3 de mayo de 2014
Institucionalidad universitaria
En su Educación y Lenguaje, en el enormemente influyente pasaje referido a la re-organización berlinesa de las instituciones científicas, Wilhelm von Humboldt intentó estructurar las condiciones bajo las cuales podía obtenerse la realización de lo que el mismo escrito definió como ideal político de conjunción de la ciencia y la educación. La pretensión de Humboldt se basaba en una comprensión de alimentación recíproca de sentido entre educación y ciencia: la ciencia adquiere sentido en su utilización personal, pero al mismo tiempo esa utilización personal es la que permite alimentar al propio ideal objetivo de la ciencia. En palabras simples: ciencia y conocimiento tienen sentido porque sirven en la formación y en la vida de los ciudadanos, pero ella misma es posibilitada y desarrollada por los ciudadanos que se sirven de ella. La comprensión del conocimiento adopta asimismo otra estructura si los ciudadanos pueden participar de las instituciones en las que éste se produce: si ella tiene lugar en instituciones de las que no pueden participar (Academias e Institutos de las Ciencias en el contexto de Humboldt), entonces el conocimiento puede ser mal comprendido. Quien tiene contacto con la generación de conocimiento sabe que éste se define no sólo por su contenido, sino también por sus condiciones de producción: la dimensión polémica y creativa del conocimiento sólo puede ser comprendida accediendo al contexto de su desarrollo. Por ello, si los ciudadanos participaran en alguna dimensión de las instituciones que lo producen, su comprensión de éste cambiaría al conocer las condiciones de su producción: dejaría de ser visto como un objeto ajeno, descubierto por otro, y pasaría a entenderse en su verdadera forma procedimental y dinámica. Esa propia dinámica se vería alimentada por la participación de los estudiantes en su producción.
Para aprovechar esa dimensión de concesión recíproca de sentido, la idea de Humboldt era impulsar una reforma de la organización institucional educacional y científica de forma de posibilitar el vínculo entre ambos. La dimensión de dependencia recíproca entre educación y ciencia podía, así, ser utilizada institucionalmente si un tipo de institución acogía ambas pretensiones. Sería interés del Estado conseguir la consagración de una institución que acogiera ambas. Esa institución debía ser, o debía tender a ser, la universidad.
Las instituciones universitarias tienden a presentar patologías, las que también se presentan en experiencias comparadas con posesión de ethos universitario desarrollado. También allí la disidencia en la generación de conocimiento puede generar escándalos y también allí las autoridades pueden pretender controlar esto (“ahogar un espíritu para mantener otro”). Tampoco es extraño que los planteles universitarios puedan enfrentarse en guerras académicas que no son sólo peleadas con las armas legítimas de estas batallas (los argumentos en textos y debates), sino también con armas ilegítimas (controles de nombramientos y otros asuntos administrativos en las universidades).
La idea puede parecer hoy en día trivial, en particular en ambientes académicos, pero era en buena medida polémica en la época. Ella suponía contrariedad con al menos dos comprensiones alternativas de la educación y de la ciencia. Por una parte, en relación con la educación estatal, los Estados europeos -ante todo el propio Estado prusiano-, la habían utilizado con un fin instrumental en el escalamiento en la contienda de poder. Por otra parte, la auto-comprensión de la ciencia misma tenía motivos para dudar de la posibilidad de ser vinculada tanto al tipo de instituciones que eran las universidades, como ante todo al Estado (y, en particular, a un Estado despótico, aunque ilustrado, como el prusiano). No es extraño encontrar hasta fines del siglo XIX palabras duras de importantes filósofos, científicos e intelectuales respecto de la dedicación universitaria.
Asumida, en cualquier caso, la corrección de la pretensión de vinculación de ciencia y educación –algo que hoy en día no es difícil dar por asumido-, la pregunta crucial de Humboldt era dar cuenta de las condiciones institucionales que hacían posible no sólo el vínculo, sino el mantenimiento de la pretensión original de cada una (dedicación incondicional a la verdad en el primer caso, relevancia subjetiva en el segundo). Según Humboldt la respuesta es, a nivel de principios, sencilla: cada miembro de la comunidad universitaria debiera simplemente enfrentarse a la idea de la ciencia y ello sólo podría tener lugar en condiciones de libertad. Pero esta libertad, cara y protegida, no tiene sentido de por sí: la ciencia es una actividad humana y sólo puede justificarse en su efecto sobre la sociedad. La ciencia depende de un contexto de discusión, de interacción y ante todo requiere poder justificarse ante la sociedad; “requiere poder apasionar al otro y hacer visible a todos la fuerza que irradia (…).” Ella tiene que convencer y, sin embargo, esa generación de convicción puede poner en peligro a su propia independencia en la generación de agrado sobre quienes tienen poder sobre ella; si resultara así, la ciencia se habría deformado a sí misma al intentar convencer y al interactuar con la sociedad.
