Las erróneas bases de la reforma
Carlos Peña: “No hay que ocultarlo: se trata de un documento desprolijo en su escritura, confuso en sus razones y del todo opaco en los proyectos que, según declara, pretende impulsar…”.
Desde luego, lo que denomina “elementos contextualizadores” (sic) en vez de contextualizar simplifican el proceso de masificación de la educación superior. No hay mención alguna a la dimensión democratizadora del fenómeno, a las dificultades de incorporar a sectores provistos de diverso capital cultural, a la frustración que el acceso en condiciones de masas produce a sectores históricamente excluidos, etcétera. Todos los defectos del sistema serían institucionales, debidos a la falta de regulación y al lucro. ¿No se estará incurriendo en la misma simplificación en que ya se incurrió al tratar del sistema escolar?
En consonancia con lo anterior, el documento abunda en expresiones que ya son manía, pero que ayudan poco a la comprensión del problema. Por ejemplo, califica a la educación superior como un “derecho humano fundamental” (n 3) sin reparar en el hecho de que, si lo fuera, no podrían existir mecanismos de selección para obtenerlo (nadie diría que la libertad de expresión es un derecho humano si, para ejercerla, hubiera primero que probar que el contenido de la expresión es valioso o merece la pena). Se proclama también el propósito de establecer un sistema cooperativo entre las instituciones y no centrado en la competencia entre ellas (I.2). Los redactores del documento están hipnotizados por un fuerte sentido de comunidad; pero la experiencia muestra que la competencia, el ánimo de emulación, la búsqueda de prestigio, el individualismo, son también un combustible para el bienestar social (y para las universidades, los ministerios y las personas que trabajan o estudian en ellos). Un buen sistema -la experiencia comparada abunda- debe entonces compatibilizar la coordinación central con el uso de mecanismos competitivos para el éxito del sistema.
En lo que respecta al problema del lucro -el punto 15 del proyecto-, el documento muestra sus mayores falencias. Su oposición al lucro es tan intensa como la falta de ideas para impedirlo. Si se quiere, en efecto, prohibir el lucro en las instituciones universitarias, sería imprescindible regular bien los gobiernos, la condición de las sociedades relacionadas, la posibilidad de ceder o no el control, los covenants con que se garantiza el financiamiento, una Superintendencia con facultades suficientes, mecanismos para evitar la captura, etcétera. Nada de eso, desgraciadamente, contiene el documento.
En materia de participación, el documento sugiere exigir alguna forma de triestamentalidad para las instituciones que accedan a financiamiento público y señala que habrán de establecerse condiciones de gobierno para todas (aunque, desgraciadamente, no señala cuáles serán ellas). El texto confunde la participación con una de sus varias modalidades: la triestamentalidad. Algunas distinciones podrían ayudar a debatir este problema. Una cosa es la participación comprendida como agregación de voluntades mediante el voto; otra cosa es la participación entendida como la posibilidad de deliberar racionalmente en los asuntos que atingen a todos. No cabe duda que esta última -la participación deliberativa- es consustancial a la universidad, pero no lo es necesariamente la primera. La experiencia muestra más bien que, en vez de la triestamentalidad, las formas exitosas de gobierno universitario son las que distinguen entre la supervisión patrimonial y estratégica de la universidad, por una parte, y su gobierno intelectual, por la otra. La primera puede estar entregada a consejos integrados por trustees o fiduciarios (como ocurre en EE.UU., en las universidades estatales o privadas) o stakeholders o interesados (como ocurre en la experiencia europea); en tanto, la segunda, a consejos académicos o senados a los que se integren estudiantes y profesores. En medio de ese panorama, ¿por qué subordinar el financiamiento público a la triestamentalidad?
Tratándose de la gratuidad, el documento incurre en los problemas más severos. Denomina “transferencia por gratuidad” a un sistema que fija aranceles y los distribuye en proporción al número de alumnos. El documento parece empeñado en disipar lo que se ha denominado la voucherización; pero no lo logra. ¿En qué se diferencia un sistema de vouchers simbólicos de la “transferencia por gratuidad” salvo en las mayores confusiones de esta última? Más todavía, ¿en qué se diferencia el traspaso de rentas generales en proporción al número de matriculados -la transferencia por gratuidad- de un subsidio a la demanda? Y en tal caso, ¿por qué no diseñar bien este último?
En fin, hay errores inadmisibles. El documento subordina, por ejemplo, el financiamiento público a la condición de que la universidad o instituto esté constituido como “Corporación de derecho privado” (iv.1). Como el documento es de aplicación general, habría que concluir que se decidió dejar fuera a las instituciones estatales (corporaciones de derecho público); a la Pontificia Universidad Católica (se constituyó al amparo del derecho canónico y bajo la Carta de 1833 cuya garantía mantuvo la de 1925 y la de 1980); a la U. Federico Santa María (es una fundación), etcétera.
No hay que ocultarlo: se trata de un documento desprolijo en su escritura, confuso en sus razones y del todo opaco en los proyectos que, según declara, pretende impulsar.
Carlos Peña
Rector UDP
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