I
Casi no hay día en que los periódicos, y los medios de comunicación en general, no utilicen la palabra malestar, o alguna asociada con aquella como incomodidad, inquietud, angustia. El diccionario de la RAE define malestar de la siguiente manera: “Desazón, incomodidad indefinible”.
También diariamente nos topamos con otros términos estrechamente relacionados con el de malestar, entre los cuales suelen aparecer y se repiten: contrariedad, dificultad, fastidio, agobio, disgusto, sufrimiento, engorro, desazón, desasosiego, angustia, pesadumbre, enfado, irritación, enojo, impaciencia, amargura, cansancio, inquietud, ansiedad, incertidumbre, temor, miedo, preocupación, descontento, molestia.
Así pues, el malestar -esa incomodidad indefinible- parecería formar parte del clima que respiramos, del medio ambiente de nuestra ciudad política, del sentimiento generalizado que transpira la opinión pública encuestada. Es por lo mismo un discurso con amplia repercusión, particularmente entre las élites.
La última encuesta del Centro de Estudios Públicos (CEP, agosto de 2015) resulta ser un buen reflejo e indicador de este clima, igual como las encuestas mensuales de Adimark y los sondeos semanales de CADEM. Más aún, el malestar aparece en todos los segmentos de la sociedad: mujeres y hombres, viejos y jóvenes, diferentes estratos socioeconómicos, masa y élites, sectores urbanos y rurales. Según los voceros del discurso del malestar, se manifiesta especialmente en el mal estado de salud mental de la población y se proyecta hacia la desconfianza que afectaría a nuestras instituciones sin excepción. En breve, dice esta tesis, estamos frente a un fenómeno envolvente e insidioso, de múltiples facetas y consecuencias, de fácil diagnóstico pero difícil de precisar y explicar.
No se trata, sin embargo, de un fenómeno nuevo o limitado únicamente al ámbito de nuestra convivencia política.
De hecho, la idea del malestar -fantasma que recorre la sociedad chilena- fue introducida al léxico político de los medios de comunicación por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en su segundo Informe sobre el Desarrollo Humano – Chile 1998, titulado “Las Paradojas de la Modernización”. Se sostenía allí -en una de las casi 70 menciones al término malestar- que “los datos empíricos levantados y analizados en este Informe revelan avances importantes en el desarrollo chileno, junto a grados más o menos significativos de desconfianza, tanto en las relaciones interpersonales como en las relaciones de los sujetos con los sistemas de salud, previsión, educación y trabajo. El malestar que se observa hace pensar que los mecanismos de seguridad que ofrece el actual ‘modelo de modernización’ resultan insuficientes o ineficientes”.
Más adelante, el Informe señala: “El malestar antes mencionado no configura una inseguridad activa, expresada en protestas colectivas. Es un malestar difuso (y quizás confuso por el hecho mismo de no vislumbrar un motivo). No por ello debe ser descartado como una insatisfacción propia de la naturaleza humana. El malestar puede engendrar una desafiliación afectiva y motivacional que, en un contexto crítico, termina por socavar el orden social. Además, y por sobre todo, el malestar señaliza que la Seguridad Humana en Chile puede ser menos satisfactoria de lo que muestran los indicadores macrosociales”.
Varios elementos enunciados por aquel Informe del PNUD se mantienen hasta ahora como ejes del discurso del malestar. Cito algunos: que el malestar es difuso y por ende difícil de explicar. Que indica una brecha de desajustes entre condiciones ‘objetivas’ de avance en la economía y la sociedad chilena y condiciones ‘intersubjetivas’ de incertidumbre y desconfianza. Que esa brecha -como otros tantos desequilibrios- es producto de la modernización conducida dentro de un determinado ‘modelo de desarrollo’ (se refiere al modelo simplistamente llamado ‘de mercado’). Que ella se expresa asimismo como separación entre macro indicadores del progreso nacional y micro-experiencias vitales en los mundos de vida de las personas. Que, en concreto, el malestar se manifiesta como reacción frente al bajo desempeño en bienestar de la previsión, la educación y el mercado del trabajo, a los cuales podrían sumarse hoy la salud, el transporte urbano, el medio ambiente y otros. Que el malestar no se manifiesta (necesariamente) mediante protestas o movimientos revolucionarios, pero con el transcurso del tiempo podría corroer el orden social restándole adhesión y legitimidad. Que, finalmente, el malestar no debe entenderse como una insatisfacción propia de la naturaleza humana, sino como un producto de determinadas circunstancias sociales, incluyendo modelos de desarrollo y políticas públicas.