Aquello que el Estado tendría que hacer respecto de las universidades no sería entonces mucho, pero sería crucial. Su misión consistiría en posibilitar y mantener la libertad de la ciencia, y a cambio de ello obtendría el rendimiento sobre los ciudadanos educados en instituciones científicas. Con ello, sólo podría mantenerlas, asegurar que los buenos hombres que trabajan en ellas no necesiten buscar otra cosa que el conocimiento, y asegurar la libertad de éstos frente al Estado y frente a las universidades mismas, “ya que de otra forma éstas pueden acoger a un determinado espíritu y ahogar otro.” El Estado tendría entonces un doble rol: un rol de mantenimiento (hoy en día diríamos: financiamiento) de las universidades, ya que no hay garantías de que el conocimiento se financie cuando no sirve ni debe servir a intereses particulares, y garantizar su libertad frente a sí mismo y frente a terceros. Ambas cuestiones son dos caras de la misma moneda, son posibilitadores del mismo objeto: “el denominador común sigue siendo la ciencia”.
En el debate universitario que se ha dado en el último tiempo, el primer rol, el rol de financiamiento, ha vuelto a ser considerado con atención por académicos y autoridades. Esto es natural. No es sólo que todas las miradas sean atraídas más rápidamente a un lugar en el que aparece dinero. La cuestión tiene una explicación más noble. Las universidades en Chile se encuentran actualmente entregadas, en lo esencial, a financiamiento por parte de sus estudiantes. Que ante todo las universidades estatales hayan sufrido con esta situación, es algo que se entiende de por sí. La relativa sencillez con que los miembros de la comunidad universitaria estatal quieren ver en los gestos del Ministerio de Educación una oferta de salvación se explica, ante todo, por su incómoda situación.
Es crucial advertir, sin embargo, que financiamiento público siempre supone la fijación de un objetivo. Si ese objetivo es el desarrollo del conocimiento y de la cultura, y que ese desarrollo esté ligado al mundo de la educación, entonces puro financiamiento no es una condición suficiente de producción. Su éxito requiere hacerse cargo de dos dimensiones adicionales. Por una parte, el financiamiento debe tener un objeto de referencia, en este caso capacidad investigativa, la que en sus condiciones actuales se distribuye entre universidades con distintas formas jurídicas y con distintas garantías institucionales. Un mínimo de racionalidad política exige asumir la situación chilena actual; ese mínimo de racionalidad política aconsejaría, en principio, incentivar el crecimiento de esa capacidad investigativa en todos los lugares en que tiene lugar. Pero, por otra parte, la libertad de la ciencia tiene una segunda dimensión institucional que el debate chileno debe asumir. Si el rol del financiamiento tiene sentido en relación con la posibilitación de la ciencia en un espacio en que esto es especialmente provechoso, es institucionalmente inadecuado pensar que el puro financiamiento basta. Ya Humboldt, hace más de 200 años, podía ver que una consideración de esta clase es deficitaria y que la libertad de la ciencia se define, al mismo tiempo, de forma negativa, como defensa frente a la injerencia del Estado y de otros grupos que puedan tener poder sobre el trabajo de los académicos.
Por supuesto, uno puede argumentar que el riesgo de instrumentalización de la universidad por parte de la ciencia es otro en un Estado militarista que en un Estado democrático. Eso es cierto, pero no implica desaparición de todo riesgo: un Estado democrático supone una organización en que el riesgo de instrumentalización viene por otras vías. Propaganda política, utilización económica, captura, son todos riesgos presentes constantemente en la vida social contemporánea. Si el riesgo en la época de Humboldt se concentraba en el control estatal de academias e institutos de la ciencia (o de universidades) y si el concepto de universidad científica pretendía dar cuenta de la diferencia de naturaleza entre ambas clases de instituciones, en nuestra época la misma forma de delimitación entre instituciones con verdadero interés público e instituciones sin ese interés público puede hacerse oponiendo los conceptos de “centro de pensamiento” (think tanks) y de universidad. Un centro de pensamiento tiene, al igual que las universidades, pretensiones de desarrollo de ideas y de exposición de éstas en la esfera pública. Produce, en ese sentido, aquello que los economistas denominarían bienes públicos. Pero, a diferencia de las universidades, los centros de pensamientos definen un programa instrumental de desarrollo de esas ideas: esos supuestos bienes públicos se vinculan a intereses particulares. Ese programa instrumental se entiende en el contexto de una democracia representativa y de la interacción de estos centros con partidos políticos. Los centros de pensamiento alimentan a los partidos o a distintas sensibilidades políticas con ideas y contribuyen a su conocimiento público, con lo que contribuyen a su éxito político. Es natural que instituciones como el Centro de Estudios Públicos, Libertad y Desarrollo o Espacio Público tengan una cierta agenda política y exijan, por lo mismo, investigaciones que respeten su “sensibilidad”. La universidad, en cambio, se define por la ausencia institucional de esas orientaciones. Precisamente porque en una democracia el valor de las ideas políticas es relevante y puede ser útil en el éxito eleccionario de partidos y candidatos, la universidad moderna tiene que ser diferente a los centros de pensamiento y esa diferencia tiene que tener sustento institucional. De otra forma, el riesgo ya no es que el soberano acoja un espíritu y ahogue otro, sino que una determinada agenda política lo haga.
