I
El cónclave del día lunes 3 de agosto es el cuarto intento de la Presidenta Bachelet por darle contenido y orientación al segundo tiempo de su administración.
El primero fue el cambio de gabinete del 11 de mayo pasado que la Presidenta concibió como “un nuevo impulso en la tarea de gobierno” para “poner renovadas energías y rostros nuevos al frente de las tareas que hemos comprometido al país y que la ciudadanía nos demanda”. Sin embargo, al no proponer un marco concreto de orientaciones al equipo encabezado por los ministros Burgos y Valdés, hubo que esperar los primeros pronunciamientos de ambos para descifrar si acaso el cambio representaba un verdadero relanzamiento de la gestión gubernamental y una posible salida de la crisis de conducción que desde enero ha afectado a la administración Bachelet.
Si bien el ministro Burgos dio claras señales de querer dejar atrás un estilo rupturista y confrontacional de hacer política y adoptó un enfoque más moderado, su talante y discurso no fueron respaldados por un claro gesto presidencial. Algo mejor le fue al ministro Valdés, que de entrada modificó el diagnóstico económico de la administración y traspasó a la Presidenta y a la Nueva Mayoría (NM) su preocupación por las restricciones del crecimiento, de la gestión y del gasto fiscal.
Se habló entonces de una nueva dupla clave de ministros que venía a hacerse cargo del vacío de conducción y a dotar al gobierno de una agenda y una visión estratégica. Esto debía completarse con un robusto Mensaje presidencial del 21 de mayo que -así se esperaba- completaría el giro iniciado con el nuevo gabinete, otorgándole al nuevo equipo ministerial un claro mandato de revisión del programa y, consecuentemente, una bien definida carta de navegación.
El Mensaje fue esperado y saludado así como el segundo intento de la Presidenta Bachelet por superar la crisis de conducción de su gobierno, en medio de un fuerte deterioro de su apoyo en la opinión pública encuestada.
¿Qué pasó con este ejercicio discursivo y cuál fue el efecto del mismo? Pasó de largo y su efecto fue insignificante. No se jerarquizaron las reformas, persistió la ausencia de prioridades, el programa se mantuvo como un listado intocable de ilusiones y aspiraciones y el gabinete recién ingresado volvió a quedar en vilo, sin un mandato preciso.
Las semanas siguientes al 21 de mayo mostraron que, efectivamente, nada sustancial había cambiado, si bien la nueva dupla a cargo del equipo ministerial hacía esfuerzos por transmitir un estilo encauzado por la moderación política y la estrechez económica. La incertidumbre continuaba sin embargo; lo mismo la desconfianza, la impopularidad de la Presidenta y el decaimiento de sus atributos en las mediciones de opinión. Al mismo tiempo se difundía la sensación de que la economía no repuntaba ni lo haría en el próximo futuro, mientras se confirmaba que las reformas impulsadas por el gobierno se hallaban mal gestionadas y desalineadas con respecto a las expectativas de la gente.
Adicionalmente, la Presidenta se vio forzada a introducir un nuevo cambio en La Moneda y a intentar, por tercera vez, enfilar a su gobierno y sacarlo del ánimo negativo que lo envolvía y comenzaba a convertirse en un estado crónico.
La reunión del consejo de gabinete del 10 de julio en el Estadio San Jorge de BancoEstado, en un escenario de “estrechez económica” diagnosticado por el ministro de hacienda, debió servir para definir prioridades legislativas y ordenar las filas de la NM. Como nuevo lema y consigna, la Presidenta enunció la cabalística fórmula del “realismo sin renuncia”.
