Futuro incierto
Estas vacaciones serán de incertidumbre en la educación superior. Los motivos se suman. Existen demasiadas interrogantes y muy escasas respuestas.
Este año, la educación superior (ES) sale de vacaciones con pronóstico incierto. En lo inmediato, la gratuidad deja en suspenso varios asuntos. Un número de estudiantes aún no sabe si pertenece al grupo cuyo arancel será pagado por el Estado. Por su lado, las universidades con oferta gratuita no conocen todavía el monto que recibirán por este concepto. Tampoco se concretó el anunciado nuevo marco legislativo para el sector; se postergó hasta marzo/abril próximos.
Los motivos de incertidumbre se suman. ¿Volverá a aplicarse la gratuidad mediante glosa presupuestaria en 2017? ¿A cuántos alumnos beneficiará? ¿Incluirá a institutos y centros? Y ¿qué contendrá el proyecto de ley marco? ¿Se crearán en paralelo una Subsecretaría de ES en el Mineduc y un Ministerio de Ciencia y Tecnología? ¿Cómo se clasificará a las instituciones? ¿Habrá agencia de acreditación y superintendencia? ¿Gozarán de independencia?
Lo cual da paso a interrogantes de fondo. ¿Hacia dónde desea el Gobierno conducir la ES? ¿En qué consistirá el cambio de paradigma prometido? ¿Se busca fortalecer o desmontar gradualmente el régimen mixto de provisión? En concreto, ¿cuál es la meta de incremento de la matrícula estatal para 2018 y 2020? ¿Se restringirán las vacantes en programas académicos (universitarios)? ¿Aumentará su número en carreras técnicas y programas vocacionales? ¿Cómo y en qué porcentaje?
Un principio clave de organización de los sistemas de ES es la autonomía de las instituciones, su autogobierno, respeto por la diversidad de sus misiones y libertad de cada una para determinar sus propias funciones, programas docentes y proyectos de investigación, así como para gestionar sus vínculos con el medio.
El Estado no interviene administrativamente en estos asuntos. Al contrario, confía su administración a las propias instituciones. Fomenta su autorregulación. Fija reglas del juego, establece regulaciones de carácter general, determina estándares, exige información y rendición de cuentas ( accountability ), dispone incentivos y sanciones para favorecer o controlar conductas, y guía al sistema a distancia en función de prioridades del desarrollo nacional y regional, la generación de beneficios sociales y de valores públicos.
Consecuentemente no aspira a dirigir al sistema mediante instrumentos de control y comando, no legisla hasta el último detalle, no gobierna por reglamentos, no gestiona la minucia operativa ( micro-management ); no planifica cuantitativamente insumos, vacantes, aranceles y graduados. Tampoco limita las iniciativas e innovaciones surgidas desde las organizaciones. Prefiere que estas posean una estructura diversificada de ingresos, generen un excedente y lo inviertan en su propio desarrollo y mejoramiento, antes que hacerlas depender únicamente de recursos fiscales.
¿Comparte el Gobierno esta filosofía? No parece ser así. Más bien favorece un paradigma distinto, según se desprende de documentos oficiales, aunque sin definirlo con claridad ni traducirlo con medidas coherentes.
Donde más agudamente se manifiestan dichas ambigüedades es en las políticas de financiamiento. Su eje es la apuesta gubernamental a la gratuidad universal, que se alcanzaría en 2020. Significa que el Estado costearía no solo la investigación, la infraestructura y el equipamiento, sino además el valor total de los aranceles pagados actualmente por los propios estudiantes y familias (con ayuda de becas y créditos).
Chile se transformaría entonces en el país con mayor gasto estatal (como porcentaje del PIB) dentro de la OCDE, superando a los países nórdicos y duplicando al del promedio de los países de dicha organización. De un salto pasaríamos a ser un Estado de bienestar avanzado en el campo de la ES, mientras en los demás niveles educacionales seríamos uno de los países con menor gasto público por estudiante. Este solo sinsentido muestra lo absurdo, inviable y regresivo de una política tal. En cambio, durante la presente década podríamos aspirar a extender la gratuidad a todos los estudiantes pertenecientes a los cinco deciles de menor ingreso y apoyarlos hasta completar sus carreras.
En suma, llevado por el espejismo de la gratuidad universal, el Gobierno genera además una serie de confusiones y preguntas adicionales. ¿Piensa acaso que podría avanzar hacia la gratuidad disminuyendo el gasto en el sector? Solo podría hacerlo tomando medidas del siguiente estilo, según muestra la experiencia internacional: reducir el número de jornadas académicas, aumentar la carga docente por profesor y el número de alumnos por aula; dejar de invertir en equipamiento, infraestructura y tecnología; recortar el bienestar estudiantil, ahorrar en investigación y en jóvenes investigadores, y recortar ítems de extensión cultural. ¿Considera el Gobierno seriamente imponer a las universidades alguna de esas medidas? ¿Pero cómo podría evitarlas si de verdad se propone sustituir el cuantioso aporte privado obtenido vía aranceles por recursos de la renta nacional?
En fin, ¿hasta cuándo deberán soportar las instituciones este cuadro de confusiones e incógnitas? ¿Cuánto tiempo más durará la indeterminación de las reglas del juego? ¿Qué espera el Gobierno para reconocer que equivocó el rumbo? ¿En qué momento pondrá en discusión una estrategia viable para la ES? ¿Qué posibilidad existe de que a vuelta de vacaciones la autoridad instaure un diálogo leal con todas las instituciones -sin tratos preferentes ni discriminaciones arbitrarias- para crear una visión compartida y una base común para la reforma legislativa? ¿O continuarán la confusión y la incertidumbre hasta el último día de la administración?
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