Carlos Peña sobre el programa educacional de Bachelet
Enero 5, 2014
Domingo 05 de enero de 2014

La revolución blanda

El programa educacional de Michelle Bachelet -que está en el centro del gobierno que empieza en marzo- promete una revolución contra la desigualdad; pero, desgraciadamente, empuña las armas equivocadas.

Nunca la educación había estado, como hoy, tan en el centro de un programa político. Si bien la Presidenta Bachelet ha identificado tres ejes para su futuro gobierno, la verdad es que los tres se pueden reducir casi a uno: educación. Los cambios tributarios tienen por objeto proveer recursos para su reforma; los cambios constitucionales están motivados por la idea de hacer de la educación un derecho social exigible, casi un paradigma de otros derechos que le seguirían.

Todo, o casi todo, se reduce, pues, a la educación. ¿Qué pudo pasar para que la educación anegara el debate público primero y el programa de gobierno después?

Responder esa pregunta ayuda a comprender algo del Chile contemporáneo.

Aunque suene paradójico, la preeminencia de la educación en el debate público y en los planes gubernamentales, es el resultado de una cierta despolitización de la sociedad. Los relatos globales de los sesenta y setenta, cuando la sociedad se miraba desde el punto de vista del sentido global de la historia – sub specie aeternitatis – han sido sustituidos hoy por miradas parciales, puramente técnicas. Con una excepción: el sistema educativo. La educación es hoy el campo de batalla de la política, la única isla entregada a la deliberación. El único terreno que la política ha logrado rescatar de las garras de la técnica. El anhelo de que la vida en común dependa de la voluntad de los ciudadanos ha encontrado en la educación un lugar. Y ello explica que mientras más se ajiza y politiza el debate educativo, más se despolitiza el resto de los sectores de la vida social.

Hoy se cree que todos los viejos problemas de la justicia pueden resolverse con una reforma sagaz del sistema educativo. Este raro reduccionismo es parecido a lo que Freud, en La interpretación de los sueños , llama condensación: varias cadenas de ideas reducidas a un único punto, donde todas ellas se entrecruzan. En este caso, las cadenas de ideas son la desigualdad de ingresos, la carencia de meritocracia, la falta de capital humano, la incultura. Todas esas ideas se intersectan y condensan en una sola: la institución educativa.

Y eso explica que en los años que vienen, todos los anhelos y las expectativas estarán puestos en ella.

¿Se satisfarán esos anhelos y esas expectativas? Para saberlo es imprescindible revisar los propósitos del programa de Michelle Bachelet y las medidas que se ha propuesto para alcanzarlos.

El fin al lucro

El principal problema que plantea el lucro es su ambigüedad. Se trata de una palabra que, tal como se la usa hoy, posee varios significados.

En su sentido más general, la palabra alude a las utilidades o ganancias. Lucrar equivale pues, en este sentido, a obtener ganancia. Es lo que Marx llamaba la circulación del capital: usted tiene X cantidad de dinero y al cabo del proceso tiene X+1. No hay duda. Usted lucró.

Un significado más específico le confieren los abogados. En este caso, lucrar equivale a apropiarse de los excedentes o ganancias que produce una institución.

En fin, y en un sentido aún más laxo, lucrar equivale a tener tratos con el dinero, preocuparse de él, de reunirlo y de gastarlo con eficiencia.

¿En cuál de esos tres sentidos el lucro es, en opinión del programa de Bachelet, un problema?

Desde luego, debe descartarse que el programa pretenda poner a las instituciones educativas al margen de la circulación del capital o lejos del trato con el dinero. Así entonces, el problema del lucro queda reducido a una única dimensión: el deber de reinvertir y la prohibición de apropiarse de los excedentes.

La meta en esta materia no parece difícil. Ya pesa sobre las universidades el deber de reinvertir sus utilidades (y el problema entonces es aquí fiscalizar con severidad), y la mayor parte de la matrícula en el nivel técnico profesional se encuentra en instituciones no lucrativas (Duoc e Inacap). El problema más complicado se presenta en el tercio de proveedores del sistema escolar que persiguen fines de lucro. Ese tipo de instituciones se financia con el subsidio estatal que reciben (proveniente de rentas generales), y luego de prestar el servicio educativo se apropian de la ganancia que resta. Pero como buena parte de esas instituciones son de sostenedor único (quien se paga un salario con la administración del subsidio), tampoco parece especialmente traumático impedir allí la apropiación de excedentes.

Es probable que al acabar con la provisión con fines de lucro, mejore la dotación material de las escuelas. Pero es menos probable que disminuya la selección y, en consecuencia, la segregación. Y es que el comercio -por decirlo así- segrega menos que las iglesias.