En realidad, no fue mucho más que una frase útil que sirvió para ocultar por un momento (¡un mes!) la indefinición a que ha estado sujeta la acción del gobierno durante los sucesivos intentos de reorientación de su rumbo. De hecho, tras el tercero, los partidos iniciaron una sorda pugna para ampliar o restringir los términos “realismo” y “sin renuncia”. A poco andar, quienes enfatizaban el “realismo” eran acusados de renunciar a los compromisos del programa. Al contrario, quienes insistían en la necesidad de proceder “sin renuncia” eran acusados de no asumir con “realismo” las nuevas circunstancias. Estábamos de vuelta en el deporte favorito de las élites locales: el “nominalismo” o tendencia a dejarse seducir por, y disputar sobre, los nombres de las cosas desatendiendo las realidades de la política.
Por fin, el cuarto intento es el cónclave realizado a comienzos de la presente semana. ¿Qué nuevos elementos aportó?
Primero, un renovado esfuerzo por recomponer las relaciones del gobierno con la NM y por disminuir las tensiones al interior de ésta. Segundo, la voluntad declarada de la Presidenta de reafirmar su programa ajustándolo vagamente en cuanto a la temporalidad (gradualidad) de su materialización. Tercero, la afirmación de la Presidenta de que ahora el gobierno cuenta con una hoja de ruta. En realidad, no hay tal. Si se atiende al mensaje de la Presidenta el día lunes, lo que existe y se mantiene es la consabida lista de deseos e ilusiones.
Con más fuerza hablaron los silencios, sin duda. Volvió a no haber un apoyo directo, explícito, simbólicamente efectivo, para la dupla encargada de los ministerios del Interior y de Hacienda. Tampoco hubo siquiera un atisbo de diagnóstico de las estrecheces y restricciones de la economía, como el realizado el fin de semana anterior por el presidente del Banco Central. Ninguna jeraquización o priorización reales de la acción gubernamental. Ninguna revisión del programa que valga la pena mencionar. Tampoco apareció el germen de un relato que de sentido a las medidas que el gobierno continuamente anuncia y que explique al país el proyecto (la narrativa) gubernamental.
Por todo esto, pienso que el cuarto intento no irá más lejos que los tres anteriores.
II
¿Por qué fallan los sucesivos intentos?
Por lo pronto, porque las autoridades parten de un mal diagnóstico. Igual como ocurrió con el programa que elaboró la dupla Peñailillo y Arenas, el gobierno insiste en diseñar reformas que no consideran los problemas y sentimientos de la mayoría de la población: las clases medias ampliadas que, según un reciente estudio, comprenden ya a cerca del 60 por ciento de las y los chilenos. La NM sin embargo, parece no entender -ni gustarle- los sectores medios de la sociedad con su cultura aspiracional, su demanda por seguridad y orden, su visión adquisitiva de la vida, el individualismo de sus miembros, sus gustos pequeño burgueses, su estética de televisión masiva, su bajo nivel de compromiso político-cultural y sus altas aspiraciones a diferenciarse y adquirir por su cuenta, o para sus hijos, un status técnico-profesional y el estilo de vida e ingresos asociados.
Al contrario, la NM actúa habitualmente en función de diseños neotecnocráticos, poco refinados, mal construidos, pero que son “políticamente correctos” dentro del grupo al momento de elaborarse y resuenan armónicamente con una ideología que hoy pasa por “progresista”.
Luego, no es cierto que la NM esté recayendo en diagnósticos de clases sociales, de lucha de clases y de preferencia por los más pobres o los proletarios, como a veces se la acusa desde una derecha intelectualmente trasnochada.
Ni siquiera el PC es ya propiamente un partido de trabajadores manuales. Igual como el resto de los partidos de la NM, es una colectividad representativa de clases medias pero con un enfoque sociológico e ideológico de la sociedad que se niega a reconocer los intereses y apetitos de ese sector social y, en cambio, favorece una visión “movimientista” y corporativista, que favorece a grupos etáreos (jóvenes estudiantes, especialmente), sindicatos de trabajadores del Estado y otros, etnias, preferencias de género, intereses regionales, universidades estatales, agrupaciones de defensa de los derechos humanos, colectivos de protesta, movimientos pro asamblea constituyente, etc.