En su momento polemicé académicamente con aquel documento que luego -transformado en consignas- dio pie al discurso del malestar (ver aquí). Un tiempo después sugerí que -tal como estaba siendo simplificado y difundido- podía ser entendido como una suerte de reacción neoconservadora del progresismo concertacionista frente a los cambios desencadenados por los propios gobiernos de la coalición (ver aquí). No pretendo revivir los argumentos de aquel debate.
Más bien, ahora que el discurso del malestar se ha vuelto una parte central del panorama ideológico dentro del cual discutimos el estado actual y el futuro de la nación, me propongo discurrir sobre las diferentes vertientes que concurren a articularlo y los diferentes niveles en que él se expresa.
II
La primera vertiente y el primer nivel expresivo del discurso del malestar -allí donde más inmediatamente nos topamos con él, casi diariamente, ya lo decíamos- se ubica en la esfera de la opinión pública encuestada. De hecho, ahí encuentra su principal fuente de sustentación. Y, en los media, su principal canal de difusión.
Los altos porcentajes de impopularidad del gobierno y la oposición, de desconfianza en los órganos del Estado (con excepción de los represivos y de la seguridad exterior), la abismal distancia respecto del parlamento y los partidos, el temor ciudadano frente al crimen y la delincuencia, la incomodidad con el ‘modelo’, el rechazo a las reformas ‘estructurales’ de la administración Bachelet, concurren todos -al menos en el plano de esa opinión encuestada- a transmitir un clima de malestares, desasosiego y disgusto.
Lo mismo ocurre con los indicadores de incertidumbre respecto del futuro del país (si progresa o está estancado) y con las perspectivas de las reformas y políticas gubernamentales (si mejorarán o no la situación de la gente). En ambos casos hay bajas expectativas; un clima de relativo pesimismo y negatividad.
En general, por tanto, en este nivel de superficie, y con la información provista por los sondeos de opinión, pareciera efectivamente existir un malestar, una incomodidad. Mas no se trata de unos sentimientos indefinidos ni ellos parecen afectar de una manera radical la subjetividad de las personas.
En efecto, no son demostrativos de una “incomodidad indefinible”, sino de disgustos, desazones, enfados y fastidios bien precisos, cada uno de los cuales necesita explicarse en su propio mérito, primero, y luego analizarse en su potencial efecto de red al entrelazarse con otras incomodidades.
Por lo pronto, es sabido que hay molestias y temores específicos con respecto a la falta de seguridad personal y de la familia. Se alimentan objetivamente por la secuencia de hechos delictuales, su grado de violencia, su expresión mediática y por la sensación subjetiva de una mayor victimización en la población y un Estado sobrepasado en su cometido esencial.
Lo mismo se constata en el campo de la salud: descontento masivo por el acceso limitado a los servicios esenciales y las fallas de atención, agudizado por la percepción subjetiva de que el gobierno no ha dado prioridad a este asunto clave para el bienestar de las personas y familias. Igualmente se repiten, con fatídica continuidad y sin mejoras perceptibles ya por varios años, los problemas del transporte colectivo en Santiago.
También la educación se ha visto alterada en su marcha normal por una sobrecarga de expectativas y un ‘frenesí’ legislativo que mantiene en estado de confusión a los estudiantes y profesores, padres de familia y sostenedores y, en general, a las partes interesadas en avanzar hacia una mejor calidad de las oportunidades de aprendizaje y su distribución social. De hecho, puede decirse que la propia acción del gobierno ha creado en este caso, como veremos más adelante, un sordo, pero extendido, malestar.
