I
Suele pensarse que nuestra sociedad, en la misma medida que ha ido modernizándose, se vuelve también crecientemente secularizada. Así, Dios muere en el imaginario social, sostiene esta tesis; la oración retrocede hasta los márgenes de la ciudad donde habitan los grupos menos educados; lo sagrado colapsa frente al discurso racional de las ciencias y termina evaporándose o se privatiza al interior de la conciencia individual; el discurso religioso, sus valores, la moral inspirada por aquel y las prácticas de fe deben abandonar la esfera pública. Las iglesias se vacían, los eclesiásticos son acusados de cosas peores que las herejías, las creencias populares son administradas ahora por la televisión; la Palabra se convierte en chat.
De modo que la modernidad occidental sería un mundo desencantado, según la famosa tesis del sociólogo alemán Max Weber, mientras nuestro horizonte cultural se habría vuelto puramente secular, terrenal, evolutivo, racional, científico-técnico, calculable, controlado. Nos hemos quedado a la intemperie, sin misterio, sin protección divina. Nuestros ideales son ilustrados; nuestra moral, puramente kantiana. No hay concepto de pecado, sentimiento de culpa, ritos de confesión y penitencia. Solo psicoanálisis y libros de autoayuda.
De ser cierto todo esto, ¿cómo explicar entonces que desde hace varios meses estemos envueltos en unos debates y tensiones que con insistencia recurren a un vocabulario inconfundiblemente religioso?
II
Partiendo por los “escándalos”, en cuyo fatídico ciclo nos hallamos atrapados. ¿Acaso no es éste un término reiteradamente usado en el Antiguo Testamento y luego por San Pablo? Originalmente significaba una trampa y luego, metafóricamente, se usó para designar todo lo que hace caer. Así, en el Salmo 140, se lee: “Presérvame, Yahvé, de las manos del malvado/ guárdame del hombre violento,/ de los que proyectan trastornar mis pasos,/ y tienden una red bajo mis pies,/ de los insolentes que me ocultan lazos,/ que me ponen trampas al borde del sendero”.
Hoy nos encontramos atrapados entre dichos o hechos que se atribuyen al desenfreno y la desvergüenza y son ocasión de daño y ruina espiritual del prójimo, causando alboroto, tumulto o ruido.
Las metáforas religiosas y la preocupación por el límite que debe separar los asuntos del siglo (seculares) y las cosas de Dios abundan. Baste considerar dos columnas de opinión aparecidas en la prensa del pasado domingo (7 de junio): una de Max Colodro sobre el martirio del hijo y otra de Carlos Peña dedicada a la Presidenta y el Papa.
Y enseguida, ¿qué decir del término “corrupción”, el más amenazador y cargado de simbolismo de todos los que llenan con fervor religioso apenas velado las páginas de los periódicos, las redes sociales y las pantallas de televisión?
Efectivamente, el fervor domina la polis como si el profeta Isaías nos acusara -a esta nación de pecadores- de no discernir y hacer el mal.
¿Qué significa “corrupción”? Según explica nuestro chileno Cardenal Medina Estévez (al que navegando por Internet me topé en una página titulada Sobre la corrupción: Tratado del Cardenal Medina): “Esta palabra castellana es de origen latino, y en esa lengua significa “destruir”, “arruinar”, “enturbiar”, “echar a perder”, “seducir”, “sobornar”, “falsificar”, “viciar”, “depravar”. […] Tanto en latín como en castellano, del verbo corromper derivan otras palabras como “corrompido”, “corruptor”, “corruptela”, “corruptible”, “corrupto”, etc.”
En breve, “escándalos” y “corrupción” son los dos términos axiales -de resonancia claramente religiosa- en torno a los cuales gira nuestra vida pública. A su alrededor se ha ido creando todo un entono discursivo poblado de términos clericales. Hablamos de confesar, asumir culpas, adoptar sanciones que duelan, revelar la verdad, hacer sacrificios, tomar resguardos morales, determinar estándares éticos. Hablamos de pureza, mentiras, pecado, tentación, falsedades, chivos expiatorios, indulgencias.
III
Tal vocabulario -cargado de supuestos espirituales idealistas- trastoca por completo los valores seculares. En vez de una moderna concepción de la política -con su intrínseca ambigüedad ética- se impone, en este tiempo de escándalos, una visión religiosa del poder, con su propio fundamentalismo ético asociado.
