División del poder universitario
por Hugo Eduardo Herrera 25 junio 2015
En esta tercera columna de la serie “La frágil universidad”, me referiré a la división del poder universitario como condición del uso público de la razón. También mostraré que hay algo así como una garantía del tal uso público.
Resguardos jurídicos y división del poder
La posibilidad del uso público de la razón requiere de visibilidad y de libertad e igualdad. Solo en un ámbito en el cual las partes se encuentran como libres e iguales, vale decir, donde lo relevante es el peso de los argumentos, no la subordinación o la fuerza, pueden esos argumentos terminar primando. Es dentro de un contexto en el cual hacer uso público de ella es factible, que cabe esperar la emergencia de una comunidad universitaria en la cual exista la disposición a realizar ese uso público.
Para la generación de ese contexto en el ámbito universitario, una condición necesaria son los resguardos jurídicos suficientes para que se vuelvan practicables las actividades de docencia e investigación bajo las reglas del uso público de la razón. Entre ellos destacan la libertad académica y un régimen de autonomía institucional. Sin embargo, la igual libertad de la razón requiere, además de estos resguardos jurídicos, apoyarse en una cierta mecánica política y material. Vale decir, las condiciones institucionales no se agotan en el estatuto jurídico de la universidad, descansan también en relaciones de poder.
La norma jurídica es impotente frente al poder. La libertad del individuo no depende tanto de los dispositivos jurídicos como de la efectiva división y radicación del poder en manos distintas. A esa división del poder pueden contribuir las elaboraciones normativas, que, si están suficientemente bien pensadas, permiten desencadenarla, pero ella es prioritariamente política. O más precisamente: la instauración de una división del poder se efectúa gracias a un vocabulario jurídico, por medio de normas, pero la constitución de un orden de poderes es siempre, en definitiva, una cuestión política, donde, en último término, se está organizando, gracias a un poder previo, y a través de un lenguaje normativo, el mismo poder. Es entonces que el poder –y la correlativa libertad– quedan asentados o arraigados sobre un suelo estable.
La mecánica del poder
Fue Montesquieu quien expuso, dentro de un contexto moderno, con especial nitidez la mecánica específica del poder. Él muestra que su división significa, junto con su limitación –gracias a los frenos mutuos que surgen de la oposición de poderes diferenciados–, un incremento correspondiente de la libertad de los individuos que se encuentran bajo él. La división del poder político coincide con el correlativo aumento del poder individual y la libertad; la concentración de ese poder político con la disminución de estos (cf. De l’Esprit des lois I, 11).
La existencia de un ámbito apto para la razón pública requiere, además, que el poder privado sea dividido. La presencia de grandes monopolios u oligopolios puede llegar a limitar el uso público de la razón, ejerciéndose un control, ahora en sede privada, de las posibilidades de crítica y deliberación. Piénsese, por ejemplo, en el modo meramente fáctico en el que muchas veces termina edificándose en nuestras comunas, donde la impulsividad desbordada de la avidez económica simplemente impide una reflexión racional allende los cálculos de los poderosos. Parece necesario, aquí, que el Estado colabore en la división del poder económico, favorezca las pequeñas y medianas empresas, a los consumidores y trabajadores, fiscalice e incluso intervenga en aquellos ámbitos sensibles en los que sea particularmente necesario asegurar la división del poder.
Pero el poder político no puede desaparecer sin generar inconvenientes serios. El programa de una división infinita del poder es atrayente, mas debe ser rechazado, pues no conduce necesaria ni preponderantemente a la, en principio, esperable ausencia de poder, sino a la aparición de nuevos poderes. El vacío de poder es llenado por otro poder. El ideal anarquista tendría que realizarse como una transferencia del poder hacia el individuo, pero en donde la repartición del poder acabase siendo igualitaria. Y esto es, precisamente, lo que resulta difícil que acontezca, pues la repartición igualitaria del poder debe lograrse respecto de individuos que son heterogéneos entre sí.
