¿Reforma educacional como antídoto para la crisis de conducción política?
Hay una tesis dentro del círculo gubernamental según la cual la actual crisis de conducción podría si no solucionarse al menos sortearse con una ofensiva frontal de tipo Blitzkrieg. Conforme a esta tesis ahora sería el momento para lanzar un máximo de iniciativas políticas y legislativas, con la esperanza de recuperar el control sobre la agenda comunicacional y volver a encauzar a la opinión pública.
Para el sector educacional es un aviso de que nos aproximamos a una zona turbulenta. Así como el año pasado el gobierno apuró durante los primeros cien días la elaboración de un proyecto de ley que atacó tres frentes simultáneamente –-fin del lucro, del copago y de la selección académica– ahora intentaría algo aún más ambicioso. ¿Qué? En un mismo año terminar con la municipalización de la educación pública, establecer un nuevo estatuto para la profesión docente, consagrar la gratuidad de la educación superior, refundar el sistema de aseguramiento de la calidad de ese nivel y reestructurar el régimen de financiamiento compartido con el cual operan las universidades, los institutos profesionales y los centros de formación técnica.
Es probable que igual como ocurrió en 2014, estas dispares iniciativas den lugar a un debate desordenado, confuso y precipitado. Seguramente arriben al Congreso con una deficiente preparación y deban ser rehechos, tal como debió hacerse con el proyecto presentado el año pasado.
En efecto, hasta ahora se desconocen las ideas matrices de los nuevos proyectos, sus objetivos, bases técnicas, conceptos funcionales, costos y modalidades de financiamiento. De hecho, el gobierno –igual que la vez anterior– no ha dado a conocer una carta de navegación que permita formarse una visión de conjunto de las reformas propuestas y evaluarlas en su dirección central. Tampoco ha explicitado un itinerario para su tramitación y la línea de tiempo que ocupará su implementación.
Pocas veces un asunto de tanto valor estratégico para la suerte de las futuras generaciones ha sido gestionado con tal ligereza. No puede sorprender entonces que algunos aspiren a coronar este proceso utilizando la reforma educacional como una palanca para salir del atolladero y ordenar las filas de la coalición oficialista.
No es seguro que este estratagema produzca el resultado esperado –incluso podría perjudicar a quienes lo alientan– ni hay indicios claros de cual vaya a ser la decisión final de la Presidenta Bachelet. A fin de cuentas, de ella depende si se materializa o no esta maniobra. Por mi parte pienso que en estas circunstancias la Presidenta debería obedecer a su instinto o sentido de responsabilidad, el que me imagino le advertiría no correr este riesgo y, al contrario, cuidar su capital político.
Sin abandonar sus compromisos de reforma, Bachelet podría perfectamente priorizar las iniciativas que tiene en carpeta y empezar por la más importante, relativa a los docentes; fijar objetivos y metas claras para las demás, trazar una carta de navegación y focalizar el gasto allí donde el país obtenga mayores réditos.
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