Nos vamos llenando de pequeños savonarolas, predicadores -como el fraile dominico florentino de la segunda mitad del siglo XV, aquel que exclamó: “y tú, Florencia, que piensas sólo en ambiciones y empujas a tus ciudadanos a exaltarse, sabes que el único remedio que te queda es la penitencia, porque el flagelo de Dios ya está próximo”- predicadores, digo, que desde los púlpitos mediáticos proclaman la pureza como regla de oro de la moral política y condenan a los hombres y mujeres impuros, transgresores, que han sido tentados por el dinero y la fama. Los interpelan para que declaren sus faltas y perversiones y les exigen purificarse y pedir perdón en la plaza pública. Lanzan consignas de justicia igual como tronaba el profeta Isaías: “¡Ay, gente pecadora,/pueblo tarado de culpa,/ raza de malvados,/ hijos de perdición”.
Mas como nos recuerda Max Weber en su clásica ponencia sobre la vocación del político, esta actividad no pertenece al reino de los puros, aunque hoy se deba decir lo contrario si se desea obtener la aprobación de los pequeños savonarolas. Al contrario, dice el sociólogo alemán, “Quien hace política pacta con los poderes diabólicos que acechan en torno de todo poder […] Quien busca la salvación de su alma y la de los demás que no la busque por el camino de la política, cuyas tareas, que son muy otras, sólo pueden ser cumplimentadas mediante la fuerza. El genio o demonio de la política vive en tensión interna con el dios del amor y esta tensión puede convertirse en todo momento en un conflicto sin solución”.
Lo más propio de la concepción moderna de la política, desde Maquiavelo en adelante, reside precisamente en esto; en que concibe al alma de la política, y de los políticos, como continuamente tironeada entre dioses y demonios, entre Virtú y Fortuna, entre imperativos absolutos y responsabilidades relativas, entre los ideales y la irracionalidad ética del mundo de la que habla Weber.
IV
Por lo mismo, no es la secularización el rasgo más distintivo de la política contemporánea. Más bien es el hecho que la política funciona como una esfera relativamente autónoma -frente al mercado, las empresas, las corporaciones, la ciencia, las religiones, etc.- pero, a la vez, en continuo contacto con esas otras esferas a las cuales debe coordinar y cuyas fuerzas la penetran por todos lados bajo la forma del dinero, el conocimiento experto, los valores extra-mundanos, las creencias de base religiosa, los intereses corporativos y los bienes particulares.
Allí, en los puntos de contacto entre el poder y esos diversos elementos -negocios, divinidades, tecnocracia, monopolios, expertos- se encuentra el origen de las ambigüedades que transforman al político en un frágil eslabón entre fuerzas enfrentadas.
Desde esta perspectiva, el momento Savonarola donde hoy se sitúa nuestra política -momento que suele acompañar a las crisis de legitimidad y a los ciclos de escándalos- niega (temporalmente) el carácter inherentemente ambiguo, maquiavélico si se quiere, de la democracia y la política. Como señala Daniel Bensaid, “el rechazo de la política profana, con sus impurezas, incertidumbres y tambaleantes convenciones conduce ineluctablemente de regreso a la teología y su dispar enjambre de gracias, milagros, revelaciones, arrepentimientos y perdones”. Por lo mismo, imagino, Maquiavelo acusó a Savonarola de haber querido dividir a la humanidad en dos bandos: uno que milita con Dios, el suyo; y otro con el Diablo, el de sus adversarios.
Cuando esas categorías tajantes se introducen en la polis es el fin de la política y su continuación por otros medios, la guerra. El tiempo de los profetas armados.
Por el contrario, cualquier salida del momento religioso en que nos encontramos deberá por necesidad ser una salida maquiavélica: política, impura, conversada, transaccional, incremental, negociada, ambigua, gradual. En el polo opuesto, el del fuego purificador de los savonarolas, se termina siempre, inescapablemente, en la hoguera. Por eso, junto al bardo decimos: “pero vosotros, ¡oh, dioses!, defectos nos concedéis para hacernos humanos” (“But you, gods, will give us/ Some faults to make us men”).
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