Pensamiento universitario: Carlos Peña
Abril 16, 2014

Recientes columnas de opinión sobre políticas educacionales publicadas por Carlos Peña en el diario El Mercurio.

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Misterios educativos

El Mercurio, Miércoles 16 de abril de 2014

De todos los temas de interés público, el de educación es el que debiera poseer los mayores niveles de racionalidad y de información. ¿Cómo la educación, que aspira a entrenar a niños y jóvenes en el uso de la racionalidad, podría renunciar a ella al momento de pensarse a sí misma? Desgraciadamente, algo de eso está ocurriendo hoy en Chile. El principal requisito de la racionalidad -la consistencia entre las proposiciones referidas a la misma materia- parece ausente.

Es cosa de recordar.

Primero fueron los rectores de la universidades estatales quienes manifestaron su contento porque, por fin, el Estado, según el ministro les informó, les daría un trato preferente, sustancialmente mejor que el de las instituciones privadas. El ministro, incluso, empleó cierto fervor retórico para referirse a este problema. En las instituciones estatales, dijo, se forjan bienes comunes y es el único lugar donde se efectúa investigación alineada con los intereses públicos. El resto de las instituciones, insinuó, estaba expuesto a la captura por parte de intereses privados.

Luego asistieron los rectores de las universidades privadas pertenecientes al CRUCh. Inicialmente, habían sido tratadas con desdén por parte del ministro. Los rectores, sin embargo, acaban de descubrir ayer, con indisimulable agrado, que se las tratará igual que a las universidades estatales tanto en docencia como en investigación. Y que el mecanismo general para la asignación de recursos en esta última área será la medición del desempeño y la competencia (al igual como ocurriría con las estatales).

Como los dos propósitos anteriores no pueden valer simultáneamente -o vale uno o vale el otro, o se trata igual a las instituciones o se favorece a unas por sobre otras-, alguien aquí está preso de un engaño involuntario.

Como lo anterior no es razonable (llegaría al extremo de presentar la política universitaria como inconsistente y a sus partícipes dispuestos a dejarse engañar), la deferencia obliga a encontrar una interpretación razonable.

Lo que el ministro habría afirmado a los rectores (dejándolos a todos igualmente contentos) es algo plenamente compatible con la actual fisonomía del sistema universitario: provisión mixta, es decir, existencia de instituciones estatales y privadas; trato preferente a las universidades estatales por razones que solo a ellas aplican ( v.gr. interés regional, necesidad de que actúen como proveedores ejemplares que mejoren el sistema, etcétera); tratamiento similar al anterior a las universidades privadas que, por su larga trayectoria histórica, han acreditado su orientación pública (como ocurre con la mayoría de las pertenecientes al CRUCh); prohibición del lucro para CFT e IPs (una regla para las que se creen en el futuro que obligará a un sistema de transición para las hoy existentes); mantención de los subsidios a la demanda, becas o crédito en la primera fase, los que podrían ser empleados en todas las instituciones acreditadas del sistema (incluidas las privadas posteriores a 1981); mejora de los estándares para la acreditación, y una fiscalización más robusta.

Así las cosas -y al menos en materia de educación superior-, no habrá cambios de esos que se llaman estructurales. La estructura será más o menos la misma que hoy existe, aunque con mejoras que estaban presentes en la agenda desde antiguo, especialmente la supresión del AFI (y su sustitución, por ejemplo, por programas de apoyo a sectores con desventajas involuntarias) y la existencia de mecanismos de discriminación positiva.

En el misterio queda la sustitución de la PSU por una prueba que, según habría dicho el ministro, sería más igualitaria, “porque mediría habilidades y no conocimientos” (una lectura de Durkheim, Bernstein o Bourdieu, indicaría, sin embargo, que ciertas habilidades podrían distribuirse por clases sociales o género, incluso más intensamente que los conocimientos curriculares). También queda en el misterio la suerte de las universidades privadas creadas luego de 1981. Sin embargo, todo hay que decirlo, como estas instituciones carecen de una trayectoria similar a las privadas del CRUCh, es razonable que se las trate distinto, poniendo de su lado el peso de la prueba cuando esgriman su carácter u orientación pública. Ese trato, sin embargo, debe consultar el financiamiento de bienes públicos (si no habría pérdida de bienestar social) y la formulación de algunos criterios universalistas que les permitan transitar hacia un estatuto de orientación pública.

Como se ve, el propósito del ministro es respetar la trayectoria del sistema (los sistemas universitarios son, como enseña la literatura, path oriented ) y sobre esa base introducir mejoras.