No se requiere haber leído a Bourdieu o Bernstein para saber que “el capital atrae el capital” y que, en consecuencia, no es solo la índole del proveedor sino la situación residencial, factores simbólicos, religiosos, de clase y otros, los que, en conjunto, empujan la segregación. En el Chile de los sesenta o setenta, la segregación era la peor de todas -entre quienes iban a la escuela y los que no- y no había provisión con fines de lucro y subsidios públicos como los de hoy.

Suprimir el lucro está muy bien por razones ideológicas (que también son buenas razones) y simbólicas (es mejor tratar la provisión educativa de una forma distinta a la provisión de zapatos); pero, desgraciadamente, no traerá todos los efectos que de esa supresión se espera.

El problema no es, pues, llevar adelante esa medida, sino las esperanzas que en ella se cifran. El problema no es la medida (relativamente fácil de llevar a cabo), sino los efectos que se asocian a ella (que no se producirán).

La gratuidad

¿Quién debe pagar por la educación? Al respecto, hay que distinguir entre la escolaridad obligatoria y la superior.

En el caso de la educación superior, la pregunta admite dos respuestas posibles: o se paga con cargo a la renta actual o futura de quienes reciben la educación (con un sistema de créditos o impuestos a graduados) o se paga con cargo a rentas generales.

Los economistas solían enseñar (citando desde Marshall a Coase) que lo mejor era la primera alternativa: internalizar los costos de la educación (particularmente superior) en quien la recibe. De esa manera, se pensaba, se igualaban los costes sociales y privados y la demanda se llevaba a un óptimo. Y en los casos en que los beneficios sociales superaran a los privados (por ejemplo en pedagogía o filosofía), el Estado debía cubrir la diferencia mediante un sistema de subsidios. Si además se contaba con un sistema de becas en los casos que hubiera extrema aversión al riesgo del crédito (como ocurría con sectores históricamente desventajados) el sistema podía funcionar bien.

Pero algo ha cambiado en la infalible ciencia económica, al menos en la forma en que se la cultiva en Chile.

Hoy día, algunos connotados economistas piensan que lo mejor es financiar la educación superior con cargo a rentas generales.

Atribuyen múltiples beneficios a esa forma de financiamiento. Como la educación superior será gratis (en el sentido que su costo no recaerá directamente en quien la recibe), los más ricos a la hora de escoger entre las instituciones públicas gratuitas y las privadas selectivas y segregadas, preferirían las primeras. Así, la fea segregación por clases tendería a desaparecer. El fantasma que preocupó a Marx y el pecado social que avergonzó a León XIII, la división en clases antagónicas ¡era el resultado de los aranceles educativos!

Sobra subrayar cuán ingenua y simplista es esa forma de entender las diferencias sociales.

En el sistema de educación superior, la segregación por clases está atada, entre otras cosas, al sistema de selección. Como el rendimiento en pruebas estandarizadas está asociado al origen socioeconómico, cuando las instituciones seleccionan por rendimiento, la agrupación por nivel socioeconómico es inevitable.

Así entonces hay que corregir la selección. A eso tiende otra de las medidas del programa: la discriminación positiva.

Discriminar no siempre es malo

Hoy día los sistemas de ingreso a las universidades parecen diseñados para construir una sociedad de herederos. Como la selección a las instituciones más selectivas se efectúa sobre la base de escalas ordinales de rendimiento y estas se correlacionan con el origen socioeconómico, los más ricos tienden a copar las vacantes más apetecidas del sistema. Y así la rueda de la desigualdad gira de nuevo.

Por eso quizá lo más revolucionario del programa de Bachelet a nivel de educación superior lo constituya la discriminación positiva: las instituciones podrán adscribirse a un sistema de gratuidad en el acceso; pero en tal caso deberán reservar el 20% de las vacantes de cada una de sus carreras para el 40% más pobre. Así, los de mayores ingresos competirán con ventaja en el 80% de los cupos, y los dos primeros quintiles en el 20% restante.

Es difícil exagerar la importancia de esa medida. El sistema de discriminación contribuirá, sin duda, más que el financiamiento con cargo a rentas generales, a hacer más diversas las élites profesionales e intelectuales. Tendrá, con todo, un problema: como no todas las instituciones estarán obligadas a adscribir al nuevo sistema, nada impedirá que existan instituciones privadas selectivas y segregadas a las que migren poco a poco los más ricos (de la misma manera que la gratuidad del sistema escolar no impide que existan colegios íntegramente pagados por los padres, selectivos y segregados).

Así, la reforma prevista no evitará que los que poseen mayor capital cultural y económico se agrupen en un puñado de instituciones íntegramente financiadas por ellos (que alcanza hoy, en el sistema escolar, a cerca del 7% de la provisión).