No es descartable que el ávido de dominación y reconocimiento, dotado de capacidades físicas y medios sobresalientes, termine por imponerse sobre sus semejantes. El ser humano es constitutivamente, en cierto modo, una diferencia, no solo con los demás, sino también consigo mismo. El individuo tiene, ya en su interioridad, una distancia, en virtud de la cual puede someterse a sí mismo a examen y juicio, reflexionar sobre sí, evaluarse, estar en paz o disgustado e intranquilo consigo mismo. El conflicto, la duda, la crítica, la intranquilidad no se limitan a la relación del individuo con sus semejantes, se hallan ya en él. Esa diferencia y este conflicto son las verdaderas raíces de su distancia y conflictividad con los otros. Debe haber, en consecuencia, siempre un mínimo de poder político, si no se quiere que la división del poder devenga caos.
Pero para que el individuo no sucumba bajo el peso del poder, para que la libertad no se vea constreñida hasta el punto de volverse nominal, se requiere dividir la soberanía tanto como sea razonable. Entonces es esperable que se desencadenen las fuerzas del pensamiento aplicadas al uso público de la razón, especialmente en las labores de enseñanza e investigación.
División del poder entre Estado y sociedad
El Estado es necesariamente un orden de autoridad, en el que, al final del día, alguien decide y esa decisión queda amparada por un aparato coactivo. La división del poder propuesta por Montesquieu en tres –legislativo, ejecutivo y judicial– sería completamente insuficiente si el Estado controlara todos los ámbitos de la vida humana. Incluso en los regímenes totalitarios, nunca es un individuo el que decide todos los asuntos. Junto al gobierno se hallan las fuerzas armadas, algún tipo de administración de justicia, el partido, un cuerpo legislador. Lo que en verdad les hace totalitarios no es solo la mayor concentración del poder estatal, sino la omnipotencia de ese poder estatal, es decir, que en ellos el poder político controla al poder social; que la sociedad se halla intervenida por el Estado. Totalitario es aquel sistema donde el poder político, el económico y el cultural se concentran en las mismas manos.
Esa concentración, tanto y, eventualmente, más que la concentración del poder político en un órgano final de decisión, disminuye la esfera de la libertad, incluida la libertad de los individuos para el uso público de la razón. Si quien nos emplea y quien nos gobierna coinciden, y la crítica, por tanto, se enfrenta no solo a amenazas de represalias de parte del poder político sino también a la más circunspecta, pero no por eso ineficaz, de perder el empleo y los medios de subsistencia, si criticar puede ser causa de muerte cívica y económica del individuo y aquellos que se hallan bajo su dependencia, entonces la libertad de la razón pública resulta seriamente menoscabada, cuando no abolida. En este caso, se da la paradoja de que, mediante mecanismos públicos, en el sentido de estatales, se conculca lo público, en el sentido de razón pública.
Lo público como uso público de la razón, exige, así, también una separación del poder político respecto del poder social, y la separación del poder político en diversos poderes. Pero no solo eso. La existencia de un ámbito apto para la razón pública requiere, además, que el poder privado sea dividido. La presencia de grandes monopolios u oligopolios puede llegar a limitar el uso público de la razón, ejerciéndose un control, ahora en sede privada, de las posibilidades de crítica y deliberación. Piénsese, por ejemplo, en el modo meramente fáctico en el que muchas veces termina edificándose en nuestras comunas, donde la impulsividad desbordada de la avidez económica simplemente impide una reflexión racional allende los cálculos de los poderosos. Parece necesario, aquí, que el Estado colabore en la división del poder económico, favorezca las pequeñas y medianas empresas, a los consumidores y trabajadores, fiscalice e incluso intervenga en aquellos ámbitos sensibles en los que sea particularmente necesario asegurar la división del poder.
Estos razonamientos políticos acerca de la división del poder se aplican también y especialmente al ámbito de la educación en general y de la educación superior en particular. Si el poder político monopoliza el control del poder académico y científico de un país, ese monopolio significará, correlativamente, una disminución de la libertad y de lo público, entendido como igual libertad de los individuos para el empleo de la razón en esos ámbitos. En tal situación de monopolio es más difícil la defensa de académicos y estudiantes contra los abusos del Estado, lo mismo que evitar que se funcionalice la ciencia y la enseñanza según los intereses del soberano. Entre nosotros, teniendo en cuenta el carácter concentrado del poder político en el Ejecutivo, la forma de Estado centralista (las regiones no son contra-poder) y la existencia inveterada y masiva de funcionarios “de exclusiva confianza”, las posibilidades de abuso se acrecientan.
