Élites y opinión pública
Alguna vez Alain Minc, intelectual público y politólogo francés, en circunstancias parecidas a las de Chile hoy, habló de una “democracia de la inmediatez”, en que los medios de comunicación y opinión ejercen una presión muy fuerte sobre los políticos. Y contemplando en su tiempo la evolución de los asuntos de la polis en Francia, Italia y España, con la justicia como árbitro del proceso político, decía: “Cuando los jueces y la opinión pública están de acuerdo, entonces también los medios se ponen de acuerdo y ejercen presión sobre el sistema político”.
Prácticamente dos siglos antes, su compatriota Alexis de Tocqueville había escrito: “Casi no hay cuestión política en Estados Unidos que no se resuelva, pronto o tarde, en cuestión judicial”. Además, este aristócrata francés exaltaba la libertad de prensa de aquel país pero temía al poder de la opinión pública: “En los pueblos democráticos, el público tiene un poder singular del que las naciones aristocráticas no pueden siquiera hacerse idea. No persuade con sus creencias, las impone y las hace penetrar en las almas por una especie de presión inmensa del espíritu de todos sobre la inteligencia de cada uno. (…) se puede prever que la fe en la opinión común se convertirá en una especie de religión cuyo profeta será la mayoría”. Temía pues, imagino, a esa trinidad o reunión de tres: política, justicia y opinión pública, por considerarla una forma desvirtuada de democracia.
Nada parecido a eso conocíamos en Chile. Hasta ahora. Previamente, en efecto, la política primaba entre nosotros, especialmente durante el siglo XX. Y cuando ésta fallaba, como sucede con el colapso de 1973, su prolongación bajo otro nombre era la fuerza. O la amenaza de su empleo; no la justicia ni los medios. En el trasfondo, en tanto, una cuota creciente del poder radicaba más o menos continuamente en las grandes empresas, de cuyas decisiones de inversión dependen en el capitalismo el dinamismo de la economía y las bases materiales del bienestar.
Aquella era pues la clásica trilogía del poder de la que habla Wright Mills, conformada por las élites de mayor influencia en los dominios económico, político y militar. Las “jerarquías del Estado, de las empresas económicas y del ejército constituyen los medios del poder”, sostenía Wright Mills; “como tales, tienen una importancia nunca igualada antes en la historia humana, y en sus cimas se encuentran ahora los puestos de mando de la sociedad moderna que nos ofrecen la clave sociológica para comprender el papel de los círculos sociales más elevados…”.
Ahora la pregunta es otra: ¿Cómo entender los cambios que vemos desplegarse ante nuestros ojos, que convergen hacia una nueva trilogía por una recombinación de factores en la esfera política?
Efectivamente, nuestra élite política en sus vértices gubernamental y parlamentario —presidencia de la República, altos cargos ministeriales, burocracia superior del Ejecutivo, senadores y diputados, directivas de partidos, oficialismo y oposición— está viendo disminuir su poder semana tras semana. Esto en la misma medida que avanza la investigación sobre las aristas políticas de varios casos en manos de los fiscales.
En cuanto a los medios de comunicación y las redes sociales, estos no solo proporcionan el escenario para ese desplazamiento del poder, sino que son, además, palancas que mueven las ruedas de la historia cotidiana —noticia en desarrollo— en esa dirección. Basta ver las verdaderas ordalías a que se hallan sometidos parlamentarios, jefes de partidos, ministros y a ratos incluso la Presidenta Bachelet en las pantallas de televisión, los diarios, la radio, los trending topics y las redes. Son ordalías laicas, digamos así: Pruebas rituales usadas por los media para llegar a la confesión de los incumbentes, principalmente con fines de purificación ética de sus comportamientos irregulares. Son una forma renovada del antiguo juicio de Dios, solo que ahora Vox Populi y no Vox Dei.