La única incógnita de verdad es por qué los dirigentes estudiantiles -cuya agenda es harto más radical- también salieron satisfechos de la reunión con el ministro.

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El debate educativo

Carlos Peña, 27 de marzo de 2014

“…la pluralidad de una sociedad democrática -religiosa o de otra índole- también se expresa en el sistema escolar…”  
Carlos Peña Rector Universidad Diego Portales En las “Investigaciones Filosóficas”, Wittgenstein afirma que una de las causas de las enfermedades intelectuales es lo que llama “una dieta unilateral”: acentuar nada más que un aspecto de la realidad.

Algo de eso ocurre hoy en el debate sobre el sistema escolar. Se insiste en las funciones de integración y de cohesión que él debe cumplir. Y eso es correcto. Lo incorrecto es enfatizar en demasía esa función olvidando otras igualmente valiosas que una buena reforma debe ser capaz de equilibrar.

¿Cuáles son las funciones del sistema escolar?

Desde luego, y como lo sugieren múltiples autores (el más notorio, Durkheim, pero también podríamos citar a Dewey), mediante el sistema escolar las sociedades reproducen y configuran lo que pudiéramos llamar su conciencia moral, un puñado de valores y de principios que configuran su identidad. Esta función de la educación se acentuó especialmente en el período de formación de los Estados nacionales. Durante el siglo XIX, las élites intentaron, mediante la escuela, generalizar códigos comunicativos, valores y una memoria común que hiciera posible a una comunidad política relativamente homogénea (la Nación).

En suma, mediante la educación las sociedades reproducen una cierta idea del “nosotros”, de lo que fuimos y de aquello a lo que aspiramos. En el caso de Chile, esta función del sistema escolar se dificulta hoy porque ese relato compartido acerca de lo que somos y queremos ser parece haberse disuelto y está en vías de redefinirse.

El sistema escolar o educacional también tiene funciones distributivas. Mediante la educación las sociedades intentan corregir las arbitrariedades de la cuna y del azar natural. Este es un viejo tema que se encuentra ya en Platón (en la República, Platón sugiere separar a los niños de las familias para así suprimir las ventajas de la cuna). La escuela es una institución que se funda en el principio de que la repartición de méritos y de oportunidades debe estar basada en el desempeño, borrando, en lo posible, las condiciones de origen. En otras palabras, la promesa de la educación es que el destino de los nuevos miembros de la sociedad dependa de su voluntad de logro.

En Chile, sin embargo, el sistema escolar presenta profundas diferencias que son dependientes del capital económico o cultural de las familias.

La educación también cumple funciones estrechamente vinculadas con la ciudadanía. Las competencias que son necesarias para el ejercicio de la ciudadanía (una experiencia cognitiva común, el uso de un mismo código comunicativo) y las virtudes que hacen a un buen ciudadano (disposición al diálogo, a dejarse persuadir por buenas razones) son claves para el funcionamiento de la democracia. Cómo sean los ciudadanos del futuro y cuán cohesionada sea nuestra comunidad política es una cuestión que depende del sistema escolar que tengamos hoy día. Cuando un niño ingresa al colegio -y aprende a participar de una experiencia común no guiada directamente por la familia- empieza a incorporarse a la ciudad, a la polis.

También, por supuesto, la educación crea y fortalece eso que suele llamarse capital humano. Como se sabe, hay correlaciones entre crecimiento económico y nivel educacional de los países. Una población bien educada -dotada de las destrezas necesarias para adquirir conocimiento nuevo- es clave para el crecimiento económico de los países, que es base, por su parte, del bienestar social.

En fin, la educación en las sociedades contemporáneas también cumple la función de reproducir el modo o forma de vida que los padres estiman mejores para sus hijos. Las sociedades democráticas son sociedades diversas, heterogéneas, y la escuela es también el lugar mediante el cual los diversos grupos y formas de vida intentan reproducir sus valores. La pluralidad de una sociedad democrática -religiosa o de otra índole- también se expresa en el sistema escolar.

Esas funciones del sistema escolar son a veces rivales entre sí. Si se acentúa demasiado la función de crear significados compartidos, se lesiona la pluralidad de formas de vida y de creencias; si se pone demasiado acento en crear capital humano para el trabajo, se daña la enseñanza de las virtudes que son propias de la ciudadanía; si se anhela alcanzar una oportunidad igual desde la cuna, hay que separar la escuela de la familia.

