tema de discusión ni controversia. Menos la pertinencia de las investigaciones. Solo cabe la autocomplacencia y el apoyo discursivo al mundo científico, pues, después de todo, la ciencia puede ser electoralmente cool.
El segundo grupo es el de los científicos. Este se compone de dos subgrupos: los seniors y los juniors; los viejos y los jóvenes; los con empleos de rentas dignas y los precarizados; los integrados y los dependientes; los consagrados y los aspirantes. La creencia principal de este grupo es lo que se llama la visión lineal de oferta: esto es, debe dejarse a los científicos que hagan lo que saben hacer, sin presiones de ningún tipo y con todo el presupuesto posible, pues el resultado siempre es positivo, ya sea desde el punto de vista del conocimiento puro, de la aplicación o de la tecnología en un futuro próximo (o lejano, no tiene gran importancia, pues lo que se debe salvaguardar es la libertad de investigación). El deseo fundamental es dar rienda suelta a la creatividad intelectual y potenciar al máximo el dominio de su disciplina.
Muchos creen que para eso debe formarse la mayor cantidad posible de doctores. Esto es verdad, aunque los títulos jamás han garantizado la productividad en ideas importantes para el país y el mundo. Para el mundo no científico, que solo ve la cáscara de las actividades de la investigación científica, estos “señores investigadores” ocupan gran parte de su tiempo en conversaciones ociosas y, en algún sentido, ajenas a la actividad académica, principalmente de docencia y de gestión.
Igor Saavedra decía que cuando volvió a Chile les preguntaba a sus colegas de la universidad “¿en qué problema estas trabajando?” y ellos no entendían la pregunta. Si insistía, lo increpaban y pasó a ser definido como un “matón intelectual” solo por hacer la pregunta típica de un investigador ansioso de interacción social. Era la década del 60. Pero la escena sigue sucediendo en nuestros días, debido a la incomprensión de lo que implica la actividad científica, un trabajo tan duro como cualquier otro, muy exigente si –además– tu empleo debe dar garantías de creatividad mensurable.
Por lo demás, en todas partes del mundo, en un contexto amenazante de disminución de los presupuestos públicos para la investigación científica, gran parte del trabajo del científico consiste en buscar fondos para financiar al equipo (conformado, así, por científicos juniors y personal técnico mal pagado y laboralmente precarizado), las instalaciones, los insumos, etcétera. Esto lleva a un estrés tal, que en la práctica ser científico hoy es un trabajo 24/7 y en ocasiones esto altera el proceso creativo. Es un mundo hipercompetitivo, donde la acumulación de conocimiento se constituye en una carrera con demasiados competidores y obstáculos. Acá vemos el primer conflicto entre los burócratas y los científicos: la naturaleza de la creación, dependiente del tiempo para los primeros (o susceptible de administración) e independiente del tiempo para los segundos (y la razón de por qué han reemplazado el trabajo creativo y socialmente relevante por la publicación de papers).
En general, el grupo de científicos “seniors” ha sido permeado en el último tiempo por los “jóvenes”, comúnmente provenientes de sus doctorados de becas Chile. Este subgrupo le ha dado un aire fresco, empoderado, a la discusión sobre la situación de la ciencia en Chile, impulsando cambios relevantes en la discusión. Hay un brío extraordinario en este subgrupo, muy inspirador.
Por cierto, la generación “antigua” produjo una reflexión extraordinaria en torno al desarrollo de la ciencia y la tecnología en Chile. Pero como su acción estuvo enmarcada en una época políticamente partidista o premovimientos sociales, resulta difuso saber cómo la generación más joven ha procesado esos aportes (si es que lo ha hecho). Es importante conocer tales aportes, dada la urgencia de no repetir errores del pasado y de rescatar las buenas ideas que quizás nunca tuvieron una fuerza social detrás para ser plasmadas.
Queda la duda de si la generación joven adoptará una posición arrogante de algunos consagrados de primera línea, que declaran que “los científicos le hacemos un favor al país, dándole cultura”, mientras mantienen invisible el hecho de que el Estado ha inducido su incorporación o retorno del exterior debido a los subsidios Milenio, de nivel internacional en términos de presupuesto y rentas.