En verdad, tampoco propiamente una voz de pueblo, sino que ahora el juicio de la opinión pública. Es decir, nuestra élite política juzgada primero que todo por el rumor: voz que corre entre el público; ruido vago, sordo y continuado, según la definición de la RAE.
Este ambiguo procedimiento mantiene en vilo no solo al gobierno, sino al conjunto de la élite política, generando una serie de micro efectos en diversas instancias y direcciones. Por ejemplo: el núcleo del equipo gobernante —Presidenta y comité político— aparece progresivamente debilitado en la coyuntura. La comunicación oficial no funciona. El gobierno ha perdido momentáneamente el control sobre la agenda, a lo cual se suma la falta de una carta de navegación. Las encuestas son, al momento, cada vez más negativas. Hay tensiones dentro del equipo de gobierno y dentro de la Nueva Mayoría (NM).
En breve, la cúspide de la gobernanza no responde ya a las expectativas de las demás élites y de la sociedad. La NM aparece confundida, perturbada, falta de orientación. A su turno, la oposición se encuentra anulada por la crisis de su propia élite; en perspectiva corta debido a los conflictos de interés entre política y negocios y, en perspectiva más larga, a una inocultable bancarrota ideológico-doctrinaria. Nunca la derecha ha estado más falta de una concepción de mundo, de ideas y capacidades para influir en el terreno ideológico.
Por su lado, la élite gobernante comienza a actuar erráticamente en relación a su propia promesa, programa y relato sobre sí misma, elementos ordenadores de su identidad. ¿Cómo así?
Por ejemplo, la NM llegó al gobierno definiéndose como una alternativa frente al sesgo tecnocrático de la antigua Concertación; la confianza que ésta ponía, acusaba, en grupos expertos, technopols y profesionales del conocimiento.
A un año de haber asumido el gobierno de la Nación, con fuerte participación de este mismo tipo de profesionales en el gabinete y de technopols en posiciones asesoras, la Presidenta se ha visto forzada a convocar a un grupo de expertos en política pública —académicos en su mayoría— como medio para legitimar las propuestas legislativas que espera podrían superar la crisis de confianza provocada por el cortocircuito entre empresas y política. Así como este, hay innumerables ejemplos del peso que, detrás de la retórica, mantiene la (nueva) élite de expertos vinculados al poder.
Por otro lado, la idea de la NM y del gobierno de hacer frente al actual estado de debilidad en que se encuentran empujando un alud de reformas —para así recuperar el mando sobre la agenda de opinión pública antes del 21 de mayo— podría profundizar en vez de aliviar la confusión que parece existir en los “altos círculos” del poder, como los llamaba Wright Mills.
¿Qué consecuencias de largo plazo traerá consigo la actual reestructuración de relaciones entre la élite política, el Ministerio Público, la justicia y los medios de comunicación y redes sociales? Si bien el balance de poderes dentro del Estado —Ejecutivo, Legislativo y Judicial— volverá a alinearse dentro del marco constitucional, y será éste el que comande cualquier reestructuración, en cambio la relación del poder político con el poder medial y las redes sociales —y por ende también con la opinión pública, vox populi— continuará transformándose. Desde ya ese vinculo ha venido cambiando, por ejemplo, a través de los dispositivos de sondeo y medición que crean la opinión pública encuestada, soft power, que se erige frente a la clase dirigente, sujetándola a una surte de permanente plebiscito, en lo que se ha denominado una “democracia inmediata”. Es decir, el gobierno de las encuestas, por las encuestas y para las encuestas, apoyado en el aparato burocrático de las comunicaciones gubernamentales y en el carisma de liderazgos personalizados.
En esa dirección, proponemos aquí a manera de hipótesis, seguirá alterándose la relación entre las élites política y mediática con la opinión encuestada.
Quizá los temores de Tocqueville sí eran fundados.
José Joaquín Brunner, Foro Líbero.
FOTO: PEDRO CERDA/AGENCIAUNO
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