Autonomía o dependencia de las universidades
“Lo menos que se puede decir es que dicho diseño no adopta como eje axial el valor de la autonomía ni valora el autogobierno de las organizaciones; es decir, la capacidad de decidir ellas mismas su propia misión académica y proyecto estratégico…”.
Desde su origen las universidades han existido en tensión entre los poderes externos que contribuyeron a su formación y sostenimiento -la Iglesia, la corona y los municipios de las ciudades europeas más ricas- y el poder de la propia corporación; aquella que Alfonso X “el Sabio” describió como “ayuntamiento de maestros y escolares, que es hecho en algún lugar con voluntad y con entendimiento de aprender los saberes”. Con el arribo de las modernas universidades europeas a comienzos del siglo XIX, estas adquirieron su autonomía frente a aquellos poderes externos y la libertad académica de sus miembros, profesores y alumnos.
De hecho, hoy, las universidades aspiran, en todo el mundo, a regular sus relaciones con los Estados según el modelo inspirado por Guillermo von Humboldt hace dos siglos. El de universidades independientes, con vocación pública que sirven a su país y al Estado a través de la producción y transmisión del conocimiento avanzado y la formación de personas en las ciencias y las humanidades. A su turno, el Estado autolimita sus potestades para asegurar la autonomía institucional de las universidades y garantiza a sus miembros el libre ejercicio de la enseñanza, la investigación, el estudio y la crítica fundada en la razón. Como dijo Kant: al soberano la universidad debe pedirle “nada más que no poner trabas al progreso de las luces y de las ciencias”. Así podría “disponer para su esfuerzo docente e investigador de una independencia moral y científica frente a cualquier poder político, económico e ideológico”, según proclama la Magna Charta Universitatum (1988).
También en América Latina estos principios inspiran a las mejores universidades y son declarados por las autoridades políticas. En la práctica, sin embargo, solo han ido asimilándose lentamente en las culturas nacionales -incluso de las comunidades académicas-, frente a múltiples resistencias y obstáculos.
Los gobiernos de caudillos, dictadores, gobernantes autoritarios y militares -abundantes en nuestra región- han eliminado invariablemente la autonomía universitaria y suprimido o coartado las libertades académicas. También en Chile tuvimos universidades intervenidas y vigiladas. En otros casos, las propias universidades se vuelven militantes y se confunden con los ruidos de la calle. Inmersas en las trincheras abandonan entonces su misión reflexiva.
En tiempos normales, las cosas son distintas. Pero igual surgen dificultades y vallas para el pleno ejercicio de los ideales de autonomía y libertad que inspiran la universidad moderna.
Por ejemplo, en estos días se discuten unas minutas ministeriales que anticipan el diseño político, organizacional, administrativo y financiero del sistema de educación superior chileno, en caso de llevarse a cabo la reforma que prepara el Gobierno.
Lo menos que se puede decir es que dicho diseño no adopta como eje axial el valor de la autonomía ni valora el autogobierno de las organizaciones; es decir, la capacidad de decidir ellas mismas su propia misión académica y proyecto estratégico.
Al contrario, se crea un orden enrarecido por la vigilancia y el control externos, donde el gobierno determinaría asuntos propios de la autonomía sustantiva y procedimental de las universidades.
Entre los primeros, fijaría por medios políticos-administrativos la oferta de programas y el número de vacantes, el precio de los estudios, la admisión de los estudiantes, y regularía el currículo y los estándares de la enseñanza a través de un marco nacional de cualificaciones. Además, una vez completado el régimen de gratuidad universal, las instituciones dependerían en su integridad del dinero fiscal y pasarían negociando su destino con las autoridades de Educación y Hacienda.
En el terreno de la autonomía de procedimientos, las trabas impuestas por la acción combinada de una (nueva) Subsecretaría de Educación, una agencia (nueva) de acreditación, una superintendencia (realmente panóptica) de control y vigilancia, un (nuevo) sistema de universidades estatales y su comité coordinador y un fortalecido CRUCh son tales, que hacen realidad la profecía de Max Weber. Él dijo que llegaría el momento en que todas las organizaciones se tornarían férreamente burocráticas, obligándonos a vivir (trabajar, pensar, crear, comunicarnos y morir) como dentro de una jaula de hierro.
La tendencia de los países de la OCDE, en cambio, es precisamente la contraria. Han ido ampliando la autonomía (sustantiva y procedimental) de sus universidades, adoptando sistemas mixtos de financiamiento público-privado y promoviendo formas de gobernanza de las universidades que aseguren responsabilidad ( accountabi lity ) en los planos legal (incluyendo probidad y transparencia), de la eficiencia (uso de medios y recursos, productividad) y de la efectividad (calidad, pertinencia de los títulos, impacto regional, contribución a la integración social y a la deliberación democrática).
Para el sistema chileno, por tanto, el momento actual es uno de encrucijada.
Una alternativa es mantener un régimen plural y diverso de universidades con autonomía profundizada y responsable, financiamiento de costos compartidos (entre el Estado, la sociedad, las familias y los beneficiados), con regulaciones claras y estables, acreditación exigente y basada en la confianza en las instituciones y las comunidades académicas. La otra alternativa es deslizarnos hacia un modelo centralista, con coordinación político-burocrática, de alta supervisión, vigilancia y control, con regulaciones minuciosas de la autonomía sustantiva y procedimental, basado en la desconfianza, la estandarización y las sanciones, hasta desembocar en una dependencia generalizada del financiamiento fiscal y de la voluntad de los órganos gubernamentales.
0 Comments