UC: no es (solo) la calidad
La UC está en la línea de fuego del debate no solo por la inquietante futura reforma a la educación superior o el problema del padre Costadoat; varios columnistas y actores políticos han empezado a dirigir sus miras contra el plantel.
El episodio Costadoat obviamente enturbia el debate y hace surgir dudas sobre el nivel en el que se realiza el ideal de racionalidad pública en esa casa de estudios. Si se analiza comparativamente a las distintas facultades, hay, además, algunas heterogeneidades notorias y, a veces, la que debiera ser un centro de estudios y reflexiones de vanguardia es el repositorio de pensamiento esclerosado. Estos son problemas importantes que deben ser reparados de cara al escrutinio creciente que enfrentará la UC.
Esas dificultades conviven con indicadores de calidad sorprendentes, en investigación, en el nivel de los docentes y alumnos. Ellos ponen a la universidad pontificia por sobre todas las casas de estudio nacionales, en los primeros lugares del continente y a la expectativa de quedar situada en cuadros de excelencia mundial.
La calidad del plantel, sus descollantes habilidades en docencia e investigación son, con todo, una condición necesaria, mas no suficiente, para justificar la existencia de la UC. Porque, ¿no puede una universidad tradicional laica o una estatal realizar estas labores? Si esto es así, entonces ¿no se vuelve el “aporte” de la UC un asunto discutible y ella reemplazable?
Las últimas discusiones -puestas más en tono de denuncia- sobre la influencia que ha tenido la UC en la política nacional, con los economistas de Chicago y los gremialistas, marcan, sin quererlo, una dirección hacia la cual es importante mirar. A saber: los aportes de la UC al país no se restringen al campo estrictamente académico. La UC, desde su fundación, le ha dado al país contingentes de personajes públicos que han contribuido a conformar su historia. Esos contingentes han operado mayoritariamente desde una visión que, ciertamente, admite variantes muy diversas, pero una matriz cristiana común, un talante católico compartido.
Concurriendo con el laicismo de la Casa de Bello, desde la UC emergió no solo el movimiento gremial, actor relevante en la oposición al programa socialista de la UP y luego, al interior del régimen militar, en la llamada disputa entre los “duros” y los “blandos”, que tuvo entre sus resultados relevantes -junto a la Constitución del 80- la disolución de la DINA y el procesamiento de Manuel Contreras. Mucho antes que los gremialistas, desde ahí surgió también la Asociación Nacional de Estudiantes Católicos, germen de la futura Democracia Cristiana. De la UC, e inspirada en ese ambiente, egresó una pléyade de intelectuales públicos destacados, de los cuales pienso que un ejemplo descollante es Mario Góngora, el crítico agudo de las grandes planificaciones y, en plena dictadura, de la fe neoliberal y el desprecio por el Estado. De la misma UC despega luego el MAPU, movimiento en el que participaron no pocos de los políticos e intelectuales más influyentes del último tiempo.
Al alero de ese catolicismo amplio, multifacético, se ha forjado una tradición de enseñanza, de investigación, de discusión pública más que centenaria, que reúne caracteres que vuelven a la UC un fenómeno, hasta cierto punto, valioso en sí mismo o irreemplazable. ¿Cuántos años le significaría al país reconstituir ese complejo entramado de saberes, la continuidad de cohortes de investigadores, ese ethos académico, si, fruto de una reforma repentina, se menoscabara drásticamente la situación de la UC? ¿No se perdería o vería severamente debilitada una tradición académica que, pese a sus problemas (¡qué institución no los tiene!), ha contribuido con rendimientos sobresalientes a la conformación de la identidad del país y es ya algo así como parte inescindible de su cultura y su historia?
Hugo Eduardo Herrera
0 Comments