Administración Bachelet: gestión política, desempeño y evaluación
La información y los análisis disponibles subrayan las debilidades observadas en la cúspide del poder gubernamental, con una Presidenta objetivamente disminuida frente a la opinión pública encuestada.
Publicado El Líbero, 19.08.2015
El gobierno se mueve entre tres factores que entraban su gestión política (politics) y de políticas públicas (policies). Primero, el desempeño gubernamental -expresado en leyes aprobadas, solución de problemas en áreas claves, transmisión de señales, satisfacción de diferentes partes interesadas, etc.- es considerado poco efectivo. Segundo, el reconocimiento y apoyo de la opinión pública encuestada es críticamente bajo. Tercero, el núcleo que conduce la gestión política y de políticas públicas aparece poco asentado; como veremos, no transmite seguridad ni parece confiar en sí mismo.
I
El desempeño gubernamental es inefectivo. Desde el primer día la administración Bachelet trabaja sin una agenda con prioridades y metas a ser alcanzadas gradualmente. Por lo mismo, su acción resulta confusa, desordenada y poco jerarquizada. Es cierto, hay un programa que en su momento sirvió como medio de campaña para comunicar aspiraciones y convocar electores en torno a la figura -entonces carismática- de la candidata, hoy Presidenta.
Mas el programa declara valores, fines, no objetivos a alcanzar dentro de un marco de posibilidades. Habla de equidad, libertad, transparencia, sustentabilidad, participación, poder local, bienestar y fines públicos, pero no de cómo organizar medios y procedimientos ni cómo asignar responsabilidades y recursos para su obtención. Justamente es en el plano de los valores últimos donde las políticas tienen que arbitrar. ¿Cuánta equidad y cuánta autonomía para que las familias elijan la educación de sus hijos? ¿Qué grado de libertad para que las mujeres decidan terminar con su embarazo? ¿Cómo combinar los derechos de los individuos y los intereses de la comunidad?
En situaciones conflictivas o inciertas es inevitable que los gobiernos empleen conceptos ambiguos -como de suyo es el lenguaje de los valores- para mantener una relativa cohesión entre sus seguidores y en su coalición de apoyo. Precisamente por eso la actual administración -cuando arrecian las dificultades y tensiones- emplea conceptos estratégicos vagos además de hacer un uso táctico de la ambigüedad al nivel de los medios y los objetivos. El costo es ser percibida como imprecisa cuando no contradictoria. Lo cual a su vez provoca fallas de comunicación con los partidos, gremios, sindicatos y movimientos sociales.
También las principales reformas impulsadas por el gobierno presentan problemas de ambigüedad e interpretación. El lema del “realismo sin renuncia” es quizá el ejemplo más contundente. Al punto que la propia Presidenta, su equipo político y la Nueva Mayoría (NM) terminaron enredados en la interpretación de esta cabalística fórmula. Ni siquiera el cónclave destinado a precisarla pudo despejar la confusión.
Si el desempeño del gobierno en el armado y gestión de su agenda ha sido débil, no puede uno sorprenderse que los resultados sean mal evaluados. Por ejemplo, los proyectos tramitados en el Congreso parecen improvisados y son técnicamente débiles, al punto que el propio gobierno debe rehacerlos por la vía de las indicaciones y, una vez promulgados, requieren numerosas circulares aclaratorias y reglamentos para poder implementarlos, o incluso de una ley para mejorar su diseño y graduar su aplicación.
Una misma percepción de falta de diseño o baja efectividad existe respecto del manejo de los asuntos cotidianos de la administración, como la seguridad urbana, la paz en La Araucanía, la diplomacia frente a Bolivia, los colegios municipales, el transporte metropolitano, la construcción de hospitales o la gestión de las becas para estudios en el extranjero.
De allí el juicio negativo, y de insatisfacción, que se ha ido instalando entre los diversos actores y partes interesadas en las políticas públicas.
El gobierno se defiende alegando que esas reacciones eran previsibles y responden a los intereses amenazados por las reformas estructurales. Bien podría ser un elemento de la explicación. Pero no se hace cargo del hecho que la mayor parte de las insatisfacciones se asocia no a las reformas, sino a persistentes problemas como el Transantiago, las colas de espera, los abusos, la inseguridad ciudadana, los fenómenos de corrupción, una economía más estrecha. O bien a la gestión deficiente de las propias reformas concretadas o proyectadas (tributaria, escolar, laboral, de reforma constitucional, de gratuidad de la educación superior, etc.).
