La función social de la Universidad
Defendemos un modelo que aspire a la calidad académica se comprometa en el uso del conocimiento que genera
La Universidad ha alcanzado en buena medida los objetivos académicos y de regeneración democrática propuestos en la transición. Está en condiciones de asumir los nuevos retos sociales, que deben ser debatidos y clarificados para determinar los pasos a dar.
Una alternativa falseada
El debate sobre el modelo de universidad sigue vivo desde que en 1994 el Banco Mundial pusiera negro sobre blanco la propuesta de derivar la universidad hacia un modelo “empresarial”, concibiendo la educación superior como una mercancía más. En la Conferencia Mundial UNESCO Paris-98 prevalecieron las tesis “sociales”, pero el debate no se ha cerrado y de hecho la llamada mercantilización de la universidad ha ganado terreno en este par de décadas.
En nuestro país tales tesis se argumentaron inicialmente sobre un diagnóstico catastrofista de nuestra universidad, en realidad difícil de justificar. En efecto, en los últimos 40 años nuestra universidad ha dado un salto sin precedentes, hasta conseguir la homologación con las de nuestro entorno, como demuestran las cifras sobre producción científica, intercambios internacionales, etc. Somos los primeros en denunciar que hay mucho por hacer, pero partiendo de la esperanza de que ya se ha hecho mucho y bien.
Ese diagnóstico tendencioso venía seguido de propuestas, igualmente injustificadas, sobre gobernanza, financiación, gestión de personal, etc. Así, contra un pretendido desgobierno, se propugnaba un modelo piramidal y externalizado, cuando los análisis comparativos no detectan correlaciones (ni en el ámbito público ni en el privado) entre el modelo de gobierno y la calidad de la universidad.
Finalmente, la crisis ha sido la excusa para aplicar alguna de dichas recetas, sin necesidad de diagnósticos ni argumentaciones. Así vemos como se reducen y precarizan las plantillas, se aumentan las tasas universitarias o se recortan drásticamente las dotaciones para investigación, apelando simplemente a les estrecheces presupuestarias, obviando el análisis de si con esto estamos pervirtiendo la función y el modelo de la universidad.
Un país basado en el conocimiento
Frente a todo ello defendemos un avance decidido hacia un modelo social de Universidad, que no sólo aspire a la calidad académica, sino que también se comprometa en el uso del conocimiento que genera y difunde. Esto es, que la universidad sea también un agente activo de desarrollo socio-económico, hacia un país basado en el conocimiento.
Un país que siga avanzando hacia la generalización de la educación superior (profesional y universitaria), culminando el camino iniciado hace un siglo con la alfabetización universal. Un país donde las clases populares tengan igualdad de oportunidades para la formación de alto nivel, pero también para un ejercicio profesional vinculado a la investigación y la innovación. Un país en que los profesionales en activo y la ciudadanía en general siga ampliando y actualizado sus conocimientos.
Pero se requiere también un cambio profundo en el modelo productivo, que de basarse en la competencia por precio, pase a hacerlo en la innovación en productos y procesos. Nuestro tejido empresarial no ha aprovechado suficientemente la época de vacas gordas para invertir en esta dirección, de forma que buena parte del conocimiento creado termina por desaprovecharse.
Más aún, las externalidades positivas de la educación superior y del conocimiento son muy superiores a las computables comercialmente. La valorización del concomimiento debe ir más allá de su uso mercantil, apreciando su uso social en iniciativas públicas, de servicio general o de solidaridad. Así, ya el “Manifiesto de Bucarest” de 1998 aboga por poner la ciencia al servicio de la ciudadanía, por ejemplo, en el sentido de que las opciones ideológicas y políticas deban respetar las bases científicas y el rigor intelectual.
El compromiso social
Para que todo ello pase a formar parte del horizonte universitario es necesario el compromiso social de la comunidad universitaria, pero también el convencimiento y el apoyo de la administración, del empresariado, de los agentes sociales y de la sociedad en general. Construir un país basado en el conocimiento requiere la colaboración de quienes lo generan, pero también de quienes lo financian y lo aplican.
Ese compromiso social de la universidad no haría sido reforzar la necesidad de la autonomía universitaria, nunca interpretable como aislamiento o inhibición. Sólo desde la autonomía académica y financiera se puede ejercer esa labor creativa y crítica.
Un tercer elemento es imprescindible en este modelo social de universidad: la trasparencia y la rendición de cuentas. No sólo en la gestión económica, sino también en la formulación de objetivos, en la toma de decisiones y en los mecanismos de evaluación.
Los condicionantes y las consecuencias
Por supuesto no es fácil asumir esta nueva función social de la universidad en momentos de restricciones económicas, puesto que su rentabilidad, aunque innegable, lo es a medio y largo plazo. Resulta más fácil derivar hacia el modelo mercantilista, en el que los costos corren a cargo de los “clientes” o beneficiarios particulares: estudiantado que aspira a altas retribuciones profesionales, mercado laboral que acoge dicho capital humano, empresas que adquieren a costos indirectos los resultados de la investigación, investigadores que obtienen retribuciones complementarias,…
Otros aspectos, sin embargo, son hasta cierto punto independientes de estas limitaciones económicas. Por ejemplo, clarificar las competencias y responsabilidades de los distintos actores. Por una parte, a las administraciones, como responsables de la planificación y coordinación del sistema, corresponde la determinación de los objetivos generales (en la línea de los antes relacionados) y la atribución de objetivos particulares a cada entidad, con su participación. A partir de ahí la comunidad universitaria debe responsabilizarse de su organización y de sus decisiones para dar cumplimientos a esos objetivos. Por su parte, el Consejo Social (convenientemente remodelado) probablemente sea el canal más adecuado para la rendición de cuentas y la valoración de los resultados alcanzados, ya que su conocimiento del entorno y de la propia universidad le han de permitir interpretaciones más acertadas de los indicadores y parámetros, evitando las conclusiones asépticas de los ranking al uso.
En cualquier caso, la asunción de esta función social de la universidad conlleva consecuencias sobre la orientación de su docencia e investigación, sobre las formas de gobierno interno y de elección de cargos, sobre los mecanismos de control económico, sobre la gestión de gestión de personal, sobre los instrumentos de financiación, etc.
Es inútil un debate sobre todo estos aspectos sin clarificar previamente la función social que esperamos de nuestra universidad. Los condicionantes circunstanciales quizá limiten la implementación de las conclusiones, pero por lo menos tendremos claro el camino a seguir.
Josep Ferrer Llop es catedrático de Matemática Aplicada, exrector de la Universidad Politécnica de Cataluña
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