Igual que el año pasado, en medio de apremiantes negociaciones y bajo la presión del tiempo y los intereses en pugna, una comisión mixta de parlamentarios -compuesta de senadores y diputados- aprobó una glosa presupuestaria que extiende la gratuidad a un número mayor de estudiantes provenientes de los hogares de los cinco primeros deciles de menores recursos, a través de becas y subsidios institucionales.
En la práctica, significa ampliar el número de estudiantes beneficiados que se matriculen en instituciones no-universitarias (IP y CFT) y en universidades privadas (nuevas) no adscritas al sistema único de admisión. En ambos casos, las instituciones deben cumplir con exigencias de acreditación, admisión y no-lucro, pero no se discrimina arbitrariamente entre alumnos con idénticas necesidades socioeconómicas. Además, se aprobó un limitado monto adicional de recursos para ser gastado en universidades estatales.
En el terreno propiamente de los principios e ideas de política pública, la glosa acordada ayer ratifica un paradigma de financiamiento compartido y, lo más esencial, reconoce la validez y reafirma la igualdad de trato entre instituciones a la hora de financiar a sus alumnos vulnerables. Representa, pues, un paso en la dirección correcta respecto de la glosa de 2016.
Con todo lo importante, este paso sigue siendo insuficiente y vacilante mientras no se establezca en la ley de educación superior.
En efecto, los temas de fondo del financiamiento de nuestro sistema han vuelto a postergarse hasta el momento que se dicte una “ley larga”, cosa que difícilmente ocurrirá durante el último año de la administración Bachelet. Lo cual significa, con alta probabilidad, que el Gobierno no sólo dejará inconcluso su principal proyecto y promesa (la gratuidad universal), lo que en sí mismo no sería malo para el país, sino que habrá introducido una severa perturbación al sistema y creado un clima de divisiones y antagonismos ente las instituciones que lo conforman.
Como acaba de mostrar la aprobación de la glosa, tanto las instituciones como los parlamentarios de la Nueva Mayoría (NM) y de la oposición, se hallan insatisfechos con el resultado. El senador Carlos Montes, cabeza de la NM en esta materia, dijo sentirse maltratado, pues “ni siquiera tuvimos la oportunidad de leer antes las indicaciones y, por tanto, pudimos cometer errores”. Es una confesión asombrosa. Por su parte, los rectores de universidades estatales, a pesar de haber obtenido fondos especiales, aunque marginales, se manifestaron igualmente contrariados por lo que consideran una falta de atención del Estado respecto de “sus” universidades. Según declaró el rector de la U. de Chile, “hace mucho rato vengo sospechando que nos enredan las cosas de tal manera que no podamos plantear el tema que realmente nos convoca: que haya universidades estatales. Que este Parlamento y el Gobierno digan ‘estas son mis universidades’, les voy asignar estas tareas, ni siquiera pido que les den más plata. Esto ha fallado en todo”.
Más allá de la repartición concreta de dineros fiscales acordada mediante la glosa presupuestaria, las interrogantes sustantivas respecto del futuro del sistema permanecen abiertas. Las principales entre ellas pueden resumirse en los siguientes términos.
Primero, ¿posee el Estado una responsabilidad primordial sobre el conjunto del sistema, todas sus instituciones y el universo íntegro de estudiantes, o debe preocuparse principal o exclusivamente por las universidades estatales? Los defensores de esta última idea, de una responsabilidad exclusiva del Estado por “sus” universidades ( y ahora también CFT estatales), exigen para estas instituciones un “trato preferente”, pero no han podido explicar ni las bases conceptuales que justificarían el privilegio invocado a través de dicho trato ni la manera como aquel podría concretarse dentro de un régimen mixto de provisión donde más del 80% de la matrícula, y alrededor de un 60% del financiamiento, son aportados por el sector privado.
¿Se desea cambiar la naturaleza del régimen de provisión y cómo hacerlo? ¿Debe el Estado preocuparse solo de una minoría de las instituciones y los estudiantes? ¿Debería financiar únicamente a esa minoría? ¿No es más lógico asegurar un trato igualitario entre instituciones públicas, sean ellas de gestión estatal o privada (sin fines de lucro), como acaba de hacerse al aprobar la glosa? De ser así, ¿qué preferencia especial, en el margen, podría reconocerse a las universidades estatales por cumplir algunas misiones específicas que les confiere el Estado bajo reglas de compromiso y desempeño?
Segundo, ¿cómo podría el Estado impulsar una estrategia de desarrollo sustentable, de mediano y largo plazo, para el sistema si solo se compromete con un grupo de universidades y CFT? De hecho, la reforma anunciada por el programa del Gobierno -y que demoró casi tres años en concretarse en un proyecto de ley de educación superior- tiene como principal defecto el carecer de una visión, de una propuesta de futuro, de una concepción del tipo de régimen institucional, de financiamiento y de provisión que desea promover. Tampoco es claro cómo se propone organizar, guiar, coordinar y regular el sistema para alinearlo con el bien público y el interés general.
