Declinación del sentido de lo público
“El contrato principal de la universidad es uno entre generaciones cuyo objeto es transmitir una cultura de la razón pública, del pluralismo de valores y del conocimiento en todas las dimensiones de lo humano. Su naturaleza estatal o privada es más bien un rasgo secundario…”.
A cambio de esos fueros y del financiamiento (parcial) de sus actividades, la universidad ofrece oportunidades de aprendizaje, conocimiento, el ideal de una comunicación no-distorsionada, preguntas fundamentales y verdades socialmente elaboradas que permiten a los individuos vivir vidas examinadas y, a la sociedad, conocerse y transformarse.
Dentro de esta tradición imaginó e instituyó Humboldt la universidad que investiga y enseña a las nuevas generaciones a vivir en una cultura reflexiva avanzada. Dentro de ella pensó Jaspers a la universidad como conciencia lúcida de su época. Y hasta hoy, como ocurre con Derrida, se proclama que la universidad “exige y se le debería reconocer en principio […] una libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición, e incluso más aún si cabe, el derecho de decir públicamente todo lo que exigen una investigación, un saber y un pensamiento de la verdad”.
¿Cómo pudo esta poderosa idea banalizarse al punto de convertirse en una mera ficción jurídica (lo estatal) o en el símil de una fábrica de bienes públicos? Hay dos vertientes explicativas para este fenómeno. Por un lado, la universidad pública (de tradición kantiana) al identificarse plenamente con el Estado-nación durante el siglo XIX, sufrió los avatares de aquel durante el siglo XX: quedó a merced de regímenes totalitarios en el mundo soviético, se identificó con el Estado nazi (de la mano del rector Heidegger) o fue sometida a una rigurosa vigilancia como ocurrió durante la dictadura en nuestro país. La cadena de lo público=Estado=interés general se rompió en mil partes y perdió legitimidad. En la actualidad perdura apenas como un reflejo burocrático-formal.
Por otro lado, la universidad estatal se volvió una corporación utilitaria proclamándose, en el lenguaje económico de nuestra época, una productora de bienes públicos -tales como acceso equitativo, desarrollo regional, empleabilidad e innovación tecnológica- y propuso ser reconocida como una fuente generadora de beneficios sociales a cambio de un subsidio fiscal.
Desde el momento que asumió esa doble inflexión administrativa y utilitaria, la universidad estatal quedó atrapada en su propia lógica. Debió competir con múltiples otras organizaciones por estudiantes, académicos, recursos y prestigios; ser acreditada bajo unas mismas reglas con esas competidoras; complementar sus ingresos cobrando aranceles; vender servicios de conocimiento y ser medida con idénticos indicadores de producción, desempeño y resultados. Sus diferencias respecto de universidades privadas (sin fines de lucro) perdieron relevancia. Ambas producen bienes públicos, fomentan la equidad y el mérito, admiten alumnos bajo un mismo régimen de selección, adoptan métodos de gestión empresarial, comparten una idéntica organización de la carrera académica, emplean esquemas de financiamiento compartido y se gestionan en función de criterios de efectividad, eficiencia y creación de valor comunitario.
Al igual que entre las universidades privadas, también entre las universidades estatales hay una gran heterogeneidad y variedad de tipos alrededor del mundo: pluralistas, militantes, comprometidas con los ruidos de la calle, religiosas, comerciales, altamente selectivas, masivas, de acceso libre o pagadas, locales e internacionales. Incluso, con cierta ironía podría decirse que además hay universidades públicas entre las estatales (en la tradición kantiana) mientras otras son más bien corporativizadas, o se han privatizado a sí mismas, o sirven a grupos políticos o ideológicos, o se ocupan únicamente de los intereses de sus propios miembros. En suma, si queremos recuperar el sentido de lo público, debemos abandonar el esquematismo de lo público=estatal. Más bien, tenemos que salir a buscar lo público en la racionalidad sustantiva de las instituciones, sus principios formativos, su capacidad de formularse preguntas, su independencia reflexiva frente a los poderes (de todo tipo) y su sujeción a un marco normativo que asegure su “libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición”.
Lo importante, en esencia, es cómo la universidad participa en la esfera pública, ese espacio que se halla entre el Estado y la sociedad civil (el mercado y los organismos privados). A fin de cuentas, el contrato principal de la universidad es uno entre generaciones cuyo objeto es transmitir una cultura de la razón pública, del pluralismo de valores y del conocimiento en todas las dimensiones de lo humano. Su naturaleza estatal o privada es más bien un rasgo secundario.
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