La encuesta CEP de agosto de 2015 (Estudio Nacional de Opinión Pública N° 74) contabiliza y mide las preocupaciones de la población, ya no sólo de una manera genérica, sino de forma bien precisa y respecto de asuntos específicos. Así, en orden decreciente de quienes se declaran muy preocupados (notas 6 a 10 en una escala de 10 puntos), aparecen los siguientes asuntos: (si tiene hijos educándose) pagar la educación de sus hijos (88%); que alguien de su familia o usted sean víctimas de un delito violento (robos, agresión) (84%); enfrentar alguna enfermedad grave y no ser capaz de pagar los costos no cubiertos por el sistema de salud (83%); tener una pensión adecuada al momento de jubilarse (82%); pagar sus deudas (78%); (si está empleado) perder el trabajo (74%); ayudar a un miembro de su familia en caso que alguno tenga un problema financiero (73%); (si está desempleado) encontrar un trabajo (55%). Como cabe esperar, las mayores tasas de preocupación (malestar) se observan en los sectores de clase media y popular. Nótese adicionalmente que la extendida preocupación de los padres por el pago de la educación de sus hijos es muy probablemente un efecto paradojal de las expectativas creadas por el gobierno respecto a la gratuidad universal de la enseñanza superior, expectativas que no podrán materializarse durante la administración Bachelet ni tampoco las siguientes.
Agréguese al conjunto de inquietudes, agobios y preocupaciones causadas por los diversos problemas nombrados en esta sección, la difundida sensación de que la economía ha dejado atrás el dinamismo de antes y la circunstancia de que la población -especialmente en regiones- ha estado expuesta a reiteradas catástrofes de la naturaleza, para concluir que, efectivamente, hay motivos bien definidos para reacciones previsibles de cansancio, molestia, desasosiego, estrés y mal ánimo de las personas.
En este nivel de superficie, de apariencias, de fenómenos inmediatamente perceptibles, cabe añadir que hemos vivido un año 2015 atravesado por una percepción generalizada de crisis de conducción gubernamental, la que hemos venido monitoreando sistemáticamente en estas columnas.
Sin duda, gran parte del llamado malestar tiene que ver con la sensación individual y colectiva de estar ante un gobierno que no ha logrado recuperar el mando de los asuntos del Estado luego de desencadenarse el ciclo de escándalos (Caval en particular) y de la defenestración del ministerio Peñailillo-Arenas. Efectivamente, el gobierno no ha mostrado visión ni perspectiva, se debate en constantes pugnas internas, no ha podido definir una carta de navegación y tampoco controla -sino que exacerba- las expectativas de la gente; en breve, aparece falto de conducción y con escasa capacidad de gestión. Esto provoca reacciones ampliamente compartidas de zozobra y una evaluacióne negativa de la situación política. Un botón de muestra. Ante la pregunta de la reciente encuesta CEP: “Y refiriéndonos ahora a la situación política general de Chile, ¿cómo la calificaría usted: muy mala, mala, ni buena ni mala, buena o muy buena?”, un 61% de los encuestados responde muy mala o mala, 31% ni buena ni mala, y solo un 5% buena o muy buena (el resto no sabe o no responde). Tratase pues de un ‘malestar’ bastante generalizado y con orígenes bien determinados.
III
Como saben los pensadores realistas de la política, nada genera mayor incertidumbre, confusión y temor en las gentes que la sensación de que el orden de la sociedad carece de dirección y que el gobierno mismo está confundido. Mi propia hipótesis interpretativa durante los últimos meses ha sido, justamente, que si hay un factor singular capaz de unificar las incomodidades, molestias y disgustos específicos (tópicos, temáticos, sectoriales) que experimenta la población, ese factor es precisamente la falta de conducción gubernamental. Parafraseando un verso clásico de Yeats, cuando el gobierno no conduce, things fall apart, las cosas se derrumban.