Por eso, el simple aumento del financiamiento no basta. Posibilitación de la ciencia supone, ante todo, independencia y tiempo; el financiamiento mismo de la ciencia es ciertamente necesario para la concesión de independencia y tiempo, pero independencia y tiempo suponen también condiciones negativas de restricción de las autoridades estatales y de las propias universidades, sin la cual la posibilidad institucional de la ciencia desaparece. La pregunta institucional es entonces la siguiente: ¿cómo puede el Estado incentivar en una medida óptima la investigación pura (en el sentido de no instrumental, no de no aplicada) en universidades en Chile y, a partir de ello, garantizar institucionalmente que las universidades sean universidades y no think tanks? El debate universitario chileno debiera asumir que sus objetivos no pueden ser exclusivamente definidos por necesidades de financiamiento, sino que necesidades de financiamiento sólo pueden justificarse allí donde hay un objetivo político deseable –aquí: mejoramiento de la calidad de la educación y posibilitación de la ciencia– y que ese objetivo político depende de otras consideraciones institucionales. Estas consideraciones institucionales se dejan tratar conceptualmente de forma sencilla; ella no supone la creación de ningún principio nuevo. Desde Humboldt (y seguramente desde antes) la institucionalización de la universidad científica se manifiesta en reglas que se dejan resumir bajo el concepto de libertad de la ciencia o de autonomía universitaria. Lo central no es, por ello, una definición de principios –al contrario, en debates de esta clase todos se apresuran a enarbolar las banderas de la libertad de la ciencia-, sino la reflexión en torno a la forma en que ese principio puede realizarse en su contexto a través de regulación institucional de las universidades. La pregunta no es, por ello, nominal (¿qué concepto tiene que regir en la práctica universitaria?), sino funcional (¿qué tipo de regulación sirve institucionalmente a la consecución de un objetivo ya definido conceptualmente?).
Al tratar la cuestión de la regulación institucional de las universidades en la realización de la libertad de la ciencia es importante tener en cuenta las formas de comportamiento típicas de las universidades. Las instituciones universitarias tienden a presentar patologías, las que también se presentan en experiencias comparadas con posesión de ethos universitario desarrollado. También allí la disidencia en la generación de conocimiento puede generar escándalos y también allí las autoridades pueden pretender controlar esto (“ahogar un espíritu para mantener otro”). Tampoco es extraño que los planteles universitarios puedan enfrentarse en guerras académicas que no son sólo peleadas con las armas legítimas de estas batallas (los argumentos en textos y debates), sino también con armas ilegítimas (controles de nombramientos y otros asuntos administrativos en las universidades). Además, esas guerras no sólo se dan por razones propiamente ideológicas –una guerra de esa clase es en sí algo bueno, sólo el uso de armas ilegítimas es problemático-, sino que también se dan por razones instrumentales. Este es un riesgo presente sobre todo en contextos académicos sin desarrollo de un ethos realmente científico: los controles de nombramientos y de la administración universitaria son utilizados antes para la reproducción y mantenimiento de un grupo y ello es hecho sin pretensiones realmente ideológicas, sino con la exclusiva pretensión de mantener control del poder.
De esta forma son, al menos, dos las necesidades que deben ser satisfechas en la concesión de libertad de la ciencia. La primera dice relación con la posición del académico frente a las autoridades universitarias y, en caso de universidades públicas, estatales. La segunda dice relación con la generación de una forma de gobierno universitario que haga improbable la captura administrativa por razones ideológicas o instrumentales.
