Democracia y universidad
Junio 30, 2016
Tribuna
Miércoles 29 de junio de 2016

Democracia y universidad

Carlos Peña: “Como la universidad es la institución que administra el saber y examina, al mismo tiempo, sus condiciones de posibilidad (así la concibió Kant en “El conflicto de las facultades”), ella no puede rehuir la admisión de todos los puntos de vista y la deliberación a la hora de adoptar sus decisiones”.

Quienes participan de las tomas de las universidades suelen llamar a la democracia en su apoyo. La esgrimen para legitimar la toma como acto (ella, dicen, sería el producto de una decisión democrática) y a la vez como medio (su empleo, agregan, sería una forma de presión para que las universidades se democraticen).

¿Es correcto todo eso?

Para saberlo es necesario -esa es la regla de la universidad- reflexionar acerca de las relaciones que median entre la democracia y la universidad.

Desde luego, es imprescindible explicitar qué ha de entenderse por democracia. En la literatura, se observan tres significados focales en esa palabra (la doctrina de los significados focales pertenece a Aristóteles). En uno de ellos se llama democracia a la adopción de decisiones en base a la regla de la mayoría. En el otro se llama democracia a un proceso de adopción de decisiones de carácter deliberativo, donde se exponen y se pesan las mejores razones. En el tercero, se llama democracia a una forma de vida que se caracteriza por el respeto de todos los puntos de vista y la tolerancia de las diferencias.

¿Tiene la universidad una relación esencial con alguno de esos significados de democracia?

Si descendemos de los significados focales a los hechos, es fácil advertir que la universidad no tiene una relación esencial con la democracia entendida como la simple adopción de decisiones en base a la regla de la mayoría. Harvard, Stanford, Leiden, la Pontificia Universidad Católica, todas ellas universidades indudables, no se gobiernan en base a esa regla.

¿Tendrá entonces la universidad una relación esencial con la democracia entendida en los otros dos sentidos?

Por supuesto que sí. Como la universidad es la institución que administra el saber y examina, al mismo tiempo, sus condiciones de posibilidad (así la concibió Kant en “El conflicto de las facultades”), ella no puede rehuir la admisión de todos los puntos de vista y la deliberación a la hora de adoptar sus decisiones. La universidad debe, pues, ser democrática en el sentido de esforzarse por deliberar y democrática además en el sentido de tolerar y admitir todos los puntos de vista. Esta es la razón de por qué las universidades requieren contar con un órgano -Consejo Académico, senado u otro análogo que las universidades, en uso de su autonomía, escojan- donde académicos y estudiantes reflexionen sobre el curso intelectual de su institución.

Pero, como es obvio, esa índole democrática de la universidad consistente en su deber de admitir todos los puntos de vista y traerlos a la reflexión no la obliga, en modo alguno, a admitir o tolerar cualquier medio o procedimiento que sus miembros elijan para hacerlos valer. Distinguir entre la legitimidad de los fines y la legitimidad de los medios -¿cómo se ha podido olvidar esto tan fácilmente?- es una exigencia básica de la vida social y de la vida universitaria.

Esa es la razón de por qué no basta esgrimir la democracia o el deseo de ella para que, entonces, las ocupaciones coactivas de los edificios universitarios (las tomas) sean legítimas y deban ser respetadas. La universidad, al igual que la sociedad política, debe admitir todos los fines; pero debe rechazar el uso de algunos medios. Si la universidad admitiera todos los medios para que sus miembros hagan valer sus puntos de vista -y por ejemplo considerara legítimas las tomas a pretexto que las apoya una asamblea-, estaría renunciando a sí misma.

Desgraciadamente el uso de medios coactivos (las tomas) para imponer la propia voluntad arriesga transformarse en un mecanismo normal, algo a lo que grupos de estudiantes recurren sin temor al reproche, un medio para cuyo empleo algunos de los miembros de la universidad, explícitamente o en sordina, esgrimen las más disímiles y disparatadas razones.

Es verdad -no vale la pena ocultarlo- que el sistema universitario está desregulado, que las expectativas que el Gobierno estimuló no podrán satisfacerse y que algunas instituciones han transgredido la ley. Pero nada de eso podrá resolverse ni será corregido -más bien se agravará- si se sigue insistiendo en el absurdo de esgrimir la democracia para impedir por la fuerza que la universidad funcione.

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