La única forma de impedir que los de más recursos se agruparan entre sí (por motivos de simple diferenciación social o por razones religiosas o ideológicas) sería prohibir la provisión íntegramente privada. En un sistema así, los centros educativos estarían totalmente financiados con rentas generales y, como ningún proveedor podría seleccionar, entonces la distribución de los niños en las escuelas o de los jóvenes en la universidad podría ser azarosa. Cada uno tendría una oportunidad igual -ciega al origen- de ser admitido en el mejor colegio o en la mejor universidad.

Pero nada de eso ocurrirá a la luz de las medidas que se sugieren. El anhelo que deja ver el programa (o alguno de sus impulsores) consistente en que el 10% más rico decida integrarse al resto, no se alcanzará. Ni siquiera cuando la provisión pública sea de calidad. Lo que ocurre es que la elección de escuelas (en todos los grupos) está relacionada también con la identidad social, religiosa o ideológica que la gente reclama para sí. Y los esfuerzos por transmitir esa identidad es algo que una sociedad liberal debe, dentro de ciertos límites, aceptar.

Seguirá entonces habiendo proveedores íntegramente financiados por particulares (y por lo tanto, con segregación socioeconómica), tanto en el sistema escolar como en la educación superior.

Habrá sí -lo que no es poco- una plataforma de acceso gratuito, con discriminación positiva a favor de los dos primeros quintiles. ¿Cuánto ayudará eso a que las élites sean, en el futuro, más plurales? Dependerá de la suerte que corra el sector íntegramente privado. Si se fortalece -se hace más pequeño, pero también más vigoroso- las élites se harán todavía más excluyentes.

La escuela: ¿Por qué es tan porfiada la desigualdad?

Uno de los rasgos más escandalosos del sistema escolar chileno es su estratificación: los niños se agrupan en las escuelas al compás del ingreso familiar, pobres con pobres, los de mejor situación con los de mejor situación. El copago contribuye a reproducir en la escuela la fisonomía de las clases sociales. Se lesionan así los viejos ideales del sistema escolar (construir una comunidad de ciudadanos capaces de entenderse, provista de cohesión moral) y se distribuyen injustamente las oportunidades y el rendimiento.

Al corregir ese sistema, el programa de Bachelet sugiere varias medidas. La supresión del copago, la mejora de la educación parvularia, fin al lucro, fin de la administración municipal, mejorar la formación inicial de profesores.

¿Será suficiente para corregir la desigualdad de manera notoria?

Un vistazo a la literatura puede ayudar a responder más racionalmente (es decir, sin demasiadas ilusiones) esa pregunta.

Las desventajas educacionales de los más pobres ha sido el foco de la atención sociológica desde muy temprano. ¿Por qué los sistemas escolares de masas, la provisión universal y la obligatoriedad no han logrado apagar la desigualdad?

Una explicación la brindan las teorías de la reproducción cultural (Bourdieu, Bernstein). Ellas sugieren prestar atención al conjunto de hábitos, disposiciones y destrezas comunicativas (el habitus , el código) de los niños. Como la escuela privilegia un cierto tipo de código y de habitus (abstracto, dialogal, etcétera), entonces es inevitable que ella potencie a las clases más altas (acostumbradas a un código más abstracto y con más habitus escolar) que a las más pobres (cercanas al trabajo más rutinario y concreto y carentes de habitus educativo). Así, la educación en vez de corregir la desigualdad, la ocultaría: las diferencias de inteligencia medida por pruebas estandarizadas serían, en realidad, diferencias de clase. Es la ilusión de la meritocracia de la que -todavía- se vive en Chile.

Otra explicación la formula la teoría de la elección racional en educación (Boudon, Coleman). Las desigualdades de clase influyen en las competencias iniciales de los niños; pero además tienen una influencia secundaria a la hora de adoptar decisiones posteriores, especialmente en los momentos de transición de una fase a otra de la escolaridad (por ejemplo, de la media a la universitaria). Las diferencias de clase incidirían en la aversión al riesgo, en el coste de oportunidad de perseverar en el estudio, en la elección de nivel profesional, etcétera.

En fin, el desempeño en la escuela sería también un resultado de las redes simbólicas y las interacciones tempranas que a cada uno le tocó en suerte, todas las cuales poseerían efectos epigenéticos, ayudando a configurar cosas en apariencia tan distantes de la cultura como, por ejemplo, el grado de profusión de las redes neuronales.

Lo que esas teorías sugieren (todavía podrían citarse otras como las que subrayan la influencia de género y el papel de las madres) es que remover las desigualdades de aprendizaje es bastante más complejo que remover las barreras económicas de acceso, suprimir el copago o modificar la índole lucrativa de los proveedores.

¿A cuánto de lo anterior presta atención la reforma educacional que se ha anunciado?