Si el diálogo acerca de la reforma educativa no ha de ser meramente técnico, sino ciudadano -como tanto se ha insistido- entonces es imprescindible tener en cuenta esa complejidad, deliberar acerca de todas esas dimensiones, pensar la importancia relativa que deberá asignarse a cada una de ellas y, luego, sobre las políticas que han de emprenderse para que el sistema escolar refleje las conclusiones de esa deliberación.

Pero lo que no hay que hacer es insistir en una dieta unilateral a la hora del diagnóstico o dedicarse a despachar frases sonantes a la hora de proponer soluciones.

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Hacer frases

Carlos Peña, 30 de marzo de 2014

No hay nada peor para la política que sus cultores profesionales se dediquen solo a hacer frases. Pero fue lo que ocurrió esta semana con el ministro Eyzaguirre y el senador Quintana.  
Carlos Peña El protagonista de esta semana han sido las frases.

Primero fue la que pronunció el senador Quintana; luego las que profirió el ministro Eyzaguirre. El primero ejemplificando con una retroexcavadora la tarea que el Gobierno tendría por delante; el segundo caricaturizando de múltiples formas los problemas de la educación.

Por supuesto, y como suele ocurrir con las frases, las que ellos pronunciaron no contienen propiamente una doctrina ni un planteamiento sistemático. Por lo mismo, no vale la pena comentar su aparente contenido. Comentar una frase genérica, excepto para decir que se trata de una generalidad, es una tarea imposible: habría que imaginar todo lo que ella encubre, y ponerse en todos los casos a los que ella someramente alude, para evitar que el constructor de frases se defienda afirmando que no era eso lo que en verdad quiso decir.

Así entonces es mejor esperar a que asomen algunas ideas antes de comentar las palabras que el senador y el ministro hasta ahora han emitido.

Pero lo que sí vale la pena comentar -por la relevancia pública del asunto- es la propensión a “hacer frases” que asomó esta semana en la política chilena y de la que ellos son una muestra eximia. La tendencia a hilar palabras exagerando uno o dos rasgos de lo real y ocultando los demás. ¿Qué significado posee esa extraña compulsión? ¿Qué consecuencias podrían seguirse de ella?

Hacer frases -es decir, tejer palabras que resultan sonoras, pero que en conjunto son débiles en significado- es uno de los peores defectos de la política. Y ello es así porque quien “hace frases” está más ocupado en entretener a la ciudadanía, sorprenderla, llamar su atención, ajizar sus sensaciones o halagarla, que en pensar detenidamente sus problemas.

En pocas palabras, quien en vez de reflexionar ideas o exponer problemas “hace frases” se mueve en la superficie de la cuestión pública.

Y es que la cuestión pública tiene, por decirlo así, varias capas.

En la primera y la más superficial, existe la alegre y juvenil sencillez del diagnóstico y de la solución. Los problemas de la educación se deben solo al lucro; la virtud se esconde en las instituciones estatales; los chilenos trabajarán juntos “como un equipo” (como dijo el ministro Eyzaguirre) cuando la escuela mejore; todo tendrá un mejor rostro una vez que se socaven los cimientos del neoliberalismo (como piensa Quintana) y así.

La primera capa está, pues, hecha de frases.

Pero debajo de esa primera y sencilla capa, los problemas de veras asoman. Se descubre que a la selección por dinero (que el lucro alienta) se suma aquella que se efectúa en razón de las creencias, el desempeño o el lugar de residencia. Se cae en la cuenta que el desempeño de algunas instituciones estatales no siempre está a la altura de las virtudes que de ellas se esperan. Se advierte que la escuela no puede curar por sí misma la división en clases. Que el neoliberalismo es un nombre de fantasía para la modernización reformista que la Concertación llevó adelante.

En suma, en la segunda capa se encuentra la complejidad de los problemas.

Esas dos capas permiten distinguir dos categorías del hacedor de frases.

El primero es el ingenuo. Él no está, en verdad, preocupado de los problemas, los que no entiende del todo, sino de la superficie, ese ámbito donde es fácil ganar la adhesión o el asentimiento por la vía de despachar una frase que coincida con lo que la gente espontáneamente siente o cree sentir.

El segundo es el embaucador. Este conoce ambos niveles, solo que usa el primero para encubrir el segundo. Es el caso del socialdemócrata que lleva adelante su programa de reformas con una retórica revolucionaria; el que se aferra al mercado con una retórica anticapitalista; el que critica el sistema educativo con fervor, pero solo para mantener incólumes sus sectores fundamentales y así.

No se sabe, desde luego, qué clase de hacedor de frases, de esos dos, es el que comenzó a asomar en Chile esta semana. Si el ingenuo o el embaucador.