Incluso, en el caso de que, efectivamente, un trabajo personal o de equipo signifique “un antes y un después en la historia de la ciencia chilena”, ello no implica adoptar la creencia adolescente (corporativista) de ser el centro del universo. Es muy importante también que los jóvenes dejen atrás la visión lineal de oferta, debido a que responde a otra época histórica, la de los intereses corporativos (o gremial/sectoriales) que enterró y destruyó la capacidad de respuesta del Estado. En la sociedad red que hoy vivimos, el vínculo con las necesidades y oportunidades del entorno es vital.
Dejar atrás una postura meramente corporativa es posible, ya que existe una garantía de empatía con las necesidades reales del país, dado que las asociaciones de científicos jóvenes son una respuesta “desde abajo”, o sea, desde la sociedad. Los científicos pueden proyectar una relación de largo plazo con los grupos de interés relevantes, tanto con el Estado como con las empresas y las organizaciones sociales y comunidades. ¿Cómo “asegurar” (en vez de suponer) que el conocimiento científico sea “socialmente robusto” y que la producción científica y tecnológica sea vista por la sociedad como un insumo fundamental, transparente y participativo, pertinente y oportuno?
Considerar esta pregunta como un dispositivo de debate permanente entre el mundo científico y el mundo social (especialmente el mundo empresarial, político y cultural) es vital para instalar a Chile en una conversación contemporánea sobre lo que significa “desarrollo”. La apropiación de la ciencia y la tecnología por la sociedad es un desafío central para el mundo científico, particularmente para las ciencias sociales. Este desafío debe canalizarse mediante muchas preguntas con múltiples respuestas y, sin duda, ello implica un canal de divulgación de los especialistas hacia otros públicos (empresarios y políticos) y una revitalización del periodismo científico local. En resumen, los científicos deseamos (y necesitamos) un ministerio, aunque las creencias que lo justifican deben someterse al escrutinio público y, eventualmente, revisarse.
¿En qué áreas y cómo éstas pueden combinarse o vincularse? ¿Cuáles negocios del conocimiento son replicables a nivel internacional? ¿Qué podemos aprender de las spin-off universitarias exitosas? En general, uno de los grandes problemas en esta discusión es precisamente la carencia de información y de conocimiento, además del entusiasmo infantil de parte de los empresarios (para que los científicos sean “prácticos” y el Estado “más generoso”).
El tercer grupo es el de los pragmáticos, innovadores o ligados a la producción y la economía. Este grupo de (±) interés es muy relevante. Se sabe que en el marco de la tercera (y ahora cuarta) revolución industrial, el factor “conocimiento” es el principal, al menos, desde el punto de vista de las ganancias. En efecto, es palmario que las grandes corporaciones de hoy nacieron en la época de la bullente emergencia de las TICs (Google, Microsoft, Oracle, Facebook), bajo el sol del Valle del Silicio. Pero nuestros empresarios no se caracterizan por ser especialmente innovadores ni orientados al riesgo.
La matriz industrial de Chile es básicamente extractivista y en términos gruesos puede ser identificada con tres productos: cobre, salmón y astilla de madera. Eso no significa que no haya inteligencia ni diseño de negocios u otras manifestaciones sofisticadas de la administración de empresas. Significa que –en general– el país no está en la tendencia general de la transformación económica, en los negocios globales que están cambiando el mundo y la manera como lo vemos. Tampoco que Chile esté en condiciones de competir en las ligas de las ganancias monumentales. Esto significa (también) que el país es extremadamente dependiente en un sinnúmero de áreas estratégicas.