En sociedades complejas y altamente diferenciadas solo la ausencia de conducción, de timón, me parece a mí, pude producir una “incomodidad indefinible”; esto es, ese malestar del que habla el discurso del malestar. Tal malestar viene a ser entonces la combinación intersubjetiva de múltiples cuitas motivadas por fallas bien determinadas en diferentes sectores de la sociedad, provocada (esa combinación) por una sensación más general de pérdida de dirección y control de la sociedad, de falta de gobernanza del sistema en su conjunto, de fallas de conducción que crean incertidumbre y confusión respecto del futuro y sensación de falta de gestión de la polis en el presente. Es el ruido de las cosas cuando se derrumban, lo que no ocurre necesariamente con estrépito.
En cuanto a la subjetividad de las personas, decíamos, ella no aparece contaminada y penetrada íntegramente por el malestar (del discurso del malestar), ni siquiera en el nivel de superficie de la opinión pública encuestada.
Por ejemplo, frente a la pregunta de la última encuesta CEP, “considerando todas las cosas, ¿cuán satisfecho está usted con su vida en este momento?”, las respuestas se distribuyen así: totalmente insatisfecho (notas 1 a 4 en una escala de 10 puntos), 5%; totalmente satisfecho (notas 7 a 10), 69%; más o menos satisfecho (notas 5 y 6), 23%. Tan llamativo es este balance como el hecho que en la anterior encuesta CEP (noviembre de 2014), las correspondientes cifras fueron 13%, 52% y 34%.
Es decir, al tiempo que se multiplicaban los motivos de malestares causados por problemas o asuntos sectoriales bien definidos, y se veían envueltos en un manto más generalizado de desasosiego o ‘incomodidad indefinible’ en razón de la crisis de conducción y gestión política, en la subjetividad más profunda de los individuos y la opinión pública, se mantenía y crecía -hasta remontar por encima de dos tercios de la población- la satisfacción con la propia vida.
Y esta constatación no se reduce exclusivamente al puro plano individual de la subjetividad de las personas. Se proyecta también a los otros que integran el círculo completo de la vida privada y laboral, adquiriendo de esta forma una cierta densidad social.
Así, por ejemplo, las personas encuestadas creen que solo un 4%, 7% y 5% respectivamente dentro de sus familias, sus amigos cercanos y sus compañeros de trabajo o estudio, se halla totalmente insatisfecho con su vida. Dicho en otras palabras, ni las personas individualmente se hallan afectadas por el malestar (del discurso del malestar) en su intimidad ni perciben tampoco a su alrededor -en su mundo privado, de trabajo o estudio- tal malestar. Distinta, aunque no en grado dramático, es su percepción respecto del “resto de los chilenos” en general. En ese caso, las personas consultadas estiman que un 25% está totalmente insatisfecho, tres veces más que en el plano de su autopercepción individual.
Por otro lado, ante la pregunta “¿Cuán satisfecho o insatisfecho está Ud. con cada uno de los siguientes aspectos de su vida?” -aspectos pertenecientes a la esfera íntima, privada y laboral, como veremos enseguida-, las respuestas corren a contramano del discurso del malestar. En efecto, quienes se declaran satisfechos y muy satisfechos alcanzan a 91% en relación con sus hijos; 86% en relación con su cónyuge, pareja o novio/a; 80% respecto de su vida en general; 78% de sus amistades; 76% de su trabajo; 69% de sus actividades fuera del trabajo, hobbies y entretención; 69% respecto de su salud y condición física; 69% respecto de la ciudad, pueblo o lugar donde vive, y 46% de su situación financiera, frente a un 24% que se declara muy insatisfecho e insatisfecho en este último aspecto y un 28% indiferente (ni satisfecho ni insatisfecho).
Al contrario, la satisfacción disminuye progresivamente a medida que nos movemos hacia la esfera o de bienes públicos como son, en orden decreciente de satisfacción con el funcionamiento del respectivo servicios: las carreteras, caminos, puentes e infraestructura pública en general (40%); la atención por FONASA (30%); el transporte público (28%); la educación básica y media (25%); la educación universitaria (23%); la atención en los consultorios y hospitales (20%); la seguridad ciudadana (14%) y la administración de la justicia (10%).
