En estos días la prensa vuelve a poner de moda el tópico de las élites o clase dirigente, tema que hemos estado explorando durante las últimas semanas en estas columnas.
Permítanme ilustrar el punto con unos pocos ejemplos. Un columnista de El Líbero sostenía hace poco que no puede sorprender que “haya pocas noticias positivas sobre el accionar de la clase dirigente” chilena. Otro constata una “generalizada desconfianza que impera en nuestra sociedad hacia la élite en general…”. A su turno, un tercer comentarista resume un libro aparecido recientemente con la siguiente frase: “como una vieja elite debe ser superada por una nueva vanguardia de dirigentes”. Y el domingo pasado, un reportaje sugería que el liderazgo de la Presidenta Bachelet -“afianzado en una suerte de reivindicación de la antiélite”- está seriamente cuestionado por el caso Caval, el cual revelaría, al contrario, uno de los aspectos más odioso de las élites: servir como una red de favores mutuos en la consecución de privilegios adicionales. Los ejemplos podrían multiplicarse ad nauseam.
De estos ejemplos me interesa especialmente el último, que atribuye al actual gobierno “una suerte de reivindicación de la antiélite; es decir, un reclamo contra las élites, los poderosos, las minorías privilegiadas, los ocupantes de las posiciones más influyentes en los campos de la política, la economía y la cultura.
Ya ha tenido oportunidad de señalar lo inverosímil o absurdo que resulta tal reivindicación formulada desde dentro del círculo íntimo de la Nueva Mayoría (NM); es decir, el centro de gravedad de nuestra élite del poder.
En efecto, no estamos en Chile ante una “antiélite” o frente a una élite que desee suprimirse a sí misma; una clase dirigente dispuesta a fundirse con las masas o a democratizarse a tal punto de abandonar sus mecanismos de “cierre social” y sus redes de selección y reclutamiento. De hecho, son muchas las élites que a lo largo de la historia han prometido suprimir toda brecha de poder y toda jerarquía, privilegio y ventaja social para terminar envueltas en un manto de férrea autoridad y rodeadas de una verdadera corte de nuevos nobles y de riquezas y placeres inalcanzables para las masas.
Más bien, interesa indagar si la élite de la NM -algo vapuleada mientras tomaba sus vacaciones- se halla actualmente en fase de equilibrio o, por el contrario, envuelta en un dinamismo de intensa circulación (horizontal) de sus miembros. Y, enseguida, cuál es la identidad simbólica o, si se quiere, el relato o narrativa sobre sí misma, que esta élite busca transmitir a los demás grupos dirigentes y al resto de la sociedad (las masas, por ende).
En cuanto a la primera cuestión, sin duda la NM ilustra bien el caso de una élite política en formación. Nacida desde el seno de una élite ya consolidada, la de la Concertación, busca gradualmente reemplazarla, deslazándola al menos en dos sentidos.
Primero, en sentido generacional; efectivamente, se halla en curso una clara sucesión, donde el antiguo núcleo directivo concertacionista (v. gr., el de Aylwin, Frei, Lagos, Boeninger, Enrique Correa, Bitar, Foxley, Arriagada, Germán Correa, Núñez, Gazmuri, Maira, etc.) está siendo sustituido por la generación de Peñailillo, Rincón y Elizalde, tomados aquí como emblema del nuevo estrato etario que está asumiendo las posiciones de dirección de la NM (podría citarse, en otro plano, a Andrade, Quintana y Walker por ejemplo).
Esta forma de renovación (generacional) no es nunca, claro está, un mero fenómeno demográfico. Abarca diversos otros y seguramente más importantes aspectos. Por lo pronto, el aspecto agonístico, esto es, de certamen, lucha o competencia envuelto en ese proceso. Los contendientes (habitualmente más jóvenes) actúan táctica y estratégicamente para desalojar a los incumbentes (más viejos) de sus posiciones. La prensa suele destacar este aspecto refiriéndose a los que llegan o ascienden y los que van de salida o hacia abajo; la añosa Concertación versus la Nueva Mayoría; los padres de la transición -propensos a conciliar y a los consensos, se dice- frente a los hijos de una democracia ya consolidada, dispuestos a romper esquemas, destrabar nudos y soñar un orden mejor. En fin, el futuro que amanece frente al pasado que se retira cubriéndose de sombras; asunto inexorable por lo demás.