En vez de ofrecer respuestas a estas cuestiones clave, el proyecto enviado hace meses por el Gobierno al Congreso es un cuerpo de ideas contradictorias, sin un horizonte, sin diagnóstico sólido, sin objetivos y sin medios o instrumentos definidos para su implementación. De allí el rechazo generalizado que provocó.Próximamente experimentaría un replanteamiento a partir de una indicación sustitutiva. Puede conjeturarse que dicha indicación no será más que una reacomodo parcial y aparente del actual proyecto, pues nada indica que el Gobierno haya avanzado en responder a las preguntas de fondo y en aclarar su visión. De hecho, tal como acaba de revelar el debate sobre la glosa de la gratuidad, el Ejecutivo continúa confundido, no sabe hacia dónde desea llevar al sistema y se encuentra atrapado por fantasías ideológicas y grupos de interés que pretenden extraer el máximo de beneficios para sus miembros.
Si el Gobierno dio un paso en la dirección correcta al validar en la glosa el principio de igualdad de trato entre las instituciones del sistema, ello no se debió a una gradual maduración y convencimiento de que esta idea debe organizar al sistema, sino a la amenaza esgrimida por la oposición de recurrir al Tribunal Constitucional en caso de que La Moneda insistiera en discriminar arbitrariamente entre alumnos con similares méritos y necesidades.
Tercero, ¿cómo pretende entonces el Gobierno financiar la educación superior chilena para los próximos 25 a 50 años? Si se atiene uno a las declaraciones oficiales y al contenido de los proyectos de ley y las glosas presupuestarias enviadas al Congreso, la fantasía ideológica consiste en marchar velozmente hacia un esquema de financiamiento íntegramente estatal, sustituyendo el actual esquema de costos compartidos que ha permitido a Chile, combinando fuentes fiscales y privadas de recursos, alcanzar uno de los más altos gastos del mundo en este nivel educativo como porcentaje del PIB.
La administración Bachelet ofreció alcanzar esa meta ilusoria en 2020, avanzando durante su período hasta cubrir a los estudiantes provenientes de los hogares del 70% de menores recursos. Ya el año pasado esta fantasía fue drásticamente transformada por el Ministerio de Hacienda, limitando el financiamiento de la gratuidad a la mitad más o menos de los alumnos del 50% de hogares de menor ingreso y postergando sine die, para las calendas griegas, la meta de la gratuidad universal.
El presente año, la glosa recién aprobada busca financiar a una parte de esa mitad de jóvenes del 50% de hogares no cubierta el año pasado, mientras que la meta fantasiosa de una gratuidad universal ni siquiera se menciona. Como dice nuestro poeta: “Tras la paletada, nadie dijo nada, nadie dijo nada”.
Con todo, algunas autoridades dentro del Gobierno, algunos rectores y una parte de la NM declaran todavía hoy esa fantasía, aunque saben (o debieran saber) que es perfectamente irrealizable. Una gratuidad universal solo podría alcanzarse por una de tres vías: (i) limitándola a “lo estatal”, o sea, reasignando todo el gasto a favor de instituciones estatales; (ii) reduciendo dramáticamente el gasto por estudiante y con ello la calidad de la educación impartida; o (iii) postergando el advenimiento de la gratuidad universal hasta que los ingresos del Estado sean más o menos el doble de los actuales y se encuentren satisfechas prioridades de equidad más fundamentales para la sociedad, como una educación temprana y cuidado de los niños que compensen desigualdades de la cuna, y una educación primaria y secundaria de calidad e igualitaria, además de las necesidades básicas de salud de la población, las pensiones mínimas de los viejos, y así por delante.
En suma, seguimos más o menos donde mismo, a pesar del evidente avance que representa la glosa presupuestaria en cuanto a reconocer el principio de la igualdad de trato entre instituciones que atienden a jóvenes con los mismos méritos y necesidades socioeconómicas.
El sistema está sometido a importantes tensiones y se desenvuelve frente a un futuro incierto. Las políticas que se adoptan son meramente coyunturales, carecen de un adecuado diseño y se aprueban bajo la presión del tiempo, en medio del forcejeo corporativo por recursos fiscales. Prima un enfoque economicista de la educación superior, cuyo destino se discute en términos de cuántas becas más o menos, monto del subsidio de gratuidad, fondos basales y suplementos adicionales para facilitar acuerdos legislativos.
Mientras tanto, las preguntas de fondo sobre el futuro de nuestra educación superior permanecen sin respuesta.
José Joaquín Brunner, #ForoLíbero
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