De lo que no cabe duda es que de ninguno puede salir algo bueno.

 

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Educación católica

Carlos Peña , 6 de abril de 2014

¿Qué pueden esperar las iglesias -especialmente monseñor Ezzati- de una reforma educacional de inspiración laica?

No hay razones para temer.

Y es que, desde luego, no es sensato privar de apoyos públicos a las escuelas o a las universidades por el hecho de que en ellas se promueva un punto de vista religioso. La religión es fuente de sentido para muchas personas y un Estado democrático debe respetar que algunas quieran aferrarse a ella. La razón de ese respeto no deriva del hecho de que la religión sea verdadera o el único sostén de la moral -lo primero es probablemente falso y lo segundo indudablemente erróneo-, sino del hecho de que una sociedad democrática debe aceptar las decisiones autónomas de sus miembros, conferir a los ciudadanos el derecho a esparcir el tipo de vida que juzgan valiosa.

Es decir, la autonomía -el derecho a conducir la propia vida de la manera que cada uno prefiera- también se ejerce cuando se decide adherir a una religión o iglesia.

Así entonces, hay una buena razón para permitir que la gente escoja por razones religiosos el establecimiento educacional que prefiere para sus hijos. Ello incluye escuelas y universidades católicas.

Una vez que se reconoce su derecho a existir, ¿habrá que reconocerle también su derecho a ser financiadas por el Estado?

Sí, sin ninguna duda.

Si el Estado les negara el financiamiento, estaría negando a gran parte de las personas (todos los que no pueden financiar sus propias elecciones) el derecho a la autonomía. Las familias ricas podrían educar a sus hijos con una orientación religiosa, pero los pobres no. Y aunque eso probablemente le haría bien a los más pobres, la autonomía exige que sean ellos mismos, y no un tercero, quienes lo decidan.

A primera vista entonces – prima facie , como dicen los filósofos-, ha de haber establecimientos educativos religiosamente inspirados y el Estado debe transferirles parte de las rentas generales para que funcionen.

¿Habrá sin embargo algunas condiciones que esos establecimientos, escuelas y universidades deban cumplir para acceder a ese financiamiento?

Por supuesto que sí.

La más obvia es que las escuelas no pueden revisar la vida o la trayectoria moral de los padres. Si una familia manifiesta su voluntad de que su hijo se matricule en un establecimiento de inspiración religiosa, y declara su propósito de apoyarlo en esa formación, la escuela debe admitirlo sin que pueda excluir al niño por los actos o el comportamiento de sus padres.

La otra, igualmente obvia, es que el establecimiento educativo, especialmente si es una universidad, debe respetar los derechos fundamentales, el principio de la libre investigación científica y el derecho de sus miembros a ser tratados con igual respeto y consideración.

Así, si una institución defiende creencias opuestas a los valores constitucionales (fue el caso de la Universidad Bob Jones en EE.UU., que prohibía los matrimonios interraciales de sus miembros), posee prácticas institucionales que penalizan determinados puntos de vista o formas de vida (como que impidiera acceder a la titularidad a quien argumenta a favor del aborto o se divorcia), o impide la libre investigación científica, que es uno de los más antiguos principios de la vida académica (por ejemplo, impide el acceso a fondos para realizar investigaciones porque ellas desmedran alguna creencia opinable), entonces no tiene derecho al financiamiento para sostenerse. ¿Cómo podría un Estado democrático echar mano a las rentas generales para socavar los valores sobre los que reposa su misma legitimidad?

No hay duda: para recibir financiamiento que sustente su existencia, una institución educativa religiosa debe respetar esos principios.

No basta que declare adherir a ellos. Un Estado democrático debe constatar que los cumple. Y el peso de la prueba recae sobre la institución, no sobre el Estado.

Ninguna de esas exigencias lesiona la libertad religiosa, lo que prueba que un Estado laico puede perfectamente admitirla. Y una vez verificado su cumplimiento, incluso financiarla. Y al hacerlo no está subsidiando una creencia, sino la libre elección de quienes, respetando el coto vedado de los principios de un Estado democrático, adhieren a ella.

Uno de los problemas centrales de la reforma educativa -lo sabe monseñor Ezzati, lo sospecha Eyzaguirre- es el tratamiento que debieran recibir las instituciones católicas. ¿Por qué habría que financiarlas con impuestos de creyentes y no creyentes?

