La ley y el cambio educacional
Octubre 16, 2016

La ley y el cambio educacional

La creencia de que la promulgación de una ley trae consigo automáticamente el progreso cultural de la población lleva al legislador a introducirse en la sala de clase, imaginando que tiene el poder, la información, el conocimiento y la sabiduría para decidir sobre los asuntos prácticos que cotidianamente deben decidir profesores, estudiantes y autoridades de las instituciones educativas.  

José Joaquín Brunner

Los grupos dirigentes del país -especialmente aquellos favorables a los cambios- muestran una exagerada confianza en el poder de las leyes para transformar la realidad educacional del país. Así ha sido a lo largo de nuestra historia. Recuérdese lo ocurrido con la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria, aprobada en 1920. Como señala Amanda Labarca, destacada historiadora de la educación, casi veinte años después de promulgada esa ley, sus mandatos fundamentales no se habían cumplido. “Las ilusiones magníficas que hizo nacer y que conmovieron […] a todos los sectores ilustrados del país, que la juzgaron una conquista definitiva de la democracia y de la educación, se malbarataron junto con muchos otros, en medio del caos político de los años 1924-1931”.

De hecho, la educación primaria demoró casi medio siglo en universalizarse. Y aún no logra un estándar de calidad suficiente. No parece que hayamos aprendido de la historia. Hoy vuelven a reinar magníficas ilusiones que, plasmadas en leyes, se espera transformen la organización, procedimientos, funciones, bases sociales y cultura del sistema educacional en su conjunto, desde el nivel preescolar hasta la formación más avanzada. Incluso asuntos tan íntimos de la práctica pedagógica como encargar tareas para la casa se pretende resolver por el imperio de la ley.

Tan exagerada confianza en que el cambio nace de la ley y que para ser eficaz ella necesita ser máximamente reglamentaria y detallada, supone una idea subyacente sobre cómo funciona la sociedad y cómo se puede alterar el comportamiento de las personas y las organizaciones.

El núcleo de dicha idea, en torno al cual gira esta concepción burocrática del cambio, es que la manera más eficiente y rápida de transformar a la organización escolar y las instituciones académicas es mediante mandatos desde arriba hacia abajo que ordenan cómo organizarse, para qué fines, mediante cuáles desempeños y sujetándose a qué reglas. Si uno analiza las principales leyes dictadas o puestas en discusión durante la administración de la Presidenta Bachelet, observa que todas ellas tienden a regular en detalle a las instituciones, su personal y actividades. Buscan estandarizar su funcionamiento e imponen un cuadro burocrático de controles y prescripciones que limita el campo de libre actuación de los agentes del campo educacional.

Sin embargo, hay otra forma, muy distinta y más eficaz, de producir cambios y coordinar la acción de las organizaciones educacionales. En vez de proceder de arriba hacia abajo mediante mandatos y controles, se puede descansar en las propias personas y comunidades reconociéndoles mayores grados de autonomía, apoyando su iniciativa y confiando en sus capacidades de autorregulación, de sujetarse a normas y hacerse responsables por el desempeño y resultados de sus organizaciones.

El primer método descansa en las jerarquías, las instrucciones, las rutinas encuadradas en un procedimiento uniforme, todo esto regulado y evaluado desde fuera. El segundo es más experimental, supone confianza en los actores, favorece la emulación y tiende a la diversidad.

Uno debería complementarse con el otro; jamás excluir al otro, como actualmente sucede en Chile en desmedro del método de experimentación plural. Se cree que mediante la ley se podría ordenar un sistema orgánico vivo como la educación. Y que dicho orden debe ser arquitectónico, vertical, de comando y control centralizados, con múltiples dispositivos de supervisión y manuales de instrucción.

Esta mirada es la mirada de la ley que manda o prohíbe y usa el poder para imponerse y sancionar. Al contrario, la educación requiere espacios de libertad y su organización debe ser de abajo hacia arriba, flexible, basada en la iniciativa de las personas, con amplias posibilidades para que se desplieguen las capacidades profesionales de los docentes y directores, con latitud para innovar y para desarrollar la creatividad, la indagación crítica y el diálogo sobre los fines de la acción.

En esta concepción también la ley y las reglas burocráticas tienen su lugar. Deben ofrecer un marco estable para el desenvolvimiento de los procesos y aprendizajes, crear condiciones para que la libertad de los actores se despliegue dentro de un orden alineado con el interés general, favorecer rutinas de información y rendición de cuentas que sean regulares y trasparentes y, sobre todo, asegurar iguales oportunidades de calidad educativa y una sólida carrera profesional para los docentes.

Insistir en la idea de que el cambio educacional nace de la ley puede malbaratar -para usar el término de Amanda Labarca- las expectativas que tienen las familias de menores recursos de que sus hijos puedan integrarse a una vida mejor en virtud de su educación.

Cometeríamos el mismo error de 1920, creer que la promulgación de una ley trae consigo automáticamente el progreso cultural de la población. Y lleva al legislador a introducirse en la sala de clase y los patios de los colegios o en los claustros universitarios y su gobierno, imaginando que tiene el poder (e incluso la información, el conocimiento y la sabiduría) para decidir sobre los asuntos prácticos que cotidianamente deben decidir profesores, estudiantes y autoridades de las instituciones educativas.

En fin, hay veces en que la ley no nos hace libres ni opera en beneficio del bien común de la educación.

“En vez de proceder de arriba hacia abajo mediante mandatos y controles, se puede descansar en las propias personas y comunidades reconociéndoles mayores grados de autonomía, apoyando su iniciativa y confiando en sus capacidades de autorregulación, de sujetarse a normas y hacerse responsables por el desempeño y resultados de sus organizaciones”.

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