El conflicto de élites y los árbitros
Marzo 18, 2015

El conflicto de élites y los árbitros

La pregunta es si nuestras élites serán capaces de mantener los consensos respecto de las reglas básicas del juego democrático al mismo tiempo que resuelven y superan los conflictos de la coyuntura y dejan atrás la fase escandalosa de estos asuntos.
Publicado El Líbero, 18.03.2015
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José Joaquín Brunner

En las democracias contemporáneas las relaciones de poder entre diferentes élites se hallan en constante flujo. Lo vemos en casa y a nuestro alrededor en América Latina. Lo mismo ocurre en los países desarrollados. En particular sucede así entre la élite política -llamada a conducir el proceso democrático- y la élite empresarial, cuyas ganancias dependen en parte de esa conducción.

Hoy, ambas élites principales están en dificultades en Chile. Sus relaciones mutuas aparecen deslegitimadas por la sospecha de negociaciones incompatibles, tráfico de influencia, obtención de ventajas injustificadas, favoritismo, corrupción, nepotismo y otros abusos de poder. Como resultado, al interior de cada una de ellas se intensifica también la pugna entre diversos círculos de la respectiva élite. Aparecen con mayor fuerza los contendientes frente a los círculos incumbentes cuyas posiciones la crisis ha vuelto vulnerables.

Así, el vínculo entre política y negocios es expuesto a la luz del día y provoca daños de magnitud en las élites principales puestas a ambos lados de esa relación. El efecto es doble: pérdida de confianza en los actores políticos y sus instituciones (presidencia, gobierno, partidos, coaliciones, parlamentarios, liderazgos dentro del sector) por un lado y, por el otro, aumento de la negativa percepción social, de opinión pública, respecto de las empresas, sus directivos, operaciones, lucro e influencia.

Adicionalmente, decíamos, cambia la relación de poder entre las diferentes élites.

Por lo pronto, desde el vértice superior de la pirámide del poder, la Presidencia de la República, se invita a personalidades ajenas a las élites política y económica para proponer un nuevo marco de reglas y prohibiciones para dicha relación tempestuosa entre dinero y política.

¿De dónde provienen esas figuras situadas por encima de las tentaciones mundanas? Antes solían venir de la iglesia católica; no más. O bien de organizaciones civiles, no-gubernamentales, portadoras de valores comunitarias y, solía suponerse, de una ascética intramundana. No esta vez. Las figuras convocadas a formar parte de la Comisión Asesora Presidencial contra los conflictos de interés, el tráfico de influencias y la corrupción pertenecen a la élite académico-profesional. Son presididas por un mandarín universitario -como suele llamarse a la aristocracia del saber que cree estar en condiciones de hablar con la verdad al poder- y su papel será transparentar, regular y limitar a las élites política y económica, para de esa forma devolverles legitimidad.

Es esta una operación de salvataje donde el poder se inhibe a sí mismo -por un momento- para permitir que una élite de analistas simbólicos, como los llama otro autor, redibuje y fije reglas a la relación entre negocios y política, empresarios y elecciones, la mano invisible y los agentes del Estado.

Pero hay más. Empresarios y políticos son llamados asimismo a dar cuenta de sus actos ante la Justicia y a responder las acusaciones de los fiscales.

Por último, todo este drama -de élites del poder desnudas, académicos instituidos en demarcadores de la moral pública y jueces y fiscales iniciando procesos que conducirán a sanciones penales- se escenifica en los medios, los cuales tienen el poder de crear, mantener o destruir uno de los bienes simbólicos más preciosos -las reputaciones- de la política altamente personalizada que caracteriza a nuestro tiempo post-ideológico y a la sociedad del espectáculo.

Efectivamente, como escribe el sociólogo británico J.B. Thompson, “Es en este contexto donde el asunto de la credibilidad y confiabilidad de los líderes políticos se convierte en un tema cada vez más importante. Las personas se preocupan más del carácter y confiabilidad de quienes son, o pueden llegar a ser, sus líderes, porque estos atributos son ahora la principal garantía de que las promesas políticas llegarán a cumplirse y de que frente a la complejidad e incertidumbre se adoptarán decisiones juiciosas”.

De esta manera, la élite política ve disminuir su poder relativo frente a la élite mediática. De hecho, sus miembros son hoy sometidos a entrevistas que más parecen un interrogatorio judicial y son sujetos a una sutil presión moral para reconocer sus fallas y, en lo posible, inculparse y solicitar perdón.

Siguiendo al mismo Thompson, cuatro serían los elementos de la organización mediática que explican su inclinación hacia el escándalo. Primero, el valor comercial de las noticias referidas a sucesos escandalosos (“el escándalo vende”). Segundo, la persecución de objetivos políticos, como dañar la reputación de un gobierno o perjudicar a los opositores. Tercero, la auto-imagen profesional de los medios y la élite periodística como conciencia vigilante y descubridores de hechos encubiertos. Cuarto, la rivalidad entre los medios derivada de la competencia por producir, en el menor tiempo posible, la noticia más golpeadora y con el mayor efecto posible. Probablemente los elementos tercero y cuarto sean los de mayor incidencia al momento en nuestra propia versión de la sociedad del espectáculo (“acción que causa escándalo o gran extrañeza”).

Mas no solo por la mediación de los escándalos ha aumentado su poder de fuego la élite de la comunicación en relación con las élites política y económica. Tan importante como esto es el hecho de poseer los medios de comunicación la capacidad de “producir” opinión pública y, de esta forma, crear el entorno en que se desenvuelven la política, los negocios y las demás élites. A su turno, las redes sociales le imprimen a ese entorno una mayor velocidad y un sesgo de linchamiento en plaza pública a los efectos mediales de la TV, la radio y la prensa.

En fin, estamos ante una situación líquida, de mucha fluidez. Por un lado hay cambios internos en la élite política, con el paso de la Concertación a la Nueva Mayoría. Por el otro, hay una coyuntura de crisis donde el conjunto de las relaciones entre élites, y a veces también sus jerarquías internas, están reacomodándose a nuevas distribuciones de poder.

Contrario a como piensan algunos y transmiten los media, no hay -me parece a mí- nada de especial o inminente riesgo en este cuadro. La circulación de las élites y el cambio de los balances de poder entre ellas son rasgos inherentes a la democracia y parte de su dinamismo. Salvo en momentos de desbordes revolucionarios o de golpes militares, esos cambios no destruyen la estructura de competencia, conflicto y colaboración entre esos grupos y la ciudadanía.

La pregunta es si nuestras élites, partiendo por las centrales -política y económica- y las demás importantes en esta coyuntura crítica -judicial, académica y mediática- serán capaces de mantener los consensos respecto de las reglas básicas del juego democrático al mismo tiempo que resuelven y superan los conflictos de la coyuntura y dejan atrás la fase escandalosa de estos asuntos. Como ha dicho H.Best, sociólogo y profesor de la Universidad de Jena, “los fracasos y éxitos de los países e instituciones para lidiar con la crisis pueden atribuirse en gran medida al comportamiento de las élites”.

 

José Joaquín Brunner, Foro Líbero.

 

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