Como en toda solución de un problema institucional complejo, su tratamiento adecuado supone conocimiento de experiencias comparadas y del contexto propio. Eso implica que la adopción de modelos externos es, en esos términos, inadecuada; si algo, la experiencia comparada sirve para inspiración o adaptación. Así, por ejemplo, la experiencia de regulación de la posición del profesor y del gobierno universitario en instituciones estatales europeas sólo es parcialmente relevante en Chile. Allí, la realización de la idea de libertad de la ciencia supone ante todo dos cuestiones: el reconocimiento de inamovibilidad (o algo similar) del profesor por su calidad de funcionario público y la fijación de límites administrativos de injerencia del Estado en universidades. Como, en el fondo, todo acto de regulación de una universidad de esa clase es un acto de regulación del propio Estado, no se trata más que de un problema administrativo (que puede, o no, tener reflejo legal o incluso constitucional, como el artículo 5 inciso tercero de la Ley Fundamental alemana). Es decir, la pregunta allí es cómo dotar de autonomía a un organismo que, en los hechos, no es estrictamente autónomo, pero que tiene que ser tratado como tal. Esta es una experiencia relevante para la regulación de las universidades estatales nacionales y que, de hecho, se vincula con la propia lucha de estas instituciones en nuestro país durante el siglo XX (y parte del siglo XXI). Su resistencia frente a la sumisión a la superintendencia de organismos estatales (Ministerios, Contraloría General de la República) muestra la relevancia de esa generación de distancia en universidades públicas frente al Estado. Por supuesto, eso no es suficiente: el gobierno universitario en las universidades estatales chilenas parece no siempre asegurar el cumplimiento del segundo de los objetivos identificados (evitar captura administrativa por razones instrumentales o ideológicas). La tarea en las universidades públicas parece, de esta forma, concentrarse en esa forma de regulación.
En el caso de universidades privadas, la respuesta institucional tiene que ser distinta. El contexto chileno actual implica, en el fondo, aplicación con pocas limitaciones de los estatutos generales del derecho privado y del derecho laboral general. Es cierto que en algunos casos estas formas no han impedido que ciertas universidades desarrollen prácticas académicas libres y que tengan proyectos de realización como universidad compleja. Una pretensión de esta clase puede notarse tanto en esfuerzos de organización gubernativa que parecen ser adecuados (la Universidad Diego Portales parece ser un ejemplo) como en la posición de sus académicos (la Universidad Adolfo Ibáñez). Seguramente, las universidades privadas más antiguas (como la Universidad de Concepción y la Universidad Austral) pueden decir lo mismo en ambos aspectos. Pero, en todos los casos, la ausencia de reflejo institucional general hace que la cuestión no sólo sea precaria allí donde ya hay prácticas loables, sino que sea sobre todo sumamente reducida. La completa diferencia de prácticas tampoco es adecuada para la consecución de una verdadera comunidad académica nacional.
Lo anterior muestra la necesidad de mirar experiencias comparadas en sistemas mixtos o privados. Aquí, el tipo de respuestas posibles es mucho más variado, pero siempre se reducen a la exigencia de formas de organización especiales y a formas de relación laboral especial de los académicos. La más famosa de las prácticas tendientes al aseguramiento de independencia académica es el tenure, la práctica norteamericana de otorgar cátedras inamovibles sujetas eventualmente a control de rendimiento por un período de prueba. No puedo referirme en este contexto en extenso a su adecuación ni a otros medios. Mi impresión es que sin desarrollo de un ethos académico y sin rendimiento paulatino de la academia, una práctica como el tenure podría ser percibida como una simple concesión de privilegios a un gremio. Lo crucial que muestra el sistema del tenure es advertir que también las universidades privadas tienden a ser sujetas a formas de organización especiales estructuradas en lo esencial para la realización institucional del principio de libertad de la ciencia.
El aumento del gasto público en educación es, por ello, una gran oportunidad para lograr tratar institucionalmente el problema, con colaboración de todos los actores y sin que nadie –Estado, autoridades universitarias y académicos- tenga que ser injustamente tratado. Las declaraciones que el ministro Eyzaguirre ha efectuado hasta ahora parecen indicar que ha advertido esta necesidad. Pese a ello, el Gobierno no se ha pronunciado hasta ahora con algo más de detalle sobre la forma en que podría concretarse esa forma de organización gubernativa mínima ni sobre el status del académico que ve asegurada su libertad. Es importante empezar a conocer detalles sobre ello, porque el problema no es realmente de principios (sobre lo que difícilmente puede haber controversia), sino de realización institucional, lo que requiere de reflexión específica.
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