Relación peligrosa
Febrero 14, 2015

 

Relación peligrosa

por José Joaquín Brunner, La Tercera  – 14/02/2015 – 04:00

LAS RELACIONES entre dinero y política son tan peligrosas como antigua es la afinidad electiva existente entre el poder y la riqueza.

En teoría se trata de dos esferas funcionales distintas y autónomas dentro de las sociedades modernas. La política se halla en el ámbito público y organiza el Estado, el orden de las leyes, la administración y el uso legítimo de la fuerza en defensa de los derechos de las personas y la estabilidad de las instituciones democráticas. El dinero, en cambio, circula en ámbitos privados, es el valor universal de los intercambios, facilita la creación y fluidez de los mercados y permite medir el valor de la riqueza de los individuos y las naciones.

Las dos élites más poderosas de las sociedades capitalistas se organizan en torno a la política y a la riqueza, respectivamente; una comanda el gobierno, la otra la economía. Una produce leyes y regula los mercados, la otra produce riquezas y la estratifica desigualmente.

Tanto Marx como Weber  otorgaban una  importancia decisiva a las esferas de la política y la economía. Marx alegaba que esta última terminaba imponiéndose siempre y mandando. Weber poseía una visión más pluralista y flexible; por ejemplo, pensaba que las religiones protestantes -el calvinismo y el puritanismo- habían jugado un papel crucial en el desarrollo del capitalismo.

Durante las últimas décadas, el mayor temor ha sido el del imperialismo del mercado y la capacidad de éste de colonizar al Estado favorecido por políticas neoliberales. Es un temor antiguo. Marx consideraba que el gobierno del Estado no era “más que la junta que administra los negocios comunes de la clase burguesa”. Pero también existe el peligro inverso: que la política penetre en el campo de la economía y haga de las virtudes públicas un negocio privado.

Lo cierto es que en vez de separarse, las esferas y redes de la política y del dinero han estado aproximándose cada vez más, arriesgando sus fines propios y su necesaria autonomía. Empresas que financian subterráneamente partidos políticos hasta transformarlos en una subsidiaria. Políticos que recorren las oficinas corporativas solicitando prebendas, mecenazgo y apadrinamiento. Parlamentarios y funcionarios compartiendo información con privados e intercambiando oportunidades y ventajas. Familiares que acceden a cargos y parientes que usan esos cargos para devolver la mano en señal de gratitud. Prestigiosos banqueros que recomiendan o autorizan créditos a los hombres del poder como ya ocurría en tiempos de Lorenzo de Médici, el Papa Clemente VII  y el florentino Maquiavelo. Como se  recordará, para este último, la riqueza excesiva en manos privadas debía ser vista con aprensión, como una posible fuente de corrupción de la ciudad.

Como sea, estos fenómenos muestran fallas del régimen democrático, socavan la legitimidad de instituciones centrales de la sociedad y la confianza pública en las élites.

Pero harán falta más que leyes para mantener separadas la política y el dinero. Sin una enérgica autorregulación ética de las respectivas comunidades de practicantes -políticos, funcionarios, directivos públicos, banqueros, empresarios, gerentes- resultará imposible reducir el número de transgresiones y mantener a raya la tendencia de las élites a reforzar su posición y a transmitir sus privilegios

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