“La educación empeora y se vuelve injusta si se considera como bien de responsabilidad individual y como mercado, es decir, si se organiza como enjambre de instituciones en competencia”, señala el autor de esta columna. A su juicio, esto ha sido “invisible para los tecnócratas” que insisten en que sólo debe mejorarse la “calidad” de la educación y que, para lograr aquello, recetan cambios al interior de las instituciones que compiten (colegios, universidades, institutos). Las modificaciones que se requieren no se ubican a nivel de las instituciones, opina el autor, pues deben ser sistémicas y sólo la educación pública reúne las condiciones para impulsarlas. Por ello, fustiga las recientes medidas del gobierno, que ponen el acento en limitar a los privados y no en fortalecer lo público.
El debate educacional está centrado hoy en las críticas de la derecha a la reforma del Gobierno. Éstas se dividen en dos grandes discursos: uno tradicional, vinculado a la Iglesia, que alega contra un supuesto estatismo, y uno más técnico, preocupado por la calidad.
Es este segundo discurso el que gana amplitud, sobre todo entre los expertos, perfilándose como el preferido de la derecha para la negociación final. Es potencialmente transversal, y aparece como una genuina preocupación por la educación. Su argumento es simple: en la medida que la reforma planteada por el Gobierno sólo toca aspectos institucionales y de financiamiento, es ciega respecto de la calidad. Es más bien una concesión a la calle; hacer gratis la educación no la hace mejor, ni tampoco el hecho que la imparta el Estado. La reforma planteada -se sugiere- no hará la educación más igualitaria ni más plurales a las élites. Si se quiere de verdad hacer algo por estos objetivos, señalan los expertos de derecha, lo fundamental es la calidad, sea en instituciones públicas o privadas. Eje que estaría ausente de lo anunciado por el Gobierno, y distante de las banderas del movimiento social.
Este razonamiento -con sus debilidades- hace un punto en develar la separación entre los anuncios de La Moneda y la educación misma como práctica. El Gobierno parece más preocupado en prohibir (lucro, selección, copago) que en definir la educación que quiere. La derecha intenta entonces quedarse con dos banderas: la educativa y la de la racionalidad -en tanto preocupación técnica por la calidad-, dejando al resto con las banderas de la ideología y la “política”.
Naturalmente aquí hay una trampa. Pero también una parte de verdad. Es relevante que las fuerzas sociales y políticas de cambio construyan su propia posición sobre esta polémica.
Veamos el asunto más de cerca. En 2006, tras la movilización pingüina, la clase política respondió a sus demandas con la idea de que la ausencia de calidad era el principal problema de la educación chilena. Esta agenda parte del presupuesto que el centro del problema educativo está en la institución (colegio, universidad, centro de formación técnica o instituto). Sus prácticas deben ser estudiadas y replicadas para aumentar la eficiencia y la eficacia. Este es el paradigma dominante en el estudio y elaboración de política sobre educación, expresado en el mejoramiento escolar -institucionalizado en la Agencia de Calidad, por ejemplo- y en el aseguramiento de la calidad de nivel superior -institucionalizado en la Comisión Nacional de Acreditación-. A través de estas agencias el Estado se hace presente en la tarea educativa, pero no directamente como proveedor, sino regulando y acreditando a instituciones, sean estatales o privadas.
Al centrarse este paradigma en cada institución por separado, a menudo deja de observar y naturaliza las condiciones comunes a todas ellas. Se vuelve invisible, como algo históricamente creado, la educación como fenómeno global, la suma que contiene a las partes.
Esto es lógico en un modelo basado en la competencia, que persigue legitimar la propiedad privada -al menos potencial- de las instituciones educativas. Si éstas se homologaron a fábricas y empresas tras la reforma dictatorial -incluso las estatales respecto del Estado-, el conocimiento especializado sobre educación aceptó que las instituciones eran las unidades de análisis sustantivas. Luego, lo reconoció la política pública impulsada por la Concertación con las mencionadas agencias.
Por eso en 2006, tras explotar la verdadera raíz del fracaso -la organización global del sistema educativo como mercado-, ésta seguía siendo invisible para los tecnócratas, que recetaron garrotes y zanahorias para cada parte por separado.A eso le llamaron “calidad”. Seguían y siguen sin aceptar que las principales variables que determinan la educación -incluso en los estrechos marcos que las pruebas estandarizadas la consideran- están por fuera de las posibilidades de cambio al interior de las instituciones cada una por separado. Esta es la gran conclusión de años de debate sobre el tema: la educación empeora y se vuelve injusta si se considera como bien de responsabilidad individual y como mercado, es decir, si se organiza como enjambre de instituciones en competencia unas con otras, independiente de la forma en que lo hagan.
En realidad, la educación es una relación social altamente compleja, duradera y que involucra el uso de conocimientos avanzados. Además, los modos en cómo aprendemos y nos relacionamos con el saber están en transformación profunda en la actualidad. Si cabe la analogía con la fábrica, la sociedad entera es la fábrica, y el ciclo productivo se proyecta por décadas. Va desde la formación de los profesores -que atraviesa varias instituciones por muchos años-, la coherencia de ella con las necesidades de las escuelas -que implica también entenderlas como red y no como “fábricas” separadas- hasta la relación de éstas con las necesidades de la ciudadanía. En educación superior esto obliga a repensar la relación del conocimiento especializado con la sociedad, su vinculación con las necesidades del país, la evolución general del conocimiento, y la producción científica como esfuerzo proyectado de largo plazo; por decir algunas cuestiones.