La verdad es que una medida importante de las insatisfacciones se debe, ante todo, a lo errática de la conducción del gobierno, a su interlocución sin resultados, lenguaje confrontacional, la explosión de expectativas impulsada por el discurso oficial, escasa capacidad resolutiva de autoridades intermedias, burocratismo de los servicios públicos, divisiones dentro de la NM y un clima de incertidumbre provocado por una autoridad indecisa.
II
Todo lo cual nos conduce al extrañamiento experimentado por la opinión pública encuestada respecto al gobierno Bachelet. Esa opinión -que habla a través del los sondeos de ADIMARC, CEP, MORI, CADEM, CERC y los medios de comunicación de masa- se pronuncia negativamente en la actualidad, en un nivel nunca antes visto, respecto de la Presidenta, su gobierno y sus medidas de reforma. Muestra un reflujo de la popularidad gubernamental desde la cima alcanzada tras la elección de la Presidenta, hasta la sima donde ha caído durante las últimas semanas.
No ha sido un cambio de marea agitado, abrupto, de alta intensidad y fuertes turbulencias. Al contrario, ha sido un descenso gradual pero persistente a lo largo de los últimos diez meses: en todos los sectores sociales, grupos de edad, en regiones y Santiago, entre hombres y mujeres y entre personas distribuidas a lo ancho del espectro ideológico.
Estos movimientos de opinión son, digamos así, la otra cara de la deficitaria performance del gobierno. Es la percepción existente -medida como registro de opiniones- sobre la conducción gubernamental.
El sector social donde esa percepción negativa ha ido difundiéndose más profusamente es aquel conformado por la actual clase media, especialmente en los nuevos estratos emergentes. Son esos segmentos los que más fuertemente dependen de la calidad de la gestión política y de las políticas públicas imprescindibles para mantener e incrementar las oportunidades de vida, educación, trabajo, consumo y participación. Efectivamente, dichos grupos -que entre otras cosas se ensanchan cada cuatro años con la inclusión de 600 mil nuevos técnicos y profesionales- son los que mayormente necesitan crecimiento económico, empleos, seguridad en los barrios, colegios que funcionen con efectividad, menores tiempos de espera en los servicios de transporte y salud, acceso a viviendas al alcance de sus ingresos y ahorros.
Algo similar ocurre con otros segmentos de esa clase media ampliada: micro y pequeños empresarios, vendedores, empleados de servicios públicos y privados, estudiantes técnicos y universitarios, adultos que asisten a cursos vespertinos y a programas de capacitación. Más que el carisma de la Presidenta, o el nivel de progresismo de la NM, o las promesas del programa, a los hombres y mujeres de clase media les importa un gobierno eficaz, realista, con agenda clara, eficiente en la solución de problemas, que mantiene el orden y la seguridad, construye acuerdos y ofrece un sentido a la vida colectiva de la sociedad.
La administración Bachelet ha sido particularmente débil en su desempeño y gestión comunicacionales. Ha carecido de un relato que confiera sentido a sus decisiones e identidad a sus propuestas. Al contrario, su fisonomía discursiva está marcada por declaraciones contradictorias y poco realistas de la Presidenta; por la oscilación entre una fraseología rupturista y una gradualista; por las memorables ironías de un ministro o aquella inolvidable metáfora empleada por un presidente de partido de la NM.
La ausencia de una narrativa coherente -en una administración que al comenzar se preciaba de inaugurar un nuevo ciclo, traer consigo un paradigma que cambiaría drásticamente las políticas de la Concertación, y de tener una pretensión refundacional- deja atrapado al gobierno entre el fuego cruzado proveniente de las diferentes fracciones internas de la NM que buscan definirlo a su favor. Así, en vez de contar con una comunicación orientada estratégicamente, la administración Bachelet ha terminado envuelta en una refriega de mensajes que contribuye a dificultar la conducción.
III
El bajo desempeño manifestado a través de una performance mediocre, performance mal enjuiciada a su vez por la opinión pública encuestada, desemboca en un cuadro de crisis en el núcleo que gestiona la política y las políticas públicas del gobierno. He aquí la principal causa de la crisis de conducción que hemos estado analizando desde hace varios meses.
