¿No más filosofía?
Carlos Peña: “No es, pues, la suerte de la filosofía y de sus cultores la que se juega en una decisión como la de suprimir la enseñanza de la filosofía del currículum escolar; es la fisonomía de la cultura pública en Chile la que, siquiera en parte, se arriesga en esa decisión….”.
Los prejuicios contra la filosofía, como si ella fuera un quehacer prescindible, un entretenimiento carente de toda utilidad, un artificio conceptual que aleja de las cosas urgentes e importantes de la vida, es muy viejo según lo prueba una fábula de Esopo que recogió Platón en el diálogo Teeteto. “Se cuenta de Tales -se lee en Teeteto, 174 AB- que mientras se ocupaba de la bóveda celeste, mirando hacia arriba, cayó en un pozo. Se rió de él entonces una sirvienta tracia, jocosa y bonita, diciéndole que mientras deseaba con toda pasión llegar a conocer las cosas del cielo, le quedaba oculto aquello que estaba ante su nariz y bajo sus pies. La misma burla vale para todos aquellos que se introducen en la filosofía”, añade Platón.
Ese prejuicio antifilosófico, cuando se lo deja crecer hasta el extremo que logre espantar a la filosofía del ciclo final de la trayectoria escolar, es perjudicial para la cultura. Porque ocurre que la filosofía, al revés de lo que imaginaba la muchacha tracia del cuento, no se ocupa de las cosas del cielo, sino de la condición humana, de las circunstancias que aquejan y desasosiegan a una época. Cuando Kant se esforzó porque la metafísica tomara el camino seguro de la ciencia, estaba en verdad intentando salvar, mediante la razón, a cosas como el alma, Dios o la inmortalidad, que subyacían a la cultura pública de su tiempo. Era, pues, esta última la que le interesaba. Y cuando Hegel escribió su “Filosofía del Derecho”, no se estaba ocupando del “cielo de los conceptos” (Ihering), sino de reconciliar a los seres humanos con las instituciones de su época, mostrándoles el potencial normativo que las inspiraban. Y en fin, cuando Rawls escribió su Teoría de la Justicia no lo hizo para distraer a sus lectores o desorientar a los economistas, sino para contribuir a que la política de una sociedad moderna y democrática fuera más reflexiva, más consciente de sus posibilidades y sus límites. Por eso Heidegger tiene toda la razón cuando observa que si con la filosofía no se puede hacer nada, quizá ella pueda hacer algo con nosotros.
¿Y qué puede hacer con nosotros la enseñanza de la filosofía?
Ante todo, la filosofía ayuda a aguzar la capacidad reflexiva y crítica de las personas. En su afán por preguntarlo todo, llevando el razonamiento hasta el límite de sus posibilidades (así definía la filosofía Jorge Millas), la filosofía puede ser un antídoto eficaz contra el prejuicio. Al demandar el fundamento de todo lo que se pone delante suyo, la filosofía puede enseñar, a quienes se asoman a ella, a rechazar las ideas recibidas e incitar a las personas a pensar por sí mismas, a pasar, según la famosa fórmula kantiana, de ser un pupilo a ser un adulto intelectualmente hablando.
En la medida que la filosofía ayuda a las personas a pensar por sí mismas y a espantar el prejuicio, ayuda, por supuesto, a que la vida cívica sea también más reflexiva y tolerante y a que el ideal de una democracia donde sus miembros deliberen y razonen sea un ideal al que, siquiera en algunos momentos, nos podamos acercar.
Pero, ante todo, la filosofía ayuda a evitar que una forma específica del prejuicio -lo que pudiera llamarse el prejuicio técnico- se enseñoree del espacio público y de las decisiones que atingen a todos.
El prejuicio técnico -una de cuyas víctimas predilectas es la propia filosofía- da por resultas cosas que deben ser pensadas. Por eso Heidegger dijo que la ciencia no piensa. El prejuicio técnico enseña que la vida social, la forma en que se organizan las instituciones y el modo en que concebimos la vida social, es el fruto de una simple racionalidad instrumental, el resultado ante todo de la búsqueda de eficiencia y de funcionalidad. Al plantear así las cosas, ese tipo de racionalidad oscurece las cuestiones más sustantivas que subyacen en la cultura y que una democracia se esfuerza por entregar a la deliberación de los ciudadanos. Esas cuestiones sustantivas asoman cuando se debate sobre el aborto, las pensiones o la Constitución, y ninguna de ellas, por más que sus cultores se esmeren, puede ser resuelta ajustando medios a fines que nunca se explicitan ni se discuten.
No es, pues, la suerte de la filosofía y de sus cultores la que se juega en una decisión como la de suprimir la enseñanza de la filosofía del currículum escolar; es la fisonomía de la cultura pública en Chile la que, siquiera en parte, se arriesga en esa decisión. Uno de los rasgos de una cultura moderna es la autonomía que enseña a sus miembros; pero una autonomía que no está acompañada de capacidad reflexiva, de la insolencia de preguntar hasta el límite -todas cosas que la enseñanza de la filosofía puede ayudar a adquirir- es una autonomía meramente formal, es una autonomía indefensa frente al prejuicio y al poder.
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