Una visión crítica sobre el potencial movilizador social de la educación superior.
El mérito y la educación: los fracasos de la movilidad social y los imaginarios sociales en Chile
Cristina Moyano, Doctora en Historia con mención en Historia de Chile. Académica del Departamento de Historia de la Facultad de Humanidades de la USACh.
El Mostrador, 8 de enero de 2013
Los últimos resultados de la PSU vuelven a revelar, lo que ya parece una costumbre, la marcada y aguda brecha que existe entre quienes pueden asistir a una educación pagada y de “calidad” y otra gratuita de dudosa “calidad”. Los resultados revelan además la crisis terminal por la que pasa la educación municipal y el fracaso de la educación privada para pobres y sectores medios bajos, es decir, la particular subvencionada.
Según el ranking de colegios con mejor promedio PSU, el mejor colegio particular pagado le saca más de 20 puntos de ventaja al mejor colegio municipal, el Instituto Nacional, que no es ejemplo característico de los cientos de colegios municipales en Santiago o en regiones. Sólo esta institución concentraba gran parte de los puntajes nacionales de los colegios provenientes de este tipo de escolaridad, por lo que sube el promedio general y, por cierto, ayuda a sustentar el mito de la sociedad meritocrática.
Este mito se sustenta en al menos tres premisas clave: i) que el ascenso social en una sociedad de clases, depende del esfuerzo, capacidades personales y buen aprovechamiento de las oportunidades que haga cada uno de los individuos. Ideas que tempranamente estaban en las concepciones sociológicas del liberalismo clásico de Adam Smith y tantos otros; ii) que en la sociedad del trabajo existen dos grandes herramientas de movilidad social, a saber, el estudio (la escuela) y el trabajo, es decir, dos de los principales elementos de disciplinamiento social del mundo moderno y iii) que el sujeto clave es el individuo, a secas, viviendo en sociedad, y no los grupos, clases, u otra asociación que vaya contra la naturaleza “propiamente humana”. En otras palabras que el sujeto de cambio en la historia es el individuo, sin redes sociales, sin pasado que le pese, sin herencias, sin nada más que sus capacidades para competir entre iguales.
Estas ideas tan importantes en la visión liberal han penetrado profundamente en las sociedades occidentales, o como diría Gramsci: son hegemónicas cuando construimos nuestros imaginarios sociales. La promesa de movilidad se vende cotidianamente. Los canales de televisión se deleitaron mostrando la historia de la hija de un temporero que había obtenido uno de los puntajes nacionales en la PSU, la joven lloraba de la emoción y manifestaba su interés en estudiar ingeniería comercial en la U. de Chile. En el matinal entrevistaban a una familia de Maipú, en la que un hijo de un esforzado profesor también había sido puntaje nacional. Los dos ejemplos que sacaba a colación el ministro de Educación, cuando esgrimía que era posible, gracias al esfuerzo individual, obtener un buen puntaje en la PSU e ingresar a la educación superior, ícono de la movilidad social en Chile.
Esos casos, consumidos vorazmente por miles de familias, se suman a otros tantos en los que se unen el esfuerzo, la superación personal y la resiliencia, combinación que en el mundo del trabajo, está asociada a la tan usada palabra “emprendimiento” y que representa otro de los grandes mitos de movilidad social: llegar a ser empresario, micro, mediano o grande, pero empresario al fin. Personajes como el “Conejo” (el empresario manicero que triunfó en EE.UU.), votante de la UDI, que aparecía en la campaña senatorial de Longueira, en una fogata guitarreando al estilo ‘ignaciano’, demuestra una vez más el sustento ideológico de este tipo de representaciones sociales.
Por eso sonó tan “políticamente incorrecto” cuando la Ministra del Trabajo dijo sin tapujos, que aquellos estudiantes que no habían obtenido buenos puntajes en la PSU: debían dedicarse a otra cosa. Una autoridad del Estado chileno, parte de ese mismo mundo neoliberal que ha sustentado ideológicamente el mito de la sociedad meritocrática, cerraba las puertas a los miles de chilenos, que después de 12 años de una escolaridad de dudosa calidad no calificaban para ingresar a las universidades de “verdad”.
