Universidad y calidad: el caso de España
Una gestión burocrática redundante y perversa consume un tiempo precioso de los investigadores y despilfarra recursos necesarios
El pasado 16 de febrero, el diario EL PAÍS anunciaba que la conferencia de rectores había encargado un informe sobre la situación de la universidad española al Dr. Guy Haug, uno de los “padres” del llamado “proceso de Bolonia” en su condición de alto responsable de la Unión Europea para la implantación del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES). Es una buena noticia porque confirma que hay conciencia de que el sistema universitario tiene serios problemas y porque el designado lleva algún tiempo advirtiendo de los mismos. Cabe recordar que desde el inicio de la implantación del EEES, hace ya más de un lustro, toda la gestión académica universitaria está comprometida con la búsqueda de la calidad de sus procesos administrativos y del nivel de resultados formativos de sus títulos. En atención a ese compromiso, se han promovido varios organismos (ANECA), métodos (el sistema de acreditación de títulos) y prácticas (la realización de informes anuales, semestrales o mensuales) cuyo fin básico consiste en garantizar esos niveles cualitativos estimados como deseables.
Sin embargo, la aplicación efectiva de ese compromiso tropieza con notables divergencias a la hora de entender el significado de la “calidad” anhelada. Extrañamente, no todos suscriben que hay que entender lo que dicho concepto significa desde Aristóteles: un atributo de las cosas (junto con el paralelo pero diferente atributo de la cantidad) que alude a su capacidad para cumplir sus funciones y realizar sus cometidos de manera diferenciada (“mejor, regular o peor”). Por eso mismo, quien dice “calidad” con mínima pertinencia hace mención de una característica de las cosas que exige ponderar, a tono con un parámetro de medida, el grado valorativo de consecución de sus fines propios: desde una mínima calidad (un servicio administrativo que funciona deficientemente; un ordenador portátil que opera mal) hasta un máximo de excelencia cualitativa (un servicio administrativo eficiente al máximo rendimiento; un ordenador portátil que no falla en sus prestaciones).
La divergencia de interpretación sobre lo que es la “calidad” conlleva muchos desajustes en su aplicación práctica en la vida universitaria. No en vano, una poderosa corriente ha llegado a entenderla como mera cobertura formal para exigir una reglamentación estricta y homogénea de todo su funcionamiento, medida casi exclusivamente en términos de cantidad (resultados numéricos, índices de productividad cuantitativa, niveles de magnitudes burocráticas expresadas en actas, memorias, informes, reglamentos, balances, protocolos, diagnósticos, etc.). En particular, me atrevo a afirmar que ésta ha sido la interpretación dominante que la “cultura de la calidad” ha adquirido en la vida universitaria española, al amparo oportunista de la implantación del EEES. En aras de esa errónea interpretación, la búsqueda de la calidad se ha manifestado bajo un formato mecánico y cuantitativo cuyo resultado final, hoy claramente visible, ha sido una inflación enorme de la carga administrativa de gestión burocrática exigida a los profesores y profesionales de la universidad española.
Podría parecer que lo que precede es mera impresión personal de un profesor universitario que ha tenido ocasión de experimentar en primera línea este proceso. Pero no lo es porque un mero repaso a la literatura disponible permite apreciar que esa impresión está corroborada por varios analistas del fenómeno de primera categoría académica.
Uno de ellos ha sido precisamente el Dr. Guy Haug, que formó parte de un equipo de expertos (con el Dr. Pello Salaburu, exrector de la Universidad del País Vasco; y el Dr. José-Ginés Mora, profesor del Institute of Education de la Universidad de Londres) que publicó en 2011 el informe España y el proceso de Bolonia encargado por la Academia Europea de Ciencias y Artes. Ya entonces, ese equipo alertaba sobre un problema ahora desbocado: “La burocratización que caracteriza el camino hacia el EEES en España es el resultado de una mala interpretación y una deficiente aplicación de los principios del proceso de Bolonia”. Y añadía: “Este comentario es pertinente también con la burocracia casi sin límite que se ha instalado sobre el proceso de aprobación de los nuevos planes de estudio a través de ANECA y el Ministerio correspondiente”.