¿De qué se trata?
Primero, de un mal funcionamiento en el núcleo mismo del poder presidencial; es decir, la Presidenta, sus ministros distribuidos según una jerarquía informal del poder en tres o cuatro anillos en torno de ella, el personal directivo de confianza y los asesores de política y políticas –los technopols– que forman la primera línea de la gestión política dentro del aparato gubernamental junto a las tecnoburocracias directivas. Este núcleo, se supone, es la cabeza estratégica del gobierno, responsable por las orientaciones, la agenda, las relaciones con el Parlamento y la NM, y del discurso oficial y los relatos sectoriales.
En los gobiernos anteriores de la Concertación hubo diferentes maneras de organizar la división del trabajo y las jerarquías efectivas del poder dentro de dicho núcleo. Por ejemplo, en la administración Aylwin, el ministro secretario de la presidencia, Edgardo Boeninger, jugó un papel central –hasta hoy recordado con admiración— en la gestión y coordinación político-programática, acompañado por Enrique Correa (consejero de príncipes magna cum laude) en la Segegob y por Alejandro Foxley en el ministerio de Hacienda, los tres encargados además de activar las redes de tecnopolíticas y tecnocráticas que llegarían a formar parte de la identidad y el estilo concertacionistas. Durante el gobierno Lagos, en cambio, el propio Presidente junto a su equipo de segundo piso tuvieron control sobre la orientación estratégica de la administración, creando una “presidencia imperial” apoyada por un equipo político encargado de la gestión cotidiana de los asuntos gubernamentales. El gobierno Piñera, en tanto, intentó -sin éxito-sustituir esa función política superior por un énfasis gerencial dentro de un modelo de gobierno emprendedor.
Hoy la información y los análisis disponibles subrayan las debilidades observadas en la cúspide del poder gubernamental, con una Presidenta objetivamente disminuida frente a la opinión pública encuestada; que equivocó el armado básico de su primer gabinete y luego de un año debió reemplazarlo, sin que hasta hoy pueda saberse si acaso el nuevo armado funcionará o no; que ha carecido de una agenda y no ha podido trazar un rumbo; que carece de un diseño comunicacional y se mantiene relativamente alejada de su núcleo, dando escasas o ambiguas señales a sus equipos políticos, burocráticos y técnicos.
Más grave es que esas decisiones equivocadas o de inciertos resultados, y la constante vacilación en la toma de decisiones, han dado lugar a dudas respecto a lo acertado del juicio político de la jefa de Estado, elemento clave de la conducción. Grave, pues como señala un académico experto en análisis político, “ninguna cantidad de buen proceso político puede remediar un juicio político errado” (R. Wilson). En efecto, la autoridad puede llevar a cabo todas las consultas del caso, escuchar a las diversas partes interesadas, hacer participar a los partidos y parlamentarios de la NM, solicitar consejo a sus asesores, recibir informes técnicos y sin embargo, si finalmente adopta una decisión equivocada, vacila o la posterga, el positivo proceso previo queda olvidado.
Si acaso una decisión ha sido acertada, llega a saberse solo una vez evaluadas las consecuencias. Vale aquí el pragmatismo shakespeariano del all’s well that ends well (“bien está lo que bien acaba”). Entre tanto, la persona que decide debería reunir una serie de habilidades y condiciones según la literatura especializada: capacidad de sopesar factores en competencia, coraje para trabajar con el largo plazo en la mira pero manejando las demandas inmediatas, reacción instintiva para saber qué objeciones tomar en consideración, equilibrio en medio de intensas presiones, confianza en sus colaboradores y un entendimiento sofisticado de la gente, sus intenciones y necesidades. Además, una comprensión inmediata de lo que está en juego. Y un saber casi instantáneo sobre qué pasaría “si”… Amén de tener sentada a su diestra, sonriente, a la diosa Fortuna.
La Presidenta ha reconocido con candor dificultades para ejercer certeramente el juicio político, al punto que -confiesa ella- suele tener una intuición correcta, pero luego decide otra cosa, como ocurrió con ocasión del tsunami del 27 F, del Transantiago, la reforma educacional y la decisión de regresar (o no hacerlo) a Santiago luego de estallar públicamente el caso Caval.