La reforma de la educación parvularia es, respecto de lo anterior, la medida en la que cabe abrigar más esperanzas. Hoy se sabe, casi con certeza, que la distribución de oportunidades y de recursos basado en el mérito y el esfuerzo de cada uno -el ideal inspirador de la escuela- es difícil de alcanzar si las sociedades no se esfuerzan por igualar la experiencia humana desde lo más temprano que sea posible. En tanto más temprano se igualen las oportunidades de los recién venidos a este mundo, más insignificante se vuelve la herencia. Esto es lo que explica lo que se ha repetido hasta el cansancio: cada peso gastado en educación temprana rinde muchísimo más en justicia y en equidad que el mismo peso gastado en educación superior.

Salvo, claro, que la rigorosa ciencia económica haya derogado el costo de oportunidad.

¿Qué significa educación pública?

La expresión educación pública -cuyo fortalecimiento es uno de los propósitos gubernamentales- está, al igual que el lucro, amenazada por la ambigüedad.

La expresión bien público alude, desde el punto de vista económico, a un bien que produce beneficios indiscriminados, beneficios que se difuminan entre un amplio conjunto de personas, sea que esas personas hayan o no pagado los costos de producirlos. La información científica, el alza en el nivel general de conocimiento, es decir, el tipo de cosas que las universidades producen, son bienes de este tipo: sus beneficios alcanzan indiscriminadamente a toda la población. Como esos bienes plantean un problema de free rider (cada uno espera que otro lo produzca para así beneficiarse gratis), la teoría económica enseña que es mejor pagarlos con rentas generales. Y, salvo que la teoría económica haya sufrido una reciente modificación, hay allí una razón para subsidiar la investigación de todas las instituciones que la produzcan, porque todas, en esa dimensión, son públicas.

Pero no se agota ahí el significado de lo público.

También se llama público en la literatura, a un ámbito de diálogo y de análisis racional en que los sujetos discuten la mejor forma de organizar la vida en común. Esta esfera pública no es parte ni del Estado ni del mercado, sino un ámbito en el que se ejercita eso que Kant llamó, a fines del XVIII, uso público de la razón.

Como todas las universidades -las estatales y las que no- ejercitan la racionalidad, tampoco bajo este respecto se puede incluir a unas y a otras no.

Pero hay un tercer significado de lo público.

Este deriva de los ideales que inspiran a la universidad moderna. La universidad moderna (cuyos paradigmas son la universidad humboltiana, o de la ciencia, y la universidad napoleónica, o profesionalizante) cultiva el saber para constituir un sujeto, la nación, que gracias al saber y la ilustración logra emanciparse y autogobernarse en la historia. Esta narrativa -que se encuentra en el discurso de Andrés Bello- es la que inspiró a la Universidad de Chile.

Es difícil sostener esa narrativa -la construcción de un gran sujeto ilustrado y homogéneo- en tiempos de multiculturalismo y diversidad.

¿Significa eso que las universidades estatales debe ser tratadas igual que las privadas? No, en absoluto.

Una sociedad democrática debe evitar que la educación superior se anegue de proyectos que expresen puntos de vista parciales, pertenecientes solo a algunas de las formas de vida que están en competencia en la esfera de la cultura. Si eso se tolerara, el sistema escolar y el universitario acabarían siendo la mera suma de lo particular, sin que lo universal que nos constituye como comunidad encontrara expresión. La tarea de las universidades estatales, en especial de la Universidad de Chile, es expresar esa totalidad. Y de ahí que merezca un trato preferente.

Habría así en Chile tres estatutos universitarios: i) las universidades estatales, obligadas a un programa de discriminación positiva, de acceso gratuito y con trato preferente; ii) las universidades privadas adscritas al programa de discriminación positiva y acceso gratuito, con acceso a fondos de investigación; iii) las universidades privadas que no adscriban a esos programas, financiadas íntegramente por particulares (aunque el programa es ambiguo respecto de si podrían o no acceder a fondos de investigación).

En lo que respecta al sistema escolar, el sistema sería mixto; aunque sin igualdad de trato. Las instituciones con base estatal (la actual educación municipalizada) recibiría un trato preferente, mientras que las instituciones subvencionadas y sin fines de lucro, se financiarían con subsidios a la demanda e incentivos para la integración. Este diseño tiene un problema: en la medida que trata mejor a las instituciones con base estatal, arriesga el peligro de descuidar a estudiantes de los primeros quintiles que prefieren asistir a las instituciones no estatales (v.gr. religiosas).

¿Será mejor la educación chilena luego de ejecutarse este programa?

Será mejor, sin duda; pero no hará despuntar la nueva sociedad que algunos sueñan. Será una revolución blanda con la desigualdad. Y no por falta de voluntad, sino porque, en ocasiones, cifra demasiadas esperanzas en los lugares equivocados.

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