Ese diagnóstico no es el único existente, aunque probablemente sea uno de los más tempranos e informados. Tres años más tarde, apuntaba esa misma crítica otro experto, el Dr. Ricardo Chiva, economista especializado en gestión de sistemas complejos de la Universidad Jaume I: “¿es este el modelo organizativo deseable para la universidad española? ¿A qué nos lleva incrementar sin límites las normas, el control y la burocracia en la universidad?” (EL PAÍS, 11 de noviembre de 2014). Y apenas seis meses después, un solvente reportaje del periodista Héctor G. Barnés reiteraba igualmente una verdad incómoda pero innegable: “Los académicos se pasan cada vez menos tiempo pensando, leyendo y escribiendo y más tiempo rellenando formularios”. Incluso se atrevía a cuantificar (aquí sí procede el verbo) el impacto de ese proceso para la salud intelectual de la universidad: “hasta el 25%” del tiempo laboral de un profesor se dedica a novedosas labores burocráticas, con el efecto de imposibilitar “que dedique su tiempo a asuntos más productivos como la investigación y la preparación de las clases” (El Confidencial, 29 de mayo de 2015).
No se trata de juicios pesimistas de escépticos conservadores españoles que temen la renovación universitaria en curso y desconocen el panorama europeo. No todos los autores son españoles, si bien son todos reputados especialistas en la materia. Y uno de ellos es nada menos que “el padre” del proceso Bolonia. Por si fuera poco, su diagnóstico ha sido revalidado por otra experta en materia educativa superior, la Dr. Eliane Glaser (Universidad de Londres), en un difundido artículo publicado en una de las más prestigiosas revistas especializadas del mundo (The Times Higher Education, 21 de mayo de 2015). A su juicio, bajo la cobertura espuria de la “búsqueda de la calidad”, los sistemas universitarios continentales están sufriendo una grave inflación burocrática, cuyo efecto es la pérdida de calidad de la investigación y la docencia: “Gastamos cada vez más horas del día discutiendo, analizando y ponderando lo que hacemos, y cada vez menos horas haciendo lo que tenemos que hacer”.
En efecto, la meta de la calidad está siendo imposibilitada por los perversos procesos de gestión burocrática implantados, que consumen tiempo precioso, despilfarran recursos humanos y materiales no tan abundantes y reportan beneficios y provechos harto discutibles cuando no superfluos o simplemente estériles. No en vano, como todos los profesores universitarios saben por experiencia propia, no tiene ningún sentido que, por ejemplo, un físico nuclear, un latinista, un ingeniero agrónomo, un iusinternacionalista, un medievalista o un bioquímico dediquen buena parte de su tiempo laboral, su atención intelectual y su dedicación académica al estudio, comprensión y ejecución de complejos trámites administrativos y procesos de gestión burocrática que, necesariamente, irán en detrimento de su tiempo, atención y dedicación a sus disciplinas científico-técnicas, que constituyen su razón de ser como profesores universitarios comprometidos con el avance de la investigación y la mejora de la educación.
Por eso mismo, una desviación de funciones de esa naturaleza de los recursos humanos y capacidades profesionales no contribuye en absoluto al logro de la excelencia cualitativa académica, sino que rebaja y debilita ese objetivo imposible bajo esos principios operativos. Y basta como demostración el hecho de que tal situación no es la que predomina como práctica habitual en las mejores universidades europeas e internacionales. Así lo apuntaban ya en 2011 el equipo formado por Salaburu, Mora y Haug: “No conocemos ninguna universidad de referencia del mundo que haga nada parecido”.
