Vale la pena la gratuidad en la educación superior
Septiembre 29, 2015

¿Vale la pena la gratuidad en la educación superior?

 por Manuel Agosin, La Tercera, 28 de septiembre de 2015

La gratuidad irrestricta en la educación superior que se ha propuesto el gobierno es muy cara. Nuestros cálculos nos dicen que la gratuidad para los estudiantes que provienen de las familias que están en el 20% más rico de Chile cuesta unos US$ 1.500 millones anuales (este y otros cálculos en esta columna fueron realizados a un tipo de cambio de $ 600 por dólar). Estas cifras se han estimado en base al número de alumnos de dichos hogares que están matriculados en la educación superior en universidades acreditadas (las que pertenecen al Consejo de Rectores y las que no), los institutos profesionales (IP) y los centros de formación técnica (CFT). Asumimos que el gobierno pagará un equivalente por alumno a lo que dichas instituciones cobran. Para hacer estos cálculos utilizamos la encuesta Casen de 2011, con todas las cifras en moneda corriente actualizadas a 2015 inflactando los datos de la Casen por los IPC entre 2012 y 2014.

El valor que se estaría comprando con estos recursos sería lo que se ha venido en llamar “el derecho social a la educación”. Si bien podemos convenir que la educación, por lo menos hasta el pregrado en la universidad o una educación completa en un IP o CFT, es un derecho social, ello no significa que dicha educación deba ser gratuita. Sí significa que nadie debe ser privado de una educación superior por motivos económicos y que todos los ciudadanos deben poder acceder a una buena educación básica y media más allá de cualquier consideración económica. En esta última dimensión, el mejoramiento de la educación hoy municipalizada es esencial. Si esto se logra, habrá muchos jóvenes de hogares modestos que podrán optar exitosamente a la educación superior que en la actualidad.

Obviamente, esta forma de entender el derecho social a la educación tiene un fundamento en la equidad de oportunidades básica que una buena sociedad debe brindarles a todos sus ciudadanos. Y, por qué no decirlo, aunque sea políticamente incorrecto estos días, es buena política pro crecimiento: una fuerza de trabajo más educada es también una fuerza de trabajo más productiva. De hecho, es difícil tener acceso a la modernidad sin que, al menos, todos los trabajadores tengan educación media completa. Y ello es cada vez más insuficiente. Así lo ha reconocido el Presidente Obama en Estados Unidos, al proponer educación gratuita para todos los jóvenes que lo necesiten hasta el nivel del “community college” (el equivalente a nuestros IP).

Hagamos un símil al derecho social a la alimentación. Es más básico que el derecho a la educación. Todos tenemos derecho a comer. En algunos países, la alimentación de los más pobres es fuertemente subsidiada; a los reos no se los deja morir de hambre, aunque no están en condiciones de ganarse la vida. Pero ello no implica que se les deba pagar la alimentación a todos. Sería bueno que se les reconozca a los ciudadanos de un país que deben poder ingerir las calorías que necesitan para sobrevivir e impedir la desnutrición, ingerir las proteínas necesarias para desarrollar su mente y habilidades, etc. Objetivo que todavía no hemos alcanzado. Pero es obvio para cualquier persona que aquellos que pueden adquirir sus alimentos con sus propios medios no tienen por qué recibirlos del Estado.

Y así podemos seguir con muchos otros “derechos sociales”: la salud, la vivienda, la jubilación. Una cosa es tener derecho a un mínimo, otra que el Estado se encargue de proveerles ese mínimo a todos gratuitamente. Además de la patente falta de cordura en esa posición, como dije al principio de esta columna, convengamos que es cara. La gratuidad en la educación superior para el 20% más rico de la población nos costaría medio punto del PIB.

Cualquiera diría, ¿y qué más da? No parece tan cara. Pero pongamos la cifra en perspectiva. Si este monto de US$ 1.500 millones se repartiera por partes iguales entre los hogares del 40% más pobre, cada hogar recibiría un suplemento de 14% a su ingreso familiar. Por supuesto, para los hogares del quintil (20%) más pobre, este porcentaje es aún mayor: si todo el subsidio a los estudiantes provenientes del quintil más rico de la población se distribuyera entre los hogares del quintil más pobre, ¡estos últimos verían incrementados sus ingresos en un 25%! O sea, una sustancial mejoría en los ingresos de los más pobres. ¿Por qué no proponer, en lugar de la educación superior gratuita para los más ricos, un ingreso ético que sea, digamos, de $ 300 mil pesos, en lugar de los actuales $ 241 mil, con la diferencia entregada a cargo del erario público a todos los que están en ese nivel de remuneración?

Estos beneficios podrían otorgarse no simplemente como un suplemento a los ingresos autónomos de los hogares más pobres (aquellos generados por su propio trabajo). Por ejemplo, es bien sabido que a los estudiantes de estratos más pobres nos les va a bastar con la gratuidad en sus estudios, ya que el costo real de estudiar (lo que los economistas llamamos “costo de oportunidad”) es no sólo el arancel, sino que incluye también lo que los jóvenes dejan de ganar y aportar a sus familias. Los recursos que el programa de gratuidad universal les estarían transfiriendo a las familias más ricas representan 963 mil becas de subsistencia (valorando cada beca en $ 80 mil mensuales), o sea, para el 80% de los estudiantes que asisten a la educación superior (estimados en unos 1,2 millones). Por supuesto, no todos necesitan esta ayuda. así quedarían recursos para abocarnos a cubrir otras necesidades de nuestros ciudadanos más vulnerables.

Podemos seguir en nuestro esfuerzo por relativizar el costo de este “derecho social” y compararlo con otras magnitudes relevantes, por ejemplo en educación y salud para los más necesitados. Como se anotó más arriba, el salario mínimo en Chile hoy en día es de $ 241 mil. Con esto, el aporte al sistema de salud (Fonasa) es de $ 16.870 y a un fondo de pensiones, $ 24.100. Es decir, con los recursos con que se pretende financiar la educación superior de los jóvenes provenientes de los hogares más ricos del país (quinto quintil), se podría más que duplicar el aporte al sistema de salud y al fondo de pensiones de los hogares más modestos de Chile (primer quintil). ¿Por qué no utilizar estos recursos para reforzar la salud pública a través de dotar a Fonasa de una contribución por afiliado independiente de sus ingresos, o mejorar las pensiones no contributivas de nuestros ciudadanos que más lo van a necesitar al momento de recibir sus magras jubilaciones?

¿Qué prefiere usted? Personalmente, yo no tengo dudas.

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