Algo similar ocurre con los demás partidos de la NM, intensamente en el caso del PPD y con mayores matices y complejidades en el caso del PS y la DC. Ambos mantienen sus tradiciones de clase, trabajadora y media, respectivamente, al menos en su cultura partidaria y memoria histórica.
Esta incomprensión de las dinámicas propias de las clases medias ampliadas, combinada con la inclinación a favorecer intereses corporativos y de movimientos sociales, se prolonga con un errado diagnóstico económico que ha sido crónico dentro de las élites de la NM desde el momento de la precampaña de Michelle Bachelet hasta ahora. Los economistas y neotecnócratas de la NM, a diferencia de lo que ocurría con la corriente central de la Concertación y bajo sus gobiernos, tienen un acendrado optimismo -tan radical como infundado- en las capacidades ordenadoras, interventoras, planificadoras, supervisoras y reguladoras del Estado que sobrevaloran por un lado (el lado ideológico) al mismo tiempo que del otro lado (el lado de la gestión) no toman en serio.
Esta mezcla ha demostrado ser letal. Se acumulan más y más funciones y tareas en manos del Estado, bajo la creencia que éste ordenará la sociedad y la economía en función de ideales de equidad y repartición de oportunidades y satisfacciones de vida, al tiempo que se desprecian los aspectos de gestión de los servicios e instrumentos estatales que supuestamente deberían descargar esas tareas y funciones. Como resultado -ya se vio con la reforma tributaria y se empieza a ver con la primera ley de reforma educacional- se tiene un Estado formalmente más “empoderado”, como se dice ahora, pero a la vez más impotente y enredado con las atribuciones y responsabilidades que se le encomiendan. Propenso, por eso mismo, a experimentar crisis de legitimidad por falta de eficacia y eficiencia.
Hay pues una falla en los diagnósticos de economía política del Estado y de las funciones públicas, falla que aqueja a la NM y a sus cabezas técnicas, además del severo déficit de gestión política sustantiva que ha aquejado al gobierno desde el primer día.
Efectivamente, el gobierno no ha podio gobernarse eficazmente a sí mismo. Tiene un problema de conducción que, gradualmente, devino en crisis de conducción, la cual se ha intentado superar -sin éxito- en las cuatro ocasiones mencionadas. Un buen ejemplo, quizá el más tragicómico también, sea el de la gratuidad de la educación superior.
En efecto, ya de regreso desde Nueva York, al momento de presentar a su equipo programático encargado del área de educación en agosto de 2013, la entonces candidata dijo: “Creo que es regresivo que quienes pueden pagar no paguen”, agregando enseguida: “mi opinión personal es que no encuentro justo que el Estado pague la universidad de mi hija si puedo pagarla. Pero creo que hay muchos chilenos que no pueden pagar y tienen que endeudarse y vivir con incertidumbre y hasta miserias”.
Tiempo después, la candidata cambió su opinión. El programa refleja ese cambio al ofrecer, derechamente, “gratuidad universa”’; esto es, para todos y en todos los niveles, incluyendo la educación superior. Bajo el gobierno Bachelet, promete el programa, se financiaría la gratuidad a los jóvenes estudiantes provenientes del 70 por ciento de la población de menores recursos.