Algo similar puede ocurrir, empero, si se concentra todo el poder educativo y científico en manos privadas. Si solo hay instituciones particulares, la concentración es, en principio, más difícil, aunque nada descarta que allí unos tengan más poder que otros y que, al final de una serie de luchas, se logre el control del poder científico y académico por parte de muy pocas manos. Que, tal como ocurrió con las farmacias o los supermercados o las multitiendas, se consolide un poder oligopólico en la educación superior.
La disposición al uso público de la razón: punto ciego de la razón pública
Aunque se establezcan los resguardos jurídicos y políticos del caso, el uso público de la razón no se verifica si no existe disposición a hacer uso libre y adulto de la razón. Esta disposición implica necesariamente: asumir tareas de estudio, reflexión y crítica racional; reconocer el libre ejercicio público de la razón ajena; dirimir las diferencias según la razón en su uso público. Esta disposición es el punto ciego de la razón pública: ella no puede imponerse y todo depende de ella. El derecho y la política no son capaces de producir esta disposición por la cual superamos lo utilitario o mercantil y la atadura a los prejuicios. La violencia o la amenaza son aptas para determinar conductas externas, pero no para generar disposiciones morales o internas, las cuales son libres. El intento de producir alguna disposición moral por medio de acciones coactivas es un acto manipulativo, que trata como cosa al sujeto libre. Además, importa abandonar la disposición al reconocimiento del libre uso de la razón ajena. Ese uso libre solo es posible una vez que la violencia ya ha sido excluida.
La razón pública, sin embargo, cuenta con una garantía. Si se consigue suspender institucionalmente –mediante la división institucional del poder– la dinámica del poder y producirse un ámbito correlativo de libertad para el uso público de la razón, entonces ese uso tenderá a verificarse.
Existe algo así como una inclinación humana hacia el uso libre de la razón, a conducir la propia actividad –incluida la actividad teórica– según lo que resulta, para esa razón (en cada uno de nosotros), correcto y auténtico. Kant realizó un descubrimiento perenne al develar un poder espontáneo indomable en la base del individuo y del cual emerge un “espíritu de una estimación razonable del propio valor” y un “llamado de cada ser humano a pensar por sí mismo” (Akademieausgabe VIII, 36), los cuales se expanden, entiende el filósofo, de propio impulso entre los individuos. El saber y el modo de aproximarnos a nuestra existencia, que realizamos por medio del pensamiento y la reflexión, iluminan de tal manera que, en cierta forma, no hay regreso a una etapa anterior, previa al ejercicio de descubrimiento. La inocencia no se recupera y si el embotamiento de la mente puede volver a hacer oscuridad, el principio de la luz se repliega, pero resiste, de tal suerte que basta una nueva ocasión, por más breve que sea, para su reactivación. En un régimen libre, dispuesto para la reflexión y el pensamiento, para el uso público de la razón, donde usualmente ocurren tales actividades, estas inclinaciones aparecen y alcanzan la habitualidad.
Esta garantía logra hacerse efectiva incluso en situaciones prerrevolucionarias, como lo testimonia Jorge Millas respecto de la universidad chilena. En su fragilidad, la universidad exhibe una capacidad incomparable. En un escenario de intervención política, durante la Unidad Popular, en el cual algunas de las prácticas manipuladoras habían comenzado a irrumpir, pese a la presión, la institución –nos dice Millas– “resistía el embate con fortaleza sorprendente”. Y agrega: “Por eso, al sobrevenir la crisis política de 1973, las universidades, con pocas excepciones, habían iniciado ellas mismas su reconquista, y, si de hecho las dominaba todavía el desorden… impuesto por la Reforma, el espíritu de los viejos ideales y del sentido común se mostraba vigoroso” (Idea y defensa de la universidad, 98). Esa misma capacidad espontánea de agrupaciones humanas donde aún hay libertad y un ethos compartido, era la que Millas buscaba reivindicar contra el intento del régimen militar de combatir el marxismo por la vía –entonces– de la vigilancia.
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