Sugerimos en nuestra columna pasada que la reforma educacional del Gobierno no conduce a un mayor bienestar social ni responde a las demandas de la clase media ampliada que aparece en Chile durante el último cuarto de siglo.
¿En qué consiste esta reforma? Es un intento por “desmercantilizar” la provisión de oportunidades educacionales al mismo tiempo que busca transitar desde una concepción de igualdad de oportunidades hacia una de igualdad de posiciones en el ámbito escolar.
Expliquemos brevemente ambos objetivos y evaluémoslos.
La pretendida “desmercantilización” responde a la consigna de entender la educación como un derecho social dejando atrás su status de bien de consumo (mercancía). ¿Cómo se lograría esto?
Primero, eliminando a los sostenedores organizados como personas jurídicas con fines de lucro, a pesar de reconocerse que la mayoría de ellos no está en condiciones de lucrar. A su turno, y contradictoriamente con el objetivo proclamado, la propuesta gubernamental declara: (i) querer mantener la competencia y libre elección entre escuelas subvencionadas, esto es, la base sociológica de un régimen coordinado por el mercado y (ii) no desear alterar el régimen económico de mercado (con competencia de precios) que las élites y la burguesía urbana -industrial y comercial, de servicios y profesional- emplean para educar a sus hijos.
Segundo, el objetivo “desmercantilizador” se lograría adicionalmente garantizando la gratuidad de la escuela obligatoria (preK-12), sin perjuicio de mantenerse en pie -como acabamos de ver- un mercado educativo para las elites. En la práctica, sin embargo, la gratuidad demoraría dos décadas o más en implementarse. Y sus efectos inmediatos son contrarios a los objetivos declarados por el Gobierno: (i) ella estimulará la migración de alumnos desde colegios municipales hacia colegios privados; (ii) favorecerá a las familias de clase media con mayores ingresos, las que por más tiempo podrán invertir de su bolsillo en los colegios donde asisten sus hijos; y (iii) eventualmente incentivará la creación de nuevos colegios particulares pagados para atender a los hijos de esas familias.
Para alcanzar el propósito de reemplazar la igualdad de oportunidades -apenas una limitada conquista liberal, se dice- por la igualdad de posiciones, la propuesta gubernamental promete suprimir cualquiera forma de selección académica en los grados 7 a 12 (secundaria inferior y superior). De esta forma se pretende acortar las distancias sociales entre alumnos y no sólo ofrecer las mismas oportunidades a todos. Según ilustra un intelectual socialdemócrata español, “una cosa es que el hijo del conductor tenga posibilidades a través de la educación pública de convertirse en empresario y otra que las existencias de un conductor y de un empresario no estén separadas por un abismo salarial y social” (Paramio, 2010). Con igual razonamiento, se postula ahora que los hijos de ambos deberían tener idénticas chances de estudiar en un mismo colegio, sin que las diferencias de cuna entre ellos (los de apellidos Infante y Machuca) determinen trayectorias escolares separadas por un abismo sociocultural.
Para desencadenar esta “revolución”, la reforma descansa en un instrumento paradojal: la creación de un mercado administrado semi-centralizadamente para emparejar vacantes de estudio con preferencias expresadas por los niños o jóvenes y sus familias. Técnicamente se denominan “matching markets” (Roth) a estos mercados y allí donde se han aplicado -aunque nunca a escala nacional- apenas provocan cambios marginales en la desigualdad de posiciones. ¿Por qué? Porque la distancia entre posiciones sociales, igual como la segmentación de la matrícula escolar, resultan de un complejo entramado de múltiples factores. Entre ellos, la desigual distribución de capitales social, económico y cultural entre hogares, barrios y comunas; la fortaleza de los mecanismos intergeneracionales de transmisión de dichos capitales; el grado en que la elección de escuelas se halla limitado por la autoselección de acuerdo a las posiciones sociales ocupadas, etc.
En suma, la reforma educativa del Gobierno, por bien intencionada que pudiera ser, no conduce a ninguno de sus objetivos declarados. La pretendida “desmercantilización” se limita a espantar el fantasma del lucro pero no mejorará ni en un ápice la lógica inherente a nuestro régimen mixto de provisión. Tampoco la gratuidad prometida es efectiva, pues demorará varios lustros en universalizarse. El procedimiento de admisión diseñado en vez de reforzar el vínculo comunitario entre familias y escuelas, lo sustituye por un procedimiento de mercado que buscará emparejar oferta y demanda en forma automática y anónima. Es ingenuo pensar que por esta vía podrían removerse las causas de la segregación escolar.
Estamos pues ante una propuesta equivocada con impactos negativos previsibles. El diseño escogido debió ser otro, que delinearemos la próxima semana.
José Joaquín Brunner, Foro Líbero.
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