¿Cuánto y cómo ha avanzado la reforma educacional?
José Joaquín Brunner, El Mercurio, 5 de junio 2016
El debate de las políticas educacionales ha caído en un conjunto de mistificaciones que es conveniente aclarar. La principal es el supuesto de que la educación tiene el poder de producir una sociedad más equitativa, movilidad social, igualdad de estatus y una mejor distribución del ingreso.
Por lo pronto, hasta ahora los avances de la reforma son leyes aprobadas o proyectos en tramitación o preparación. La Presidenta así lo reconoce. Dijo el 21 de mayo: “La tarea principal para los próximos años es implementar esta gran reforma educacional: pasar de las leyes a las acciones concretas que impactan positivamente en las familias”. Es decir, sabe que las reformas no existen ni producen efectos antes de haberse aplicado. Allí reside la diferencia entre un cambio de papel y uno de verdad.
En esto debemos aprender de los estudios llevados a cabo por la OCDE.
Por ejemplo, insisten que una implementación efectiva supone aumentar las capacidades en la base, a nivel de aulas y colegios. Recomiendan contar con directores que sean verdaderos líderes pedagógicos capaces de “dar vuelta” colegios fallidos. Subrayan la necesidad de crear o fortalecer comunidades profesionales que puedan llevar las innovaciones hasta el interior de las salas de clase. Asimismo, se recomienda evitar iniciativas que desestabilicen a los colegios o que desconozcan el contexto dentro del cual se desenvuelven.
La mayoría de los proyectos de reforma impulsados por la administración Bachelet en este sector no ha considerado estas elementales lecciones. Su diseño fue improvisado, no se incluyeron dispositivos de evaluación, se puso énfasis solo en los aspectos legislativos, se dejó a un lado la articulación de acuerdos, se pasó por alto el conocimiento existente y se hostilizó a los sostenedores, las comunidades escolares y las instituciones de educación superior.
La sala de clase, las prácticas pedagógicas, la calidad de los aprendizajes, el cierre de brechas sociales, una mayor equidad, la capacitación de los docentes en ejercicio, una educación superior dinámica y vinculada con el desarrollo del país y las regiones, todo eso se halla lejos del corazón de la reforma.
Con todo, las principales mistificaciones se ubican en otro lado: el del (supuesto) poder que se atribuye a la educación para producir -como una nueva “mano invisible”- una sociedad más equitativa, movilidad social, igualdad de estatus y una mejor distribución del ingreso.
Originalmente, esta tesis fue planteada por la teoría del capital humano y acompañó a la visión neoliberal del mundo. Se postuló (y creyó) que la educación contribuía significativamente a todos esos fines sociales. Además, a crear empleo, aumentar la productividad, ensanchar el emprendimiento, facilitar la difusión de innovaciones tecnológicas e incrementar la competitividad de las empresas y la economía nacional.
Tan expectante tesis llegó a ser adoptada de manera casi uniforme, e igualmente acrítica, por economistas convencionales, organismos internacionales y fervorosos creyentes en el mejoramiento automático de las oportunidades de vida.
Por el contrario, la sociología, más realista -y más escéptica también cuando no se deja llevar por los vientos de alguna utopía- postula que la educación, entregada a los mecanismos espontáneos de transmisión de la familia, la escuela y la sociedad, termina reproduciendo las desigualdades de la cuna y sirviendo como un dispositivo de selección, clasificación, estratificación y jerarquización de las personas. No osaría, por lo mismo, prometer la igualdad en la tierra o la movilidad ascendente hacia el cielo. Pues sabe -desde hace más de un siglo- que para emparejar oportunidades, compensar diferencias, reconocer méritos y cerrar brechas de aprendizaje y bienestar, la educación necesita domesticarse, civilizarse, cultivarse y transformarse.
La distorsión óptica bajo la que hemos vivido estos últimos años se genera por ese enfoque economicista y por la idea de que las reformas impulsadas por la actual administración estarían operando como un interruptor de la reproducción educacional de las desigualdades.
Para llegar a ese punto habríamos requerido un programa de reformas muy distinto. Debimos partir por la gestión, el liderazgo y la profesionalización docente de los colegios subvencionados que atienden a los niños y jóvenes que no alcanzan el umbral mínimo de habilidades en los dominios cognitivos centrales. Esas escuelas deberían tener, adicionalmente, menos alumnos por profesor, redes de apoyo para sus docentes y estudiantes (de salud, psicológica, de orientación vocacional, asistencia social, etc.), y un currículum reforzado para ofrecer una formación humana más completa (física, ciudadana, de medios y redes, para el consumo, la convivencia y la autorregulación personal). Por último, debimos atender prioritariamente las carencias de los hogares de esos alumnos, pues allí comienza a gestarse la brecha de oportunidades que luego se va ensanchando a lo largo de la vida.
En fin, ni los éxitos proclamados por la reforma educacional son tales, encontrándose pendiente aún la implementación de casi todas las iniciativas, ni las expectativas sembradas -entre utópicas e ingenuas- podrían satisfacerse.
Para retomar la senda del esfuerzo compartido, necesitaríamos liberarnos primero de estas ilusiones y enseguida enfrentar los verdaderos retos.
“Ni los éxitos proclamados por la reforma educacional son tales, encontrándose pendiente aún la implementación de casi todas las iniciativas, ni las expectativas sembradas -entre utópicas e ingenuas- podrían satisfacerse”.
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