I
Vivimos rodeados de secretos. Y los aceptamos, no a disgusto, en la esfera de la intimidad. Creo que fue Simone de Beauvoir quien dice a Sartre en una carta, o quizá fue al revés, que pretender una transparencia total en la vida común sería el infierno. Construimos nuestra biografía, nuestra identidad y nuestra conciencia guardando para nosotros una parte de lo que pensamos, soñamos, hacemos. No decimos al otro, por próximo que esté a nosotros, todo lo que de él o ella sentimos, sabemos o intuimos. A veces compartimos un secreto. Y suele decirse -por ejemplo, Erving Goffman, el maestro de los sociólogos interaccionistas- que en esos casos el secreto es un motivo adicional de fortaleza del vínculo.
El propio proceso de maduración individual es, en parte, un aprendizaje del guardar algo para sí; construir un espacio interior, propio, inviolable. Es la privacidad que nace y, en algunos aspectos, se confunde con la reserva, los secretos, aquello que uno no desea revelar. La introspección, la represión de la libido, la sublimación, la culpa y la confesión son todos aspectos vinculados con esa interioridad. Como ha dicho el filósofo Thomas Nagel, “el límite entre lo que revelamos y no, y un grado de control sobre ese límite, son uno de los atributos más importantes de nuestra humanidad”. Por lo mismo, perder la capacidad de control sobre ese límite -por manipulación, coacción o la injerencia de sustancias químicas- es percibido como una deshumanización. Nos expone a salir de nosotros mismos, a volcarnos hacia fuera, a entregar nuestra intimidad que en la vida diurna cuidamos como un tesoro.
Quien recuerde el intenso monólogo interior -flujo de su conciencia- de Molly el día en que su marido Leopold Bloom recorre la ciudad de Dublín al final del Ulysses de James Joyce, sabe bien que hay un mundo secreto que cada uno lleva en su interior, el cual en ocasiones nosotros mismos apenas logramos reconocer o podemos interpretar.
II
También la polis es cuestión de secretos. El mismo Nagel habla de la importancia del ocultamiento (concealment) como condición de civilización. No solo el secretismo o la decepción, dice, sino también la reserva (reticence) y el no-reconocimiento. De entrada, el poder autocrático de los antiguos se basaba precisamente en los secretos del imperio (los arcana imperii), como los llamaron los romanos; aquel saber oculto que permite manejar a los hombres, imponerles tributos o aplicarles la fuerza y así establecer su dominación. De allí arranca también el concepto original de ‘razón de Estado’, que se convertiría en eje del realismo político. Así, a fines del siglo XVI, Giovanni Botero escribía : “el Estado es un dominio establecido sobre los pueblos, y razón de Estado es el conocimiento de los medios aptos para fundar, conservar y ampliar tal dominio”.
Poco tiempo después, el humanista germano Arnoldus Clapmarius (o Arnold Clapmar) publica en Bremen (1605) su obra De arcanis rerum publicarum -que podría traducirse por secretos de Estado- a los cuales define como “los medios y consejos más internos y secretos que poseen los que ejercen el dominio en el Estado y que sirven por un lado al mantenimiento de la tranquilidad en el mismo y por otro a la conservación del estado existente de la República o del bienestar público”. Es el arte de gobernar basado en secretos, estratagemas y simulacros -en las astucias de la razón y la fuerza de las pasiones- que Maquiavelo convierte en una ciencia del poder y la política de los Príncipes.
De hecho, los consejeros del monarca defendían el ocultamiento de su saber y eran conscientes de lo negativo que sería su publicidad. Por ejemplo, Vicente Montano, en el Arcano de Príncipes, escrito en 1681, urgía a quien detentaba autoridad a cuidar ese saber: “[…] pero este Arcano sólo debe estar vinculado en VE, a quién únicamente pertenece su conocimiento, sin que ninguna otra jerarquía de gente de que se compone el cuerpo de la Monarquía llegue a saberlo, porque penetrándole, miraría (por su ignorancia) con pesadumbre y escándalo estas máximas de Estado”.
Un admirador moderno de Clapmarius, el jurista alemán Carl Schmitt -bien de moda entre varios de nuestros intelectuales progresistas, luego de haber dejado huella en intelectuales del otro lado del espectro ideológico como Jaime Guzmán- señala que “con arreglo a la Constitución de entonces, lo que mueve la historia universal no son cualesquiera fuerzas sociales y económicas transpersonales, sino el cálculo del Príncipe y de su Consejo secreto de Estado, el plan bien meditado de los gobernantes que tratan de mantenerse a sí mismos y al Estado, por lo que el poder de los gobernantes, el bien público y el orden y la seguridad públicos son naturalmente una y la misma cosa” (La Dictadura, 1968, p.46).