Tampoco aparece consolidado el liderazgo de la Presidenta y su equipo en relación con los diversos niveles del poder gubernamental, particularmente con los tecnoburócratas que gestionan conocimientos y con los funcionarios que trabajan al nivel de la calle, en los puntos concretos de provisión de los servicios de salud, seguridad, educación, vivienda, etc.
En el primero de esos planos, el de la gestión del conocimiento experto -factor clave de la política pública en todas sus fases de diseño, formulación, decisión y aplicación-, los technopols y tecnoburócratas juegan papeles decisivos. El gobierno Bachelet inició su período de administración con un discurso ambiguo respecto de esos grupos, de los cuales desconfiaba, pues tendían a imponer, sostenía la cúpula de la NM, una racionalidad abstracta y economicista cuando no neoliberal, la que supuestamente habría marcado la ideología y el estilo de los gobiernos de la Concertación. En breve, tales grupos habían impedido a dichos gobiernos echar a volar la imaginación, soñar con otro país y mover los límites de lo posible, imponiéndoles un pragmático realismo, aquel del “en la medida de lo posible”.
Por eso mismo la actual administración ha mantenido una relación tensa con sus propias tecnoburocracias y technopols, al menos hasta el momento de la desfenestración de la dupla Peñailillo-Arenas y su reemplazo por la dupla Burgos-Valdes, genuinos representantes de los know how político y técnico-económico, respectivamente. Su arribo a La Moneda fue saludado como el regreso de la racionalidad formal al gobierno, a la espera de que la Presidente defina una nueva orientación, la que hasta hoy permanece en disputa.
Por su parte, en la calle, donde el Estado deja de ser una entelequia jurídica y se encuentra con la gente, es donde se expresa diariamente la efectividad y eficiencia de los servicios que prestan los funcionarios de última línea, aquella que entra en contacto con la población a través de profesoras, enfermeras, carabineros, trabajadoras sociales, parvularias, inspectores municipales, etc.
La aplicación de las leyes y los reglamentos, la garantía de los derechos, la seguridad personal, las prestaciones de los ministerios y grandes servicios, en breve, toda la actividad cotidiana y concreta del Estado, encuentra ahí su expresión rutinaria, interactiva, sobriamente local y masivamente individualizada.
También allí es evaluado continuamente el gobierno por un sujeto distinto que la opinión pública encuestada. Ya no se trata de conocer cómo las personas valoran (con nota de 1 a 7) el trato en la clínica de urgencia, o el rol del profesor en la comunidad, o su preferencia por un candidato X o Z, sino de captar y entender (cualitativamente) la experiencia vivida por esas personas al entrar en contacto diario con el Estado al nivel de la calle.
Aquí nos topamos, por tanto, con una opinión más densa, granular, intensa, no registrada directamente por las preguntas de una encuesta, sino vivida en la intimidad, compartida con la familia y los amigos, en el vecindario y el lugar de trabajo. Los climas de opinión que de allí surgen solo se manifiestan parcial y limitadamente en los sondeos de opinión; sin embargo, alimentan y determinan comportamientos, votaciones, conversaciones, memorias, reacciones, emociones y constituyen el trasfondo emocional de la opinión pública encuestada.
También en este último plano el gobierno parece gozar de escaso consentimiento, favor, entusiasmo y “buena onda” con la población. Al contrario, la polis parece crispada, asustada, incierta, descontenta e insegura en sus bienes y oportunidades. Los medios de comunicación procesan esos climas y los convierten en ondas, mareas, conciencia colectiva, psicología social. No digo solamente entre las élites, ni solo entre los grupos de intereses que pudieran verse afectados material o simbólicamente por las reformas del gobierno Bachelet. Me refiero a la población que vive inmersa en el curso de los hechos cotidianos y allí se forma una idea, una imagen, un sentimiento del país y su gobierno.
Paradojalmente, la intelectualidad de los malestares, aquella que vio elevarse sus bonos con la actual administración, pues de sus círculos se reclutaban los technopols y tecnoburócratas supuestamente en posesión de los más lúcidos diagnósticos y la mejor “lectura de la sociedad”, ahora se ve rodeada de descontentos para los cuales no estaba preparada ni consigue entender.
José Joaquín Brunner, Foro Líbero.
FOTO:CRISTOBAL ESCOBAR/AGENCIAUNO
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