La apelación a la calidad en el contexto del Estado subsidiario -la presión a cada institución educativa por separado,naturalizando las condiciones comunes en que operan-, como termina siendo irracional e impracticable, derivó a poco andar en una cuestión de fe, en entregar motivación y exigencias a los actores educativos -en lugar de mejores condiciones globales- para que sigan haciendo lo que hasta hoy no da resultados.
La fe de la Concertación en el management, en respuesta al problema, nos llevó de los indicadores numéricos al couching como política de calidad. En el ámbito de la educación superior las falencias de la enseñanza básica y media -falencias en realidad de la sociedad completa- se pretenden resolver por medio de rankings, complejas fórmulas de ponderación de pruebas estandarizadas y apoyo emocional focalizado a los estudiantes de menores recursos para forjar en ellos resiliencia. En la educación escolar se opera como si el “liderazgo directivo” pudiese reemplazar una preocupación reflexiva y colectiva de la sociedad -que involucra varias instituciones y muchos años- en formar profesionales. Los ejemplos son infinitos.
El paradigma de la calidad educativa en Chile, hoy por hoy, no tiene de su lado las banderas de la racionalidad. Es exactamente al revés. Nos convoca a una prueba de fe -mediante artilugios mágicos- en el Estado subsidiario y la obra de la dictadura, pues sigue siendo ciego a la raíz de los problemas.
Para no cometer los mismos errores de ayer, es imperativo entender la educación como proceso global y complejo, para que podamos modernizarla en tanto tal, no a través de cada parte concebida como unidad sustantiva. Por cierto, conocimiento relevante puede extraerse de las instituciones, y en cada una de ellas ocurren procesos importantes. Pero esta mirada no puede reemplazar la comprensión y acción global de la tarea educativa.
Fue el movimiento social, de hecho, quien conquistó la posibilidad histórica de recuperar la racionalidad, al proponer reemplazar el caos del mercado educativo por algo de sentido común e invisible a los tecnócratas: por educación pública, como en la mayoría de los países desarrollados. Si la Razón está con alguien, es con las fuerzas sociales, que han dado a los ciudadanos la posibilidad de definir democráticamente la educación que quieren, y también a los técnicos la oportunidad de usar sus conocimientos para realizar dicho consenso, y dejar de malgastarlos en la irracional calidad tecnocrática.
La reforma que el país necesita no pasa centralmente por prohibir conductas de privados, sino por construir una nueva educación pública. Este es el instrumento de la voluntad democrática de los ciudadanos para hacerse presente en la tarea educativa, no regulando a terceros mediante agencias, sino directamente, como proveedor del servicio entendido como proceso global, interconectado y colaborativo. Esto no acabará con la modernización educacional en aras de un viejo estatismo, sino al contrario, es condición de posibilidad para comenzarla, poniendo los avances técnicos de la actualidad -fundamentales, por cierto- a disposición de las decisiones democráticas del país. Avances que hoy, desperdiciados en un modelo irracional, no han servido de mucho ni han modernizado siquiera los discursos de los tecnócratas y la derecha, todavía atrapados en gran medida en el siglo XIX.
Incrementalmente la nueva educación pública debiese llegar a educar a la mayoría de la población, asegurando con ello la reproducción de los valores democráticos que la deben inspirar, y también utilizando intensivamente las capacidades instaladas que el mercado despilfarra.
Esto pasa por superar el actual principio de subsidiariedad que concibe las instituciones del Estado como unidades aisladas unas de otras, para comenzar a organizarlas colaborativamente. La educación privada, incluso bien regulada, sin lucro, sin selección, y gratuita, no es la llamada a cumplir este rol como objetivo central, pues constituye un conjunto de esfuerzos diferenciados; esa es, de hecho, su virtud. Por cierto que puede colaborar con la educación pública y ser parte en algunas tareas de su propio proceso global en la medida que se abra a la determinación democrática de la sociedad, pero, con todo, la educación particular no puede reemplazar a la pública. Ambas caben en un sistema mixto de hegemonía pública, mixtura que de hecho hoy no existe ante el totalitarismo del mercado, puesto que todas las instituciones se conciben como independientes, incluso las del Estado, a las que las actuales condiciones las obligan a ser “competitivas” para derrotar a sus pares también estatales.
Es aquí donde el Gobierno tiene que definirse: si no asume la centralidad de la educación pública -lo que naturalmente va más allá de algunos planes puntuales para aliviar su crisis-, e insiste en prohibir conductas de los privados y darles más financiamiento, su única manera de responder al problema de la calidad será sumarse al irracional paradigma de los tecnócratas. Está obligado, si pretende de verdad una reforma profunda, a enfocarse en la educación pública, tanto por razones políticas como técnicas. Sin una nueva educación pública no habrá modernización educacional. Y si esperamos “calidad”, no nos quedará más que tener fe en la resiliencia de los estudiantes y el liderazgo de los directivos que el couching y la burocracia pueda producir.
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