Ahí se halla también un fundamento remoto del relativo secretismo de las modernas burocracias -con su conocimiento arcano-, el que se ha incorporado, despersonalizándose, al aparato del Estado. Desde ese momento, como muestran paradigmáticamente los Estados francés y prusiano del siglo XIX, un cuerpo de especialistas jerárquicamente distribuido se hace cargo de administrar racionalmente los recursos del poder y el saber de la res publica.
¿Desaparece con ello el maquiavelismo de la razón del Estado?
Por cierto que no. Según señala Michel Senellart, filósofo político francés, al inicio de su libro sobre el maquiavelismo hoy: “La razón de Estado de nuestros días designa el imperativo en cuyo nombre el poder se permite transgredir el derecho a causa del interés público. Tres condiciones la determinan: el criterio de la necesidad, la justificación de los medios por un interés superior, y la exigencia de secreto”. Por eso, este mismo autor arguye que el consejero florentino habría sido el primero en transformar una máxima de excepción, que suponía una ruptura con el orden ético y jurídico, en un precepto permanente: el Estado no conocería otra ley que el afán por su propia conservación.
III
El mismo Schmitt sostiene que el concepto de arcanum político y diplomático -incluso allí donde significa secreto de Estado- no tiene ni más ni menos de místico que el concepto moderno de secreto industrial y secreto comercial. Y luego, citando a Clapmarius, señala que “cada ciencia tiene sus arcana: la teología, la jurisprudencia, el comercio, la pintura, la estrategia militar, la medicina. Todas utilizan ciertos ardides, incluso la astucia y el fraude, para alcanzar su fin”. Por esta vía ingresamos al mundo del conocimiento experto, reservado, guardado y controlado por estamentos sacerdotales, de literati, de escribas e intelectuales, del personal superior del Estado y los partidos políticos.
Durante los últimos diez siglos, frente a los arcana imperii se ha levantado el principio de la publicidad de los actos estatales, de la transparencia y rendición de cuentas; en suma, el fin del secretismo oficial. Al mismo tiempo se invoca la democracia deliberativa como manera de razonar en público según la doctrina de Kant y del mandato de la Ilustración. A pesar de tan loables esfuerzos, la verdad es que los arcana continúan activos en la profundidad de los corredores del poder. Dice Elías Canetti: “El secreto ocupa la misma médula del poder”. Y, todavía con mayor dramatismo, el filósofo político italiano Norberto Bobbio acusa: “Entre las promesas que la democracia no ha cumplido […] la más grave y más ruinosa, y, por lo que parece, también la más difícil de remediar, es precisamente la de la transparencia del poder”.
En Chile llevamos 10 meses envueltos en problemas de transparencia y opacidad, de lo visible e invisible, lo público y privado. Esto en varios planos.
En un primer plano, el más corrosivo, todavía no salimos del ciclo de escándalos producido por el entrecruzamiento entre negocios y política, fenómeno de todos conocido pero que, una vez hecho público, hizo saltar por los aires la legitimidad y el prestigio de la esfera política. De pronto se hizo visible, emergiendo a la superficie, todo aquello que suponíamos debía ocurrir lejos de la mirada pública. En rápida sucesión fueron acumulándose situaciones de ocultamiento, tráfico de influencias, venta de favores, actos de corrupción, redes de política-empresa, mails comprometedores, transacciones ocultas, actos de clientelismo; en pocas palabras: las dinámicas fácticas del poder.
En un segundo plano quedaban al descubierto varios fenómenos de los arcana dominationis; es decir, algunos secretos de la dominación, razón de ser de las élites en democracia. Estas gobiernan en representación del pueblo, por cuyo voto compiten periódicamente a través de sus partidos, grupos, fracciones y corrientes y mediante la influencia, el prestigio y la disposición de recursos materiales y simbólicos. La democracia exige legitimar esa influencia, prestigio y recursos en términos de la lógica y valores de la esfera política, es decir, mediante ideas e ideales, propuestas de gobierno, tradiciones y proyectos, compromisos y lealtades, camaradería y solidaridad, vocación de servicio y supremacía del interés público.
Por esto mismo, nada resulta más destructivo para la legitimidad democrática de la política y del personal político que la revelación ‘escandalosa’ de los intereses particulares de aquel personal, la sospecha de que su aparente autonomía no es sino una simulación, que sus campañas son pagadas por los capitalistas, que tras la pureza fingida de las convicciones se esconden los apetitos egoístas de fama y dinero. Entiéndase bien: no es que el pueblo crea o necesite estar representado por ángeles. O que desconozca el hecho de que la actividad de los partidos requiere una base material y un flujo continuo de recursos. Solo que de acuerdo al pacto democrático -siempre frágil y a punto de deshacerse- entiende que esa trastienda o back office de la política (la procuración de insumos y los pactos con el demonio de los cuales habla Max Weber) debe ocurrir ‘como si no ocurriera’, lejos de la percepción del público, tras bambalinas, de manera tal de no romper las apariencias y develar aquello que por convención preferimos mantener oculto.