Y es que después del escándalo de las acreditaciones, del abrupto cierre de la Universidad del Mar, quedó al descubierto, que varias instituciones de educación superior lucraban con la mala calidad de educación recibida por la mayoría de los chilenos, ofreciendo el sueño de la movilidad social por la vía de la aceptación de todos aquellos que no calificaban en el sistema universitario tradicional. Razón tenía Ossandón cuando comparaba lo de la Universidad del Mar con el caso La Polar, en ambos casos fueron “sujetos de crédito”, aquellos individuos “riesgosos”, aquellos que debían aceptar las condiciones puestas por el más fuerte porque no “les quedaba otra”.
Por ello, miles de padres reclaman que se les clausuró el futuro a sus hijos, como si el único futuro posible fuera ingresar a la Universidad; como si la vida se acabara en un título para colgar en la pared y que llene de orgullo a las familias, aún cuando la calidad de vida de los mismos no mejore sustancialmente, porque el mercado laboral está saturado del requerimiento de varios tipos de profesionales o porque los salarios percibidos se destinen en un gran porcentaje a pagar el sueño de la misma movilidad.
Y es que en Chile las ideas hegemónicas que ayudan a conformar nuestra realidad social suponen que la Universidad, que el ser profesional universitario, entrega prestigio, mejora la calidad de vida y te posiciona en otro rango de la escala social. De allí el profundo desprecio por las carreras técnicas, por oficios calificados, que muy necesarios para el desarrollo económico y social del país, chocan con los imaginarios sociales del éxito.
Si en Europa la diferencia salarial entre un profesional universitario y otro no universitario es de 1,5, en Chile la diferencia es cercana a cuatro. Pero ello no necesariamente indica que todos los profesionales ganen grandes sumas de dinero, sino que también da cuenta de los precarios salarios que se pagan, en general, en este mezquino país. Por ello la lucha de muchas familias para que los hijos ingresen a la Universidad, por ello el esfuerzo de la Concertación de aumentar el acceso a la educación superior, a costa de un negocio privado que es el más interesado en la mantención del mito de la movilidad social por la vía del mérito y la educación.
Tal como plantean las autoras Guillermina Tiramonti y Sandra Ziegler, pensar que la educación es una herramienta de movilidad social, en sociedades segregadas como las latinoamericanas es una ilusión. Según las autoras, en el mundo de las elites “las posiciones se heredan y se transmiten con la finalidad de permanecer en ellas, para lo cual es necesario dominar las condiciones de socialización de los jóvenes y controlar su educación a partir de diferentes estrategias (circuito de amigos, escuelas, clubes, etc.). Así, la socialización y la educación son instancias decisivas para la reproducción social”. Los individuos no están solos compitiendo, traen una mochila de herramientas consigo. Esa mochila no es una construcción personal armada a punta de méritos, alguna parte de la misma sí, pero quizás las más decisivas tengan que ver con las que ingresaron nuestros padres, con los apellidos, con los colegios que pudieron pagar, con la gente a la que pudieron conocer, en suma, con las herencias de capital social.
Mientras estas cuestiones no se discutan, seguirá pareciendo políticamente incorrecto decirles a los jóvenes que si no ingresan a la Universidad, pueden dedicarse a otra cosa. Que el éxito no se mide con un título profesional. Que hay oficios bien remunerados que no llevan el nombre de ingeniero. Que la promesa de la movilidad social en una sociedad profundamente segregada como la nuestra, no se realiza ni por la vía del trabajo ni por la vía de la educación… por qué: “porque no todos somos (social e históricamente) iguales”. ¿Podemos serlo? Quizás valga la pena repensar algunas de las ideas provenientes de empolvadas utopías, no para revivirlas sin cuestionamiento, sino para tener otras posibilidades de pensar y crear imaginarios sociales.
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