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La reunión del ministro

“…hoy día el ministro (salvo que se espere que lo haga la Presidenta el 21 de Mayo) deberá decirles a los dirigentes estudiantiles que algunas de sus más preciadas expectativas no se satisfarán…”  

Carlos Peña Rector UDP , 10 de abril de 2014

La política pone a los seres humanos, tarde o temprano, en la necesidad de elegir. Esto vale para la política y para las políticas públicas.

Al elegir, el político no solo comunica sus preferencias; también ayuda a modelar las ajenas. Así, un cierto principio de realidad comienza a imponerse y las expectativas de los ciudadanos, que siempre principian como un sueño sin orillas, adquieren cierta fisonomía. Cuando el político no decide -y en cambio mantiene una mera actitud de escucha-, estimula una de las mayores fuentes de desasosiego: el mal del infinito. Allí donde las expectativas carecen de perfil (porque el político temeroso de desagradar se negó a dárselo) nada puede resultar satisfactorio y la frustración amenaza a cualquier acción que se emprenda.

Lo anterior es lo que aconseja que, en su conversación de hoy, el ministro Nicolás Eyzaguirre (recordando aquello de que los intelectuales dudan, pero el político decide) transmita con claridad sus puntos de vista a los dirigentes universitarios y a la opinión pública.

¿Cuáles son los aspectos centrales que el ministro debiera comenzar a develar frente a los estudiantes? Son varios, por supuesto, pero hay algunos que por ser cuestiones de principio el ministro, con toda seguridad, tiene ya decididos. Y es seguro que los comunicará a los dirigentes.

Desde luego, les comunicará que el propósito que ellos alguna vez han manifestado, de poner a la educación superior totalmente al margen del mercado como única forma de hacer de la educación un derecho social, no será simplemente posible. Las instituciones de educación superior, incluidas las estatales -les explicará-, están condenadas hoy a competir, a admitir ciertas formas de capitalismo académico (incentivos, rankings , competencias internacionales), a establecer alianzas múltiples y a desarrollar empresas (sin que eso signifique apropiarse de los excedentes para fines particulares) para tener éxito. En suma, deberá decirles que las universidades (como lo muestra unánimemente la experiencia comparada) no pueden estar al margen de una economía monetarizada y capitalista.

Lo anterior no se opone, por supuesto -agregará-, a que el Gobierno remueva las barreras que hoy día atan las oportunidades educacionales a la cuna (uno de los objetivos más estimables que persigue). Pero la única forma de que ello sea compatible con las circunstancias anteriores es la existencia de algún sistema de subsidios a la demanda al que todos los estudiantes puedan acceder por igual. De no existir ese tipo de subsidios, explicará el ministro echando mano a su formación neoclásica, las instituciones universitarias sustituirían, para obtener sus recursos, la emulación competitiva (que las estimula a ser eficientes y creativas) por la presión a las autoridades políticas (que puede imaginarse transparente, pero que siempre es una mala forma de asignar recursos).

Las dos decisiones anteriores que el ministro Eyzaguirre deberá comunicar (salvo que, por la inversa, decida poner a algunas instituciones al margen de la economía monetaria y suprimir la posibilidad de escoger a los estudiantes que carecen de recursos) serán, por supuesto, malas noticias para los dirigentes estudiantiles. Ellos abrigan la esperanza de que las universidades, al menos algunas, sean puestas al margen de los rigores del capitalismo y que los subsidios a la demanda acaben. Pero tarde o temprano alguien (y debe ser el ministro, salvo que se espere que lo haga la Presidenta el 21 de Mayo) deberá decirles que no son esos los propósitos del Gobierno.

Deberá comunicarles también que el trato preferente a las instituciones estatales (un objetivo que el Gobierno hace bien en perseguir) no se opone, sino que deberá complementarse, con el apoyo a las instituciones no estatales que posean orientación pública. Deberá decirles, en suma, que al margen de la retórica, lo estatal no agota las virtudes de un sistema universitario, sino que ellas se distribuyen, en grados variables, en el conjunto del sistema. Esto exigirá, por supuesto, identificar con rigor y claridad qué instituciones poseen esa orientación pública (producir bienes públicos, estar abierta a programas de discriminación positiva, carecer de lucro, rendir cuentas, contar con acreditación); pero, dicho eso, deberá disolver la superstición (de la que él mismo, por momentos, pareció víctima) consistente en creer que lo estatal es igual a lo público.

No son cuestiones técnicas y de detalle. Se trata de principios generales, de esos que configuran el quehacer gubernamental del día a día y que el ministro, fiel a su naturaleza política, sin duda ya ha decidido.

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