La democracia contemporánea, también la chilena, se halla afectada por un déficit de credibilidad y confianza, suele decirse. Y es efectivo. ¿Qué ha pasado? Que esa tácita convención -según la cual no cabe transparentar aquello que sucede en los corredores del poder, en la profundidad de los laberintos de la dominación, a riesgo de dejar desnudo al rey- está dejando de operar. Se encuentra debilitada, por lo pronto, por la falta de confianza en sí misma de la élite política; por sus luchas intestinas que causan un torrente de ‘trascendidos’, ‘filtraciones’, ‘confesiones’ y ‘revelaciones’, y por la persistente acción de los medios de comunicación en cuanto ‘cuarto poder’ en competencia con los demás.
En un tercer plano aparecen -dentro de este juego de ocultamiento y visibilización, de delimitación público-privada, de apertura y cierre- diversas otras élites que guardan también para sí sus fuentes de influencia y poder lejos del escrutinio público y quisieran limitar los flujos de información sobre los asuntos que los atañen.
Dos tipos de élites ingresan al análisis en esta última condición; la de tercer plano.
Por un lado, la élite religiosa católica, atrapada en la figura de sus dos cardenales en un intercambio de mails sobre designaciones eclesiásticas, vecindades de poder, influencias interinstitucionales, sordas rencillas, maniobras de clasificación y descalificación, etc. Efectivamente, atrapados es la palabra adecuada. Pues atrapar significa descubrir a alguien haciendo una cosa de manera secreta. Sin duda, los cardenales actuaban ingenuamente bajo la presunción de que la suya era una comunicación privada entre autoridades de una respetable organización. Ajena, por ende, al interés del público y al tipo de ‘publicidad’ kantiana o habermasiana que llama a someter todo interés de poder al escrutinio de la razón crítica. En cambio, suponían las autoridades eclesiásticas, se trataba nada más que de un intercambio -uno de tantos- que circulan por los canales del poder como expresión y testimonio de los arcana dominationis. Una vez que ese intercambio aflora a la superficie se convierte en ‘escándalo’, pues revela que la comunicación del poder, ¡oh sorpresa!, no es ni ética ni estéticamente resplandeciente, sino, más bien, burocrática, parcial, interesada, mezquina, calculadora.
Por otro lado, las élites tecnocráticas y de technopols, un número de cuyos integrantes han sido convocados por la actual administración para prestar la legitimidad y el prestigio de sus saberes expertos al diseño de políticas públicas en materias tan diversas como seguridad social, reforma de la salud, transparencia del Estado, ciencia y tecnología y, ahora último, como institucionalidad, normativa, regulación y financiamiento de la educación superior. Si bien el gobierno había declarado inicialmente que pretendía alejarse de la vieja forma de hacer política, la que traía consigo un exceso de confianza en los tecnócratas (de la Concertación) en detrimento de los intereses ciudadanos y los movimientos sociales, a poco andar comenzó a recurrir de manera cada vez más frecuente a aquellos expertos, buscando por su intermedio paliar los déficit de legitimidad de los proyectos de reforma y de su gestión política. Desde el punto de vista de la antinomia entre democracia y secretos, la tecnificación de la polis introduce inevitablemente un sesgo hacia la invisibilidad del poder y hacia los arcana misterii. Como bien señala Bobbio, “un saber técnico cada vez más especializado se convierte cada vez más en un saber de élites, inaccesible a la masa. También la tecnocracia tiene sus arcana, también ella es para las masas una forma de saber esotérico, incompatible con la soberanía popular …”.
IV
A la luz de lo expuesto en las secciones previas, tres cuestiones merecen resaltarse. Algunas ya se han hecho presentes en columnas anteriores. ¿Señal que nos movemos en círculos o, por el contrario, que avanzamos? Habrá que esperar y ver.
Primera cuestión: La creencia de que la vida colectiva de la democracia, igual que la vida íntima del poder -los arcana imperii-, pueden un día llegar a hacerse completamente transparentes es seguramente tan ingenua como la idea de que los individuos lograrían subsistir sin guardar nada para sí en la intimidad de su conciencia. La lucha en torno de los límites entre lo público y lo privado y entre lo visible e invisible -fronteras materiales, jurídicas, simbólicas- es un ingrediente fundamental de la democracia y del poder democrático. El pluralismo cultural de las democracias -choque entre pre-juicios, creencias y valores inconmensurables- tiene que ver precisamente, y en parte importante, con la existencia de visiones y perspectivas contrapuestas y divergentes en torno al trazado de esas fronteras.