Resultados similares muestra el grado de satisfacción frente a las siguientes funciones habitualmente provistas por empresas privadas, independiente de que los consultados las utilicen o no (listados en orden decreciente de satisfacción): supermercados y tiendas comerciales (38%); atención en las clínicas (36%); empresas de telefonía celular (30%); empresas de agua potable, gas y electricidad (30%); farmacias (27%); instituciones financieras (bancos, cajas de compensación) (25%); atención por ISAPRE (21%); pensiones (10%).
IV
En suma, los malestares, disgustos, insatisfacciones o preocupaciones existentes -que los hay en abundancia, acompañados por sentimientos variados y variables de enojo, temor, desasosiego, incertidumbre, etc.- poseen causas bien determinadas en cada caso. Tienden a proyectarse más intensamente hacia la esfera pública -las instituciones del sistema político y la política- y hacia la provisión de bienestar provisto por agencias públicas o por organizaciones privadas. Son difíciles de subsumir bajo un mismo y único concepto de malestar, como hace el discurso del malestar. Y no parecen afectar en profundidad la subjetividad individual de las personas ni la percepción de éstas respecto de las intersubjetividades que forman parte de su mundo privado y laboral. Si en ocasiones o en ciertos ámbitos esos desasosiegos y molestias tienden a constituirse en un clima más global de negatividad e incertidumbre, ello podría deberse, según la tesis expuesta aquí, a la crisis de conducción y gestión política del gobierno y las élites gobernantes, más que a una suerte de totalización o de fusión y síntesis de aquellos malestares específicos en la interioridad subjetiva de cada uno o en la intersubjetividad de su esfera privada o laboral.
Ahora bien, las maneras de expresar y comunicar estos malestares más allá del ámbito de la opinión pública encuestada -donde hasta el presente se han mantenido– pueden ser variadas y necesitarían un análisis separado. El discurso del malestar tiende a señalar que -por ser difuso y no vislumbrar un motivo; aserción que ya se vio no comparto- tendería a manifestarse como insatisfacción y enojo o angustia e, incluso, a interiorizarse bajo la forma de una serie de patologías de salud mental: “ya sea bajo la forma de indicadores epidemiológicos (ansiedad, depresión, suicidio, etc.), en la demanda creciente de atención en salud mental (psiquiátrica y/o psicoterapéutica) o en el aumento acelerado de licencias médicas por causas psiquiátricas”, según señala un estudio publicado por la revista “Anales de la Universidad de Chile” (núm. 3, 2012). Ese discurso es retransmitido profusamente por los medios de comunicación donde, en definitiva, el malestar se convierte en el lema: ‘Chile, una sociedad enferma’.
En cambio, hay diversas otras alternativas que sería necesario considerar, como la anomia bajo sus distintas formas, la rebeldía antisistema, las opciones de ‘fuga’ o ‘retiro’ impulsadas por una ‘ética de fines últimos’ como la llamaba Max Weber, habitualmente utopías arcaicas o movidas por el ideal de hermandad, etc.
Para poder abordar las diferentes reacciones y explosiones que pudiera causar el malestar del discurso del malestar es preciso conocer previamente cómo el malestar se funda y expresa en otros niveles aparte del nivel de superficie (opinión pública encuestada), único que hasta aquí hemos analizado.
Habitualmente el discurso del malestar mezcla y confunde sin mayor método ni fundamento todos estos niveles, contribuyendo así a oscurecer aún más el significado del término que nos ocupa. ¿Qué otros niveles de malestar necesitamos analizar? Primero, aquel propio del malestar de la democracia contemporánea. Enseguida, el del malestar generado por las contradicciones culturales del capitalismo. Y, por último, el del malestar en la civilización, esto es, aquel que -como escribió Freud- se pregunta “si -y hasta qué punto- el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva emanadas del instinto de agresión y de autodestrucción”. En nuestra próxima columna continuaremos adelante con esta exploración.
José Joaquín Brunner, Foro Líbero.
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