En Chile y otras economías emergentes, los niveles educacionales han mejorado significativamente durante las últimas dos décadas. En nuestro país, por ejemplo, la escolarización de la población de 15 años o más aumentó de 8,4 años a 10,17 años entre 1990 y 2010, situándose próxima a la cifra de la OCDE (promedio de sus países miembros) que alcanza a 10,79 años.
Interesantemente, Chile supera en este indicador a Argentina (9,42 años), México (9,06), Perú (8,93), Costa Rica (8,74), Uruguay (8,56), Colombia (7,75) y Brasil (7,55). Asimismo, se halla por delante de Malasia, África del Sur, Tailandia, Túnez y Turquía. Nótese que un año adicional de escolarización demora más o menos una década en obtenerse.
A su turno, los más altos niveles educacionales -y el hecho de que una proporción creciente de la población posea educación secundaria o terciaria (superior) completa- supone la existencia de un mayor potencial de crecimiento para la economía, de movilidad social y de participación en los procesos democráticos.
La economía se ve favorecida, pues niveles más elevados de educación ayudan a mejorar la productividad y facilitan el uso de nuevas tecnologías. La sociedad se beneficia por una más fluida circulación de las personas, las cuales, en función de sus credenciales educacionales, acceden a mejores puestos de trabajo y remuneraciones.
Por último, la convivencia democrática se enriquece, pues hay más involucramiento en el debate público, mayor responsabilidad cívica, más acción voluntaria a través de organismos no gubernamentales.
De hecho, el constante mejoramiento de los niveles educacionales chilenos ha acompañado el sostenido crecimiento de la economía durante al menos 20 años a partir de 1990. No es que uno haya sido causa del otro; más bien, ambos se entrelazaron virtuosamente. La educación no es la causa del crecimiento pero puede ser un motor del mismo, más o menos potente según las circunstancias. Del mismo modo puede decirse que la educación ha servido como una avenida de movilidad para diversos grupos, al punto de dar origen a un específico segmento de clases medias cuyo capital es, ante todo, capital educacional.
Finalmente, no cabe duda que nuestra polis es hoy más informada, educada y movilizada gracias a la expansión de las oportunidades educacionales. La masa dejó de ser municipal y espesa como alguna vez la caracterizó Neruda y hoy adopta mil formas diversas de acción, reivindicación y protesta.
A su turno, la cantidad de educación es un supuesto esencial para su calidad, pues nada se obtiene con tener una excelente educación para una minoría si se excluye a los demás de las oportunidades de aprender y educarse.
Chile es un buen ejemplo. En efecto, aquí la universalización de la educación K-12 ha ido acompañada -como muestran las pruebas PISA 2009 y 2013- por la mantención de los niveles anteriores de desempeño (que con la universalización podrían haberse desplomado) e, incluso, por mejoramientos significativos de resultados, como en el caso de comprensión lectora durante la primera década de los 2000.
Por cierto, elevar la calidad de los resultados del sistema escolar en todos los dominios cognitivos y no-cognitivos es un desafío permanente. No insistiré aquí en mi parecer de que las reformas impulsadas por el Gobierno poco contribuyen a hacerse cargo de ese desafío.
La pregunta que debemos hacernos, en cambio, es qué podría significar la pérdida de dinamismo de la economía, el actual clima de incertidumbre y bajas expectativas, y la confrontación política que divide a los grupos dirigentes, para la educación.
La respuesta es evidente: en estas nuevas circunstancias, la educación pierde su potencial de contribución al crecimiento económico, la movilidad social y la deliberación democrática, y corre el riesgo de convertirse en una fuente de frustración, como ha ocurrido en otras sociedades que pierden el rumbo del desarrollo como Argentina o Venezuela en América Latina, como España, Grecia y Portugal en Europa. Sobre todo los nuevos grupos medios ven amenazadas sus recién adquiridas posiciones.
Efectivamente, una vez que se rompe el entrelazamiento virtuoso entre oportunidades educacionales y oportunidades de empleo y remuneración, la educación (más alta) es percibida como una inversión inútil de tiempo, esfuerzos y recursos, convirtiéndose en motivo de malestar, animadversión y resentimiento.
Cuando deja de ser un canal de movilidad social, puede fácilmente transformarse en un canal de movilización y protesta contra el sistema y sus instituciones. Si deja de ser un horizonte de emancipación personal y mayor bienestar colectivo, habrá quienes la empleen como un vivero para cultivar sueños destructivos y utopías nihilistas.
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