Las debilidades anteriores se pueden subsanar con un set amplio de políticas públicas, que no se reduce a la política científica, pero que, desde luego, debe incorporarla. El texto del 2010 “Ciencia y tecnología en Chile: ¿Para qué?” (Conicyt, 2010) ofrece casos exitosos de investigación, pero con pocos vínculos con el sector productivo y empresarial. Ello se debe a que, sin una política industrial, es difícil impulsar la ciencia y la tecnología. Pero el Estado no está impulsando una política industrial de ningún tipo y oscila entre un tímido apoyo a los enfoques tipo Silicon Valley, clusters, sistemas nacionales de innovación, triple hélice e incluso desarrollo endógeno o descentralizado.
La conexión entre el Estado y el grupo de los empresarios es débil. Existe y puede exhibir logros, pero hay un problema de magnitud. Los subsidios estatales son pequeños y los empresarios generan negocios de escala limitada y escaso alcance: si un científico pudiera descubrir la cura contra una enfermedad neurodegenerativa como el Alzheimer o alguno de los más de 140 tipos de cánceres existentes, probablemente no podría sacar provecho comercial a su descubrimiento, ya que no existe el “espíritu de negocios” para un desafío global de grandes dimensiones: simplemente, no existe ninguna posibilidad de competir en el mercado farmacéutico. Con suerte, encontraría algún subsidio para patentar en Estados Unidos y quizás con algún fondo podría salir a buscar inversionistas de riesgo, que es difícil de encontrar en el mundo de negocios chileno.
Las razones de esta desconexión son históricas, un poco “políticas”, pero sobre todo culturales. Los científicos piden recursos y los empresarios piden resultados, ganancias. No se puede satisfacer a los científicos, que quieren que las empresas o el Estado se pongan con Institutos a lo Max Planck ni a los empresarios que desean de la noche a la mañana resultados. Para los científicos, hay un problema semántico, ya que su actividad es una inversión (además, para el futuro del país), no un gasto. Para los empresarios, por supuesto, invertir es gastar con la expectativa de un retorno beneficioso, razonablemente rápido y seguro. No existe un lenguaje común entre ambos mundos.
Tampoco existe una comprensión de las etapas del proceso científico, por un lado; ni del proceso económico, por el otro. Más bien, se dialoga al interior de marcos de referencia que, por ejemplo, consistentemente definen a la ciencia pura como opuesta a la ciencia aplicada. Pero en diversos campos de investigación, no hay diferencias fundamentales entre la actividad básica y la aplicada. Esa distinción no es adecuada para una cantidad de disciplinas líderes del cambio tecnológico (TICS, nuevos materiales, biotecnología, robótica, etcétera).
Hay mucha incomprensión entre ambos mundos, por cuestiones culturales, de lenguaje, de objetivos últimos y también por la falta de intermediarios adecuados, entre los que se cuentan los especialistas en vigilancia tecnológica, oficiales administrativos de las agencias científicas, expertos en política científica, en transferencia tecnológica, en patentamiento y un largo etcétera.
Desde luego, hay varios ejemplos notorios de cómo los Fondeff y otros instrumentos públicos han permitido el desarrollo de spin-off universitarias y emprendimientos Corfo, entre otros. El nuevo Primer Concurso de Investigación Tecnológica en Minería (¿programa?) era una idea “ancestral” y que afortunadamente se concretó muy exitosamente en noviembre recién pasado. Todas las iniciativas financiadas por Conicyt, en general, son pertinentes (en principio) y han impulsado un gran dinamismo en los últimos 20 años para la ciencia chilena. Pero hay un problema de volumen: a pesar de las enormes cantidades de dinero, el impacto hasta el momento es científico. Podría ser también socialmente robusto.
Sin embargo, naturalmente esto no puede ser responsabilidad exclusiva de la comunidad científica, sino también de los empresarios y el Estado. El grupo de los pragmáticos de la I&D+i está compuesto por temerosos y optimistas del futuro. Hay temor en gastar en ciencia, sin retorno. Pero también hay temor en emprender desafíos distintos, de otra naturaleza y de otra magnitud. No obstante, el tozudo optimismo y el talento de muchos científicos y empresarios han mostrado que otros caminos son posibles. Pero la mayoría de los empresarios probablemente creen que no necesitan invertir más en ciencia y tecnología para mejorar sus negocios.
