Debate estrecho para agenda ancha
José Joaquín Brunner:“En la campaña electoral en el debate sobre educación se impuso una visión economicista e instrumental de ella, con entera prescindencia de las cuestiones sustantivas…”
La campaña electoral en curso ha tenido un efecto astringente sobre nuestro debate educacional. Llevó a discutir sobre educación superior en primerísimo lugar y, respecto de ella, sobre sus formas de financiamiento y, particularmente, los tópicos de gratuidad y lucro. Hay aquí un triple estrechamiento del foco entonces: de la educación como cuestión sociocultural clave a la economía política de la educación terciaria y de esta a la distribución de sus costos y beneficios.
Es lamentable: significa que se impuso una visión economicista e instrumental de la educación; la racionalidad del cálculo centrado exclusivamente en los medios -quien, cómo y cuándo paga- con entera prescindencia de las cuestiones sustantivas: calidad y efectividad de los aprendizajes en todos los niveles, organización curricular, valores formativos, su conexión con tradiciones humanistas, creación de capacidades y libertades, etc. Todo esto, paradojalmente, en función de principios pretendidamente progresistas: igualitarios, libertarios, de educación pública y anticonsumistas.
Como sea, nuestra deliberación democrática ha desembocado en una disputa que no atiende a las encrucijadas que la educación deberá enfrentar a partir del próximo año.¿Quienes podrán continuar o deberán dejar de actuar como legítimos proveedores de educación en cada uno de los niveles: preprimario, escolar y superior? Si las elites dirigentes del país declaran estar de acuerdo sobre la prioridad absoluta de la educación temprana y atención de infantes y niños, ¿cómo se traducirá esto en la práctica y por qué nadie habla seriamente de un plan extraordinario de inversión y desarrollo de capacidades para este nivel?
Y enseguida, ¿qué habrá de hacerse para dar vuelta los mil o dos mil establecimientos más débiles, precarios e inefectivos del país? ¿Acaso no radica allí una fuente básica de nuestra desigualdad?
Resulta desalentador asimismo que el discurso sobre la importancia estratégica y el rol insustituible del profesor no vaya acompañado de propuestas innovadoras sobre cómo mejorar la formación inicial y profesionalizar la carrera docente, su certificación y habilitación, el estatuto y la remuneración y evaluación de estos profesionales.
También es difícil entender que el debate sobre gratuidad de la enseñanza superior no haya servido para esclarecer aspectos fundamentales: ¿qué significa gratuidad universal? ¿Incluye a las instituciones privadas acreditadas? ¿Cómo el Estado financiaría a estas instituciones un excedente anual de forma que puedan invertir en mejoramiento de la calidad, capacidades de investigación y atención de estudiantes con menor capital cultural? ¿Qué justificación hay para ofrecer educación superior gratuita a los jóvenes de mayores recursos sin otorgársela (incluso antes) en los colegios primarios y secundarios de elite? Y si esto último parece absurdo, ¿cómo podría no serlo al nivel superior?
Hay varios otros aspectos cruciales que se hallan ausentes del debate presidencial: el futuro de la educación municipal, la suerte de la educación técnico-profesional, los currículos exageradamente poblados de contenidos, el uso de las tecnologías digitales en las escuelas, la necesidad de reforzar la comprensión lectora en los primera años de la educación primaria, las innovaciones pedagógicas en la sala de clase, el papel del liderazgo directivo en la gestión escolar, la pertinencia de muchas carreras universitarias y técnicas, la falta de un ministerio de educación superior, ciencia y tecnología, nuestro régimen de acreditación de la calidad.
La lista podría alargarse pues hay una enorme diversidad de desafíos por delante y son muchas también las ilusiones y expectativas de cambio creadas durante la campaña con su secuela de potenciales frustraciones.
Precisamente la campaña debería servir -durante las próximas semanas- para ordenar una agenda, disponer prioridades y articular acuerdos en torno a un número acotado de iniciativas a ser implementadas desde marzo en adelante. ¿O alguien piensa que es posible ejecutar simultáneamente, en cuatro años, todas las transformaciones ofrecidas? ¿Y que el gobierno y el Estado están en condiciones de conducir un proceso de tal complejidad? De ser así, ¿no corremos el riesgo de desestabilizar el sistema, introduciendo tensiones e incertidumbres que dañarían su funcionamiento? ¿Quién asume la responsabilidad?
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