De allí en adelante la gratuidad se ha convertido en una verdadera comedia de equivocaciones. Cual acordeón, se ensancha y adelgaza, expandiendo o disminuyendo la población favorecida. En cuanto a los criterios que deben regir la financiación de la gratuidad, se revisan constantemente al alza o a la baja. Lo lamentable de todo esto es que se ha abusado de la confianza y el prestigio de la Presidenta, haciéndola decir algo primero que luego debe desdecir, con la consiguiente pérdida de su crédito personal y capital político. Incluso el 21 de mayo pasado, con ocasión del segundo intento por corregir el rumbo del gobierno, la Presidenta debió proclamar una mal cocinada fórmula para otorgar la gratuidad como un privilegio solo a los estudiantes de universidad del CRUCH y a unos pocos IP y CFT. Ante las reacciones contrarias de casi todos los sectores, el ministro Eyzaguirre, entonces a cargo de la cartera de educación, aceptó revisar la extensión de la gratuidad para aumentarla. Mas esto fue desahuciado enseguida por la ministra Delpiano que lo reemplazó. Para mayor confusión, la Presidenta decidió decir algo distinto a todo lo anterior el día lunes, en el conclave con la NM. Anunció que la cobertura de la gratuidad se aumentaba para incluir a ciertas universidades privadas (no se sabe exactamente cuántas ni bajo qué criterios operaría esa inclusión) al mismo tiempo que se diminuye en un decil socioeconómico el umbral de estudiantes favorecidos.
III
Sin duda, todo esto muestra un alto grado de improvisación, una constante vacilación respecto de los criterios e instrumentos que deben calibrar las políticas, una débil capacidad de diagnóstico, diseños lábiles y cambiantes de la acción gubernamental, una completa incomprensión de los fenómenos comunicacionales que forman parte de la sustancia de la política contemporánea y, me frustra tener que decirlo, una performance inaceptablemente deficiente del Mineduc.
Los cuatro fallidos intentos por corregir la marcha del gobierno y superar la crisis de conducción -cuatro si el más reciente fracasa, como temo es probable ocurra- pondrá gran presión al gobierno durante los próximos meses y expondrá a la Presidenta a costos cada vez mayores para dar el giro político que parece haber estado buscando desde el mes de enero del presente año. Mayores porque con el correr del tiempo se acumulan los problemas, decaen las energías gubernamentales, se desordenan aún más las expectativas, la popularidad presidencial no remonta y los partidos de la NM inevitablemente empezarán a mirar hacia el futuro, dejando al gobierno actual encerrado en un incómodo paréntesis.
Sobre todo, la continua postergación del giro hacia el “realismo” (no al “realismo mágico” “sin renuncia” alguna) permite que sigan adelante los malos diseños de política; se abran más frentes de negociación con los partidos, los movimientos y los intereses corporativos, y se sature la capacidad del gobierno para corregir sus propios errores e imprevisiones. Por ahora las circulares aclaratorias de la reforma tributaria, se dice, acumularían varios cientos de folios, faltando todavía lo principal: una ley aclaratoria de los entuertos. En el caso de la ley del fin del copago, lucro y selección estamos a la espera de más de diez minuciosos y agobiantes reglamentos, los que deberán aclarar lo ya aprobado por el legislador para hacerlo aplicable al sistema escolar.
En breve, los sucesivos actos fallidos de corrección y revitalización de la conducción gubernamental obligarán en el futuro a ir más allá de los meros aspectos metodológicos -priorización, jerarquización, gradualismo en la implementación y la financiación- para llegar al fondo del diseño y la calidad de las reformas planteadas, su sustentabilidad en el tiempo, sus efectos reales de equidad e inclusión, su impacto directo e indirecto sobre el crecimiento económico y el mejoramiento de los servicios de bienestar.
De no hacerse, corremos el riesgo de estar incubando, ante nuestros propios ojos y por falta de reflexión crítica, uno o más “transantiagos” en zonas tan sensibles y cruciales como el transporte: por ejemplo, la educación, la salud, la relaciones laborales, la sustentación de las universidades o la recaudación fiscal. La lección que debimos haber aprendido del Transantiago es que políticas de envergadura macro mal diseñadas, mal decididas y mal aplicadas no tienen vuelta atrás. Y que mitigar sus nocivos efectos e impacto tarda años, décadas incluso, y obliga a gastar enormes sumas de la renta nacional.
José Joaquín Brunner, Foro Líbero.
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