El cuarto grupo es el de los ciudadanos con sentido común. Desde ese punto de vista, siempre, digamos desde la Patria Vieja, existen individuos que han valorado las tendencias emergentes y han querido incorporarse a las novedades del mundo técnico, primero, y científico, después. Estos ciudadanos han visto en la ciencia y la tecnología lo que también vieron (probablemente) en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: un camino de civilización.
El conocimiento, el saber y el saber hacer de los especialistas y eruditos son características virtuosas que toda persona sensata valora. Desafortunadamente, siempre hay quienes han confundido la teoría atómica con Hiroshima y Nagasaki, han confundido la obra de los científicos con las consecuencias de la mentalidad instrumental de la política militar.
Para algunos, hoy es “ingenuo” tener una confianza demasiado grande en la ciencia (aunque, naturalmente, esa desconfianza no se refleja en el alto nivel de consumo tecnológico). Para otros, esta ingenuidad se puede superar politizando la ciencia o haciendo que los científicos adopten posturas políticas en determinadas ocasiones. Que la ciencia y la tecnología sean un “nuevo sentido común” es altamente positivo, desde la óptica de quienes desean que el conocimiento no sea patrimonio de las élites que, desde el siglo XVIII, han concentrado las decisiones y los rumbos de la república. La divulgación científica y la innovación tecnológica están entre las prioridades de quienes desean la emergencia de los nuevos ciudadanos, los chicos que están en la enseñanza básica, media y superior; para que hagan suyo el siglo XXI. Los ciudadanos no pueden elegir hoy entre destinar sus impuestos al Ministerio de Defensa o a una causa pública cualquiera. Pero seguramente valoran que se gaste en educación, ciencia y cultura.
Entre estos cuatro grupos de interés se construirá la política pública para el desarrollo científico y tecnológico de Chile. Enfocado de esta manera, desde el enredo de creencias y deseos de los grupos de interés, la articulación es mucho más compleja que lo que parece a simple vista y, por cierto, más compleja que la suma de todos los beneficios parciales que cada uno de los grupos de interés legítimamente aspiran obtener. Además, la construcción puede ser un desastre peor que el Transantiago si no se respetan los principios de gradualidad, participación y priorización.
Hay preguntas cuyas respuestas son vitales para emprender este impulso científico y tecnológico en el país. Por ejemplo, ¿existe una contabilidad rigurosa de investigadores, más allá de la suma de los Ph.D., la suma de investigadores con proyectos o la suma de investigadores con promedios de publicaciones de nivel internacional? ¿Cuántos investigadores han mostrado resultados en términos de ideas y aplicaciones creativas? ¿En qué áreas y como estas pueden combinarse o vincularse? ¿Cuáles negocios del conocimiento son replicables a nivel internacional? ¿Qué podemos aprender de las spin-off universitarias exitosas?
En general, uno de los grandes problemas en esta discusión es precisamente la carencia de información y de conocimiento, además del entusiasmo infantil de parte de los empresarios (para que los científicos sean “prácticos” y el Estado “más generoso”), de los científicos (para que los empresarios “inviertan más” y los políticos “no sean ignorantes”) y de los políticos (para que los científicos sean “prácticos” y los empresarios “inviertan más”). Detrás de cada demanda desde un actor hacia el otro, subyacen creencias profundas: los científicos creen que no deben orientar su investigación (enfoque lineal de oferta), los empresarios que no deben invertir (enfoque del Estado subsidiario) y los políticos que… estamos bien, el país “funciona”, lo que se traduce en inmovilismo y carencia del sentido de urgencia que la tarea demanda.
Es posible que la creación de un MCyT sea muchas cosas, tales como un reagrupamiento de programas de apoyo dispersos por varios ministerios, una ampliación de las funciones y tareas del Conicyt actual, un nuevo diseño de “cómo hacer las cosas” o, simplemente, un brazo político para discutir con el Ministerio de Hacienda.
Ya inaugurado el Congreso del Futuro, creo que es deseable usar el efecto luminoso del evento para adentrarse en las profundidades del problema de la ciencia y la tecnología en Chile.
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