Una visión de conjunto
“En vez de concentrarse en la calidad y distribución social de las oportunidades de aprendizaje -desde la sala de clase y los docentes hasta el financiamiento y las redes de apoyo- donde hay mucho que mejorar, se limita al control económico-administrativo de la provisión privada…”
José Joaquín Brunner, El Mercurio, 29 de septiembre de 2014
Una precipitada discusión -producto de la suma urgencia solicitada por el Gobierno- vino a culminar esta semana el proceso de reforma educacional que lleva adelante el Ejecutivo. Un proyecto que nació de la improvisación, debió ser corregido sobre la marcha, ha provocado variadas objeciones y confusiones, termina tramitándose ahora bajo presión. El cuadro completo dentro del cual se desenvuelve esta iniciativa es negativo.
Por lo pronto, se puso en marcha sobre la base de un diagnóstico equivocado. En vez de concentrarse en la calidad y distribución social de las oportunidades de aprendizaje -desde la sala de clase y los docentes hasta el financiamiento y las redes de apoyo- donde hay mucho que mejorar, se limita al control económico-administrativo de la provisión privada. Pone a la vista una absoluta desconfianza en la colaboración público-privada.
Enseguida, hasta hoy no se conoce el enfoque de conjunto de la reforma, sus prioridades, carta de navegación, estimación de gastos y resultados esperados. Avanzamos en una nebulosa.
El objetivo gubernamental de poner fin al lucro, el cofinanciamiento y la selección académica ha suscitado un intenso debate sobre los aspectos económicos de la reforma en desmedro de sus contenidos propiamente educativos. La deliberación pública ha sido francamente frustrante.
En cambio, temas claves permanecen al margen de la agenda: ¿Qué hacer con el 20% de nuestros colegios con un continuo peor rendimiento?, ¿cómo enfrentar la baja calidad y pertinencia de la enseñanza media técnico-profesional?, ¿cómo involucrar al cuerpo docente en un plan de renovación profesional?, ¿qué pasos se darán para generar una red pública de jardines infantiles de calidad mundial, base insoslayable para un sistema educacional más equitativo?
Tampoco ha podido el Gobierno explicar cómo pretende asegurar lo que llama “gratuidad universal” en todos los niveles para todos los estudiantes. Avanza en zigzag. A esta altura, lo único evidente es que no hay claridad y falta coherencia. Se dice que la gratuidad de la educación obligatoria podría concretarse en 20 años o más, aunque no cubriría a los hijos de clase aventajada que estudian en colegios pagados. Por el contrario, a la educación superior la gratuidad arribaría antes, favoreciendo sobre todo a esos mismos jóvenes poseedores del capital económico, social y cultural.
De cualquier forma, se trataría de una gratuidad solo momentánea, en el punto de provisión, que luego sería compensada mediante un impuesto especial a los graduados. ¡Confusión sobre confusión!
Sobre otras materias cruciales la reforma ha sido llamativamente muda. ¿Qué ocurrirá con el cambio de ciclos educativos mandado por la ley y que debe entrar en efecto en 2017? O bien, ¿cómo se impulsará la renovación de los modelos de enseñanza vigentes en nuestras universidades que sabemos son rígidos, de alto costo, morosos y frecuentemente irrelevantes para los requerimientos contemporáneos de la sociedad y la economía?
Otra dimensión esencial desatendida es la del gobierno del sistema educacional. De nada sirve especular sobre el rol del Estado en la educación o llenar de facultades supervisoras e interventoras a los organismos de la administración pública educativa si luego constatamos que estos suelen operar a nivel municipal en medio de una “cultura del despelote del gasto público”, según la denominó gráficamente el contralor de la República.
De hecho, una vez aprobado el proyecto de ley del Gobierno, el único efecto inmediato evidente será una abultada carga adicional de gestión, implementación, seguimiento, evaluación y corrección de las medidas adoptadas. Algo similar a lo ocurrido con el Transantiago, aunque sin el cuadro catastrófico del día siguiente que -por la naturaleza de los procesos en juego- no podría repetirse.
Por todo lo dicho, la conclusión de este análisis no es optimista. El Gobierno ha invertido un valioso tiempo en una agenda, una propuesta y un debate que no contribuyen a cambiar aspectos estratégicos de nuestra educación en sus diversos niveles. Ha hostilizado a diversos actores y no ha buscado seriamente articular la pluralidad de visiones, intereses e ideales que coexisten históricamente dentro del sistema. Las iniciativas gubernamentales explotan una retórica progresista en boga, pero que analizadas con detención carecen de profundidad transformadora. En adición, el ministerio se echa encima una carga de exigencias de gestión e implementación política para la cual no está preparado.
Y, lo más grave, cuando hacia 2020 se haga el balance del progreso de nuestra educación durante la segunda década del siglo 21, es probable que Chile (salvo que se introduzcan severas correcciones) no muestre avances de la magnitud que obtuvo durante la primera década.
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