La modernidad secular y racionalizadora, en su giro kantiano más extremo, imagina que una convergencia entre moral y política es posible precisamente en la medida que lo público se transforme en un espacio ideal de comunicación donde todos los motivos, razones, intereses, valores y apetitos puedan ser examinados críticamente a la luz de la razón. Las masas llegarían a ser similarmente racionalizadas en la medida que son subsumidas por los movimientos de la opinión pública y accedan a información del, y sobre el, poder, volviéndose así deliberantes en un terreno de igualdad comunicativa habermasiana.
Segunda cuestión: El choque flagrante entre esa utopía del poder transparente y los tres fenómenos sociológicos que se le oponen y la anulan: (i) en las sociedades contemporáneas todo intento de transparencia se halla intermediado por las estructuras mediáticas -medios de comunicación y redes sociales-, las cuales forman parte de la organización, mantención y transformación de las jerarquías del poder; (ii) en los hechos, los sucesos de la coyuntura política chilena durante el presente año han aumentado notoriamente el poder de los media en desmedro del poder de las élites política, religiosa, económica y tecnocrática; (iii) es un misterio de las nuevas formas de dominación por lo mismo, el hecho que el análisis de la coyuntura -y los analistas, columnistas y opinólogos o talking heads– sean tan escasamente sensibles al rol que juegan los media en la construcción de lo público, en la producción de una visibilidad (propia del espectáculo), y en la administración de la opinión pública encuestada.
La idea que los Wikileaks masivos, la filtración de piezas individuales o en pequeño número, el uso de cámaras secretas, la retribución por revelaciones informativas, la publicación de trascendidos o de comunicaciones pertenecientes a la vida privada de personas, grupos, organismos e instituciones son actos de liberación, o de crítica al establishment, o de enriquecimiento de una esfera pública en tren de tornarse mas deliberativa, comunicacionalmente madura y propensa al uso de la razón, no pasa de ser un canto del cisne de lo público emancipado. Una completa mitologización. Como comentó en su momento Slavoj Žižek, “lo único sorprendente en relación a las revelaciones de los Wikileaks es que no contienen sorpresa alguna. ¿Acaso no nos dicen exactamente lo que esperábamos escuchar? Lo realmente inquietante tiene lugar en el plano de las apariencias: no podemos seguir pretendiendo que no sabemos lo que todos saben que sabemos”. Esto es que el poder tiene un lado oculto, secreto, silencioso, transaccional, corruptor, corruptible y se apoya en unos saberes que desde el tiempo del consejero florentino pertenecen a los arcana dominationis, el arte secreto de mandar y gobernar.
Tercera cuestión, en fin: La subterránea y tácita resistencia –por moda, gazmoñería o correctitud política– a tematizar los riesgos que tanto para la vida privada como para la colectiva entraña una transparencia encomendada a la élite mediática y a las redes sociales, en nombre de la opinión encuestada, las voces de la calle y a los sentimientos proféticos de quienes sueñan con la ‘superación’ de la democracia representativa y de los saberes expertos.
Sin duda alguna, los media se han hecho cargo de la transparencia en la sociedad. Ajenos ellos mismos a todo escrutinio o incluso tematización crítica, se convierten en la voz de los sin voz, el ariete de la nueva razón crítica, el órgano de denuncia, el árbitro de los conflictos éticos y el administrador de la opinión pública encuestada. Poco a poco la esfera pública es ‘colonizada’ por los medios de comunicación que aparentemente lograrían trascender sus propias limitaciones de propiedad, control e ideología, para constituirse en conciencia crítica de la nación. Ellos consultan diariamente al soberano, dan expresión a sus quejas, determinan la agenda de asuntos y tópicos de conversación, disponen del compás de la opinión colectiva, canalizan y hacen circular los sentimientos y emociones de la clase media ampliada y mantienen a raya a los demás poderes a los cuales evalúan, interpelan y llaman al orden. Es una distorsión típicamente posmoderna confundir la esfera pública (habermasiana) con la esfera mediática (contemporánea); la deliberación democrática con el soft power de la opinión pública encuestada.
En estas condiciones, sabemos ya, la vida privada corre el riesgo de ser expropiada en nombre de la primacía del interés público definido por los media; la vida colectiva, en tanto, arriesga transformarse en un panóptico donde los movimientos de todos nosotros son visibles desde un centro; es decir, donde la mirada de los medios ejerce una vigilancia social 24×7 en 360 grados.
José Joaquín Brunner, Foro Líbero.
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