Todavía más. Esa desviación y perversión de funciones y capacidades científico-técnicas está en franca oposición y abierta contradicción con los principios generales reguladores de la práctica administrativa en el seno de la Unión Europea, incluyendo sus instituciones de educación superior. No en vano, cabe recordar que otra vez en junio de 2015 un informe del Parlamento Europeo (referencia PE 519.224) ha subrayado la ineludible necesidad de adaptar toda la gestión burocrática en la UE a varias directrices rectoras supremas de las cuales cabe destacar dos: el principio general de “buen gobierno” y el principio general de “transparencia”.
Una práctica de “buen gobierno” establece el imperativo de procurar siempre la máxima simplificación de trámites
A tenor del primero, la exigencia de una práctica de “buen gobierno” (como cautela contra la mala, lenta o redundante administración) establece el imperativo de procurar siempre la máxima simplificación de trámites administrativos y burocráticos, para lograr la mayor eficiencia y el pertinente ahorro de costes, esfuerzos y tiempos. En otras palabras, como dirían nuestros clásicos conceptistas: “(en gestión) lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Se trata, por tanto, de una salvaguardia contra los excesos recurrentes de demandas burocráticas descoordinadas, que redundan en papeleo interminable y abuso de petición de informes reiterados, que incumplen flagrantemente ese principio general omnivalente. Y en la universidad ahora sabemos mucho de esto. Por ejemplo y poniendo un caso personalmente sufrido: en el plazo temporal de un año natural (de diciembre de 2014 a diciembre de 2015), el Grado de Historia de la Universidad de Extremadura ha tenido que cumplimentar tres informes consecutivos para la misma institución supervisora (la ANECA) que trataban de los mismos procesos y realidades y consumieron ingente cantidad de tiempo, esfuerzo y dedicación: el llamado “Auto-Informe de seguimiento Monitor” (para comprobar la situación del título cada dos/tres años); el “Informe Anual del Título” (para comprobar la situación del mismo en el curso académico terminado) y el “Auto-Informe de Acreditación” (para comprobar, otra vez, la situación del título a los cinco/seis años de su implantación). ¿Cabría pensar en una organización privada que hiciera un uso tan estéril y despilfarrador de su personal y recursos sin que nadie fuera llamado a rendir cuentas de tamaño despropósito?
A tenor del segundo principio, la exigencia de transparencia en la administración pública (como cautela contra el secretismo, la ignorancia normativa y la arbitrariedad de gestión) establece el imperativo de aspirar siempre al máximo grado de publicidad leal y conocimiento bien informado, asegurando así que los procesos de gestión sean claros, sencillos, eficaces y faltos de ambigüedad y reduplicaciones. Y cabe dudar que ésa sea la realidad efectiva de la nueva gestión universitaria auspiciada por esa falsa concepción de la calidad que sólo contempla cantidad de papeles, volumen numérico de informes, cifras redondas de resultados y medidas de tiempo (en horas) involucradas en los procesos. A este respecto, cabe subrayar la violación flagrante de ese principio realizado en los mencionados procesos de evaluación de títulos correspondientes a los programas Monitor y de Acreditación ya mencionados (por no hablar del “Informe Anual” preceptivo), cuyos formatos, dimensiones, exigencias y demandas fueron cambiando a lo largo del tiempo y sin respeto alguno al principio de seguridad jurídica (no ya de transparencia). Se trata, una vez más, del peligro apuntado por el equipo formado por Salaburu, Ginés-Mora y Haug y bien formulado por la Dra. Glaser: “La burocratización es el producto de edictos que van de arriba abajo” y que “ofrece la quimera de una absoluta transparencia, consistencia y equidad” a la par que viola esos objetivos con su “restricción de la autonomía” operativa de los centros y profesores y con su abusiva carga de tareas burocráticas mayormente replicativas.
En definitiva, ya es hora de que los responsables públicos de nuestra educación y de nuestra universidad tomen conciencia del grave problema y procedan a remediarlo en la medida de sus posibilidades. Pueden estar seguros de que la vasta mayoría del profesorado universitario, y sus disciplinas científicas y tecnológicas, agradecerán la decisión. De otro modo, adiós a la calidad de la universidad española para muchos años.
Enrique Moradiellos es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura.
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