Enseguida está la segunda cuestión, la identitaria, tan en boga en las ciencias sociales contemporáneas. Cada élite tiene su propia identidad que alimenta con discursos, mitos, narrativas. Por ejemplo, una élite emergente como la NM tiende a percibirse a sí misma -y quisiera ser vista por los demás- bajo la figura rupturista de la discontinuidad, del quiebre. Es portadora, proclamarán sus miembros, de un nuevo paradigma de políticas públicas; de un ethos distinto; de una mayor pureza ideológica; ergo, de una visión más verdaderamente crítica del ordenamiento capitalista y el rol de los mercados. Léase pues: con una vocación más marcada de izquierdas, más alejada de cualquier coqueteo neoliberal, moralmente superior por lo mismo. Así se construyen los mitos y se cuentan las leyendas generacionales, de grupos, estratos y élites.
Se proclama así entonces la NM como una generación del cambio estructural, sin ataduras con el pasado (concertacionista), con una propuesta igualitarista, sin concesiones al lucro, los privilegios, abusos y toda forma de selección que resulte en ganadores y perdedores. La NM se concibe a sí misma, por lo mismo, como una expresión de la protesta y los malestares frente a una sociedad que habiéndose modernizado (bajo la Concertación), sin embargo mantendría o habría aumentado -acusa la NM- las brechas de oportunidades, resultados y abusos. Algunos dicen: se trata de un mito refundacional.
Sin embargo, nunca estos procesos de renovación y diferenciación identitaria separan las aguas tan nítida y tajantemente como lo hace la línea de las más altas cumbres. Hay más de 50 grados de gris entre ambos extremos; más ambigüedad, sobrelapamiento, zonas de confluencia y disyunción, dinámicas híbridas y espacios de convivencia entre lo viejo que no muere completamente todavía y lo nuevo que aún no termina por alumbrar.
Así hay viejos rostros también en la NM y hubo también filones rupturistas en la Concertación. Sobre todo, entre las generaciones de la transición y la consolidación hay grupos intermedios que sirven de puente o espacio de tránsito; un lugar, por ende, donde las narrativas se entrecruzan y las ideologías traspasan sus fronteras; en breve, un estadio donde hay más mezcla de generaciones e ideologías que aquella postulada por las narrativas de la identidad.
Con todo, en el plano de la élite política la tendencia de las cosas es evidente y no hay cómo eludirla. Durante los últimos 24 meses ha ido surgiendo una nueva élite en torno al liderazgo de Michelle Bachelet y dentro de los confines de la NM, fenómeno que tiene ecos también en la derecha (no solo en Evopoli o Amplitud, sino también en las nuevas generaciones de dirigentes UDI y RN) y en la izquierda (Revolución Democrática, Partido Progresista y la serie de movimientos anti-sistema de base estudiantil).
Puede decirse entonces, como suelen proclamar los contendientes en su ascenso hacia posiciones de influencia y redes de oportunidades, ventajas y status, que estamos efectivamente al comienzo de un nuevo ciclo político. No porque se haya iniciado la desaparición o superación de las élites, asunto históricamente imposible, sino porque está emergiendo una nueva élite, cuyo relato quisiera hacerla aparecer como menos elitista, más plana; una suerte -ya sabemos- de élite antiélite, además de refundacional y distante de todo privilegio y ventaja.
Una pregunta aparte es si esa élite emergente de la NM, más allá de su auto identificación y relatos míticos sobre sí misma, está en condiciones de abordar con éxito los desafíos que enfrenta el país. Lo veremos la próxima semana.
José Joaquín Brunner, Foro Líbero.
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