JOSÉ JOAQUÍN BRUNNER, El Mercurio, 17 de febrero de 2013
A lo ancho del espectro ideológico, especialmente en círculos progresistas, hay quienes se proclaman defensores de una educación pura, verdadera, incontaminada.
Consistiría en algo íntimo -una conversación bonita, dijo por ahí alguien-, un despertar a la humanidad, un espacio para convivir. En breve, un valor exento de toda mezcla de otra cosa; pleno de virtud y valor, no sujeto a ninguna clase de utilitarismo. Contrario, por lo mismo, a cualquier tipo de evaluación humillante, mezquinas notas, certificaciones, y toda suerte de basura burocrática.
Alguno más culto entre estos defensores dirá: una educación parecida a la paideia griega, a la Bildung alemana, o a la formación del gentleman inglés; o sea, educación estamental, carismática, capaz de atraer o fascinar lo que bulle en nosotros mismos.
Hacia esta utopía convergen por igual, paradójicamente, espíritus conservadores que anhelan retornar a un mundo de culturas superiores excluyentes y militantes progresistas que se declaran en la punta de la ola, pero aborrecen el bazar posmoderno (TV abierta, levedad del ser, libros electrónicos, psicometría, pruebas estandarizadas, fragmentación de los relatos, etc.).
La educación pura es un ideal anacrónico, sin embargo. En la época actual, sólo podría materializarse como un privilegio reservado a unos pocos.
En efecto, la educación contemporánea, la del hombre medio, como decía Ortega y Gasset, necesita (a lo menos en el actual estadio de la tecnología cognitiva) ser producida como un bien masivo, organizada burocráticamente, transmitida en gran cantidad y certificada para el mercado laboral.
Para servir a las mayorías debió ser nacionalizada, estandarizada, transformada en empresa colectiva y administrada a la manera de un servicio público. Los profesores son entrenados en un régimen común de competencias y métodos según niveles y disciplinas. Y los productos curriculares -conocimientos y habilidades a ser enseñados- se hallan debidamente especificados, envasados y dosificados, además de estar en continua adaptación a los requerimientos de las familias, el mercado de trabajo y las aspiraciones de la polis.
Esta organización multifacética se halla sujeta, adicionalmente, a las dinámicas propias de la sociedad capitalista. Genera, simultáneamente, beneficios sociales y privados.
Alcanzar determinados años de escolarización, grado académico o título técnico o profesional, importa un premio salarial y un retorno distintivo a la inversión en capital humano a lo largo de la vida.
De la educación aprovechan, primero que todo, los segmentos herederos del capital cultural; no necesariamente los más esforzados o talentosos. (Nuestra historia republicana es una larga historia de comprobación de esto).
Por otra parte, aunque no puede derrotar o siquiera compensar plenamente las desigualdades de la cuna, la educación puede, sin embargo, ser un motor de movilidad social, a condición de hallarse bien distribuida y ser de una calidad más o menos pareja para todos.
Por eso mismo, los procesos educativos masivos necesitan ser constantemente monitoreados; de lo contrario, los estudiantes de familias con escasos recursos se hallan expuestos en riesgo de ser defraudados.
Puesta en medio del torbellino posmoderno de la cultura capitalista de masas, la educación está en vías de convertirse en una escolarización obligatoria de 15 años a lo menos para luego permanecer abierta como opción de múltiples y diferentes aprendizajes formales e informales a lo largo de la vida.
Su pureza estamental, premoderna, excluyente y minoritaria -que tan intensas nostalgias causa en círculos a la derecha e izquierda del espectro político- hace rato quedó sepultada para siempre.
¿Significa esto que hemos de celebrar lo que existe por la mera razón de estar ahí y constituir nuestra “jaula de hierro”? Por cierto que no.
Más bien, debemos reconocer primero los nuevos escenarios de la educación y, en seguida, actuar sobre y dentro de ellos con el fin de renovar los ideales formativos de la sociedad (reflexión crítica, conciencia autónoma, libertad de pensamiento, pluralismo de valores, vidas examinadas). Sólo así podrían llegar a ser una parte vital de esos nuevos escenarios. La educación pura, en cambio, no es más que una utopía anacrónica.
“La educación puede, sin embargo, ser un motor de movilidad social, a condición de hallarse bien distribuida y ser de una calidad más